El corazón azul de la selva

Texto: Emilio Valencia / eIntervención: Enrique Urbina


 

AHÍ, EN LA orilla del agua, había un río de entrañas inestimables que parecía abrir la boca en las noches de luna llena. Hablaba poco. Corría leve entre las raíces de los ombúes antiguos, mojaba las pieles escamosas de los saurios que se escondían entre las brumas radiantes de sus riberas. Los Mayoruna, a la vuelta de enero, se le acercaban para cantarle en sus insinuados oídos: hablaban bajo y agudo, se veían sus lenguas escamotear las palabras –como si guardaran un secreto que no debía escuchar la tierra. Salía, a veces en octubre, a comer un poco de polvo; se reían los Mayoruna, decían que traía ganas de dejar de ser agua, que se ponía nervioso del frío y buscaba su dabidiquete. Ahí, en la orilla del agua, estaban las bruces a las que caía el mundo de la selva.

Hacía seis meses que por los caudales del río había aparecido una canoa perdida. A bordo, un hombre blanco, exhalando entre estertores la canción fúnebre del mosquito. Llamaba a una casa ausente, gritaba insignificantes palabras para los vientos que las recogían… La canoa estaba inundada por el vaivén de las mareas nocturnas y los propios fluidos de orina y mierda. Desde el mato, se asomaron los ojos de los asombrados monos, los caimanes sacaron sus ojos de pedregón del agua para mirar y, en la orilla, la mano del chamán alcanzó con sus dedos largos el borde de la canoa y sacó el cuerpo blanco para guardarlo entre hojas de ajo sacha.

Despertó al tercer día. Abrió los ojos lentamente para encontrar su mirada con los ojos negros del chamán que lo revestía en curaciones maceradas de limones agrios y flores rubí; tenía el peso de los siglos al aguzar la vista sobre los muslos rubios picoteados del hombre blanco, conocía el paso de las arterias más restringidas, bastaba la cifra de su aliento para coronar las preparaciones aromáticas que le hacían beber. Cubierto en líneas rojas sobre el pecho, con la piel tostada por la cálida irrupción entre las ramas de una deidad solar, los labios grandes atravesados por un aro de madera curva y coronado por una banda de wérrengue, cumare y gaita, el chamán dedicaba sus noches de tabaco a la atención cuidadosa de ese cuerpo escupido por su río confidente.

Había viajado mucho ya, no sabía a ciencia cierta qué caudales lo habían lanzado a esos cercos elevados de olor madero; había olvidado también cuál fue la causa de su encuentro con el martirio. Sabía solamente que estaba en esa selva, rodeado de esa gente que le sonreía como si hubiera estado ahí siempre. En su exploración por los bajíos del trópico de Capricornio, no había encontrado aún la razón de la intimidad de esas lenguas que eliminaban las fronteras de misterio entre la voz del hombre y el mutismo de las cosas que, aunque inanimadas, viven. Sabía que se escondía en alguno de esos límites la piedra para lijar la porosidad de una lengua que no lo alcanzaba todo. Eso buscaba: la clave del signo, la revelación de que hubo un tiempo anónimo en que el mundo no se cerraba con una frase de designio y estaba ahí, inscrito dentro, en lo profundo de la selva.

Los días que siguieron a su despertar, cuando los miembros apenas recuperaban algo de su vigor natural, abundaron en una exposición constante con lo novísimo. El blanco andaba primero a tientas por los círculos de ese cosmos diminuto, empezaba a dar pasos sobrios y entraba, por invitación, a las cubiertas domésticas de palmera. Veía cómo reventaban en borbotones las delgadas patas de los insectos chamuscadas en el fuego, se sumergía en el perfume de la ayahuma, aspiraba el humo de los fuegos nocturnos y empezaba a silbar los ritmos que se tocaban en el tambor de duermevela. Los veía andar a ellos bajo la luz diurna: reviraban los ojos cuando se acercaban a algunas plantas chocantes, suspiraban al pasar por otras, tenían pláticas impúdicas con algunos árboles y ante algunas flores guardaban silencio. Concluía poco, pero sentía ya apenas la corazonada de un saber que no estaba fabricado, que no había sido impuesto… Muy adentro en el pecho, latía su rubor de iluminado: a estos hijos del Yavari –que, luego supo, así se llamaba el pertrechado río– la selva les había enseñado a leerla.

Voces, voces. Empezaba a escuchar, con la luna bien arriba en el anular del cielo, cómo un extraño rumor inundaba el silencio de sus noches de la selva. Arriba, en lo oscuro, voces. Abajo, enterradas, voces. Entrambas, en el ambiente suyo del embrollo, voces. Sentía el hombre blanco cómo una fisura se empezaba a abrir como una cicatriz en la frente; era el golpe de lo extraño que suspendía los sentidos e intuía la creación de un ojo. La primera noche que sintió el pulsar frenético de esas voces dispersas en el mundo anciano, salió de su chacra y encontró un planeta exuberante y oscuro. En puntas, para no perturbar el orden de esa perfecta quietud, escuchó a lo lejos el siseo de una víbora. Siguió su clamor y pareció haber visto una luz diminuta moverse rápido entre el sustrato costroso. La vio de nuevo esconderse detrás de un árbol de itahuba, se acercó y lo vio ahí: un escarabajo de un amarillo brillante, envuelto en una luz inundada de llanto fluorescente, una lámpara orgánica. Apestaba a vida abundante. Entre las aberturas de su cabeza se escurría un líquido pegajoso y nutricio que invitaba a la ingesta. A pesar de su fulgor ámbar, el hombre blanco colocó su sorprendida mirada en el término de sus filamentosos miembros… En vez de patas coleópteras, tenía pequeñas manos humanas de un azul aceroso, barnizado. Traía sus pequeñas manos hacia atrás y hacia adelante, juntándolas en intervalos de tiesas palmadas, con un ritmo de extraño calypso prefigurado. El insecto no se movía, permanecía impasible con su ritmo elemental que parecía transmitir un mensaje. Dentro del hombre hubo un miedo repentino, intuyó estar frente a una deidad telúrica de inmensas potencias, resguardada en el cuerpo mínimo del escarabajo. Lloró por respeto e inclinó la cabeza. El papazo no se movió un milímetro, continuando con su ir y venir de manos azules, que con cada palmada parecía abrir y cerrar el universo con un restallar de centellas áureas. El hombre cerró los ojos, dejándose llevar por la síncopa del insecto, perdió sólo por un momento su referencia del tiempo: el terror lo devolvió de nuevo al mundo interpretado. Abrió los ojos y se había ido el escarabajo con sus manos azules. Las voces habían desaparecido también. Estaba, otra vez, sitiado por sólo un lugar. Recorrió las cercanías de su chacra toda la noche, desesperado, cada vez que escuchaba el crujir de una rama saltaba esperando volver a encontrar a su luminoso visitante. Pronto relucieron los albores de la mañana, gritó el uacarí y todo volvió a empezar.

Lo encontraron los Mayoruna con los ojos apunto de saltar de las órbitas, inférico, furioso y vulnerable a la vez. Pensaron preocupados que de nuevo había sido atacado por el pinchazo colérico de los mosquitos del diablo, pero no, cuando el chamán se acercó y tocó su rostro, alcanzó a leer dentro de su pupila todo sobre su encuentro nocturno con el céfiro escarabajo. Volteó alumbrado con una sonrisa a ver al resto de su pueblo y, sin pronunciar palabra, suspiraron y continuaron en su trajín de conversatorio con la flora. El hombre blanco se quedó otro rato renunciando, como cuajado por los miedos de su noche sagrada, hasta que un muchacho lo llamó a la chacra central de la aldea y pasó a llevarlo de la muñeca al requisito del chamán.

Ahí dentro, el chamán pronunció unas cuantas palabras incomprensibles y dos mujeres salieron de los lados, cubiertas con líneas de cal que formaban trazos intrincados que se movían con las curvas de sus cuerpos, desnudaron al hombre blanco, lo lavaron con agua de orquídea hervida, y lo ahumaron con polvo de madera frío. El hombre blanco se mantenía lánguido, permitía que las oscuras manos de esas mujeres recorrieran su cuerpo, lo estrujaran, lo mojaran con sus cántaros tibios y le silbaran al oído extrañas melodías. Había en el suelo de la chacra dos vasijas pequeñas de barro en cada uno de los flancos del hombre, cada una de las mujeres se acercaron a una de ellas e introdujeron el dedo índice para pintarlo de un color brillante y mineral.

La mujer del lado derecho tenía el dedo teñido de un rojo carmín, profundo como la sangre que recordó haber visto en sus años de entrenamiento médico, en un lugar que ya no era suyo, con recuerdos progresivamente más ajenos. Lo llevó a su rostro y comenzó a dibujar líneas y puntos a diestra, sintió como si el pigmento fuera más abajo de su dermis, integrándose con el músculo y pasando a formar parte natural de su organismo. Ese rojo no era tinta, era fuego.

De lado izquierdo, la mujer prendía su dedo con un azul cerúleo y lo colocaba sobre el sexo del hombre blanco, pintaba líneas fluviales sobre su pubis y entintaba su carne con el color del mar. Ese pigmento, contrario a las flamas del rojo, se sentía externo pero propio; salía de sus mieses para entregarse al río, al riego de la selva y a la lluvia. Ese azul no era tinta, era agua.

Afuera de la chacra se había encendido una fogata, el hombre blanco alcanzaba a oír el latido seco de los tambores que se introducían como un sonido distante, mudo. Terminado el tatuaje en fuego y agua, las mujeres lo condujeron al centro de la aldea, viendo de frente a la fogata; salió de entre las flamas el chamán, con una rana alucinada croando entre sus manos. Acercó el cuerpo pegajoso del anfibio a su boca y la lamió. Exprimió después en otra vasija, esta vez lisa, unas cuantas gotas del líquido y la puso entre las manos del hombre blanco. Sabía entonces que debía tomarlo. Así lo hizo. Cuando la baba tocó la superficie de sus labios, un regusto amargo pasó por la planicie de su lengua y lo inundó en cuerpo entero. El hombre blanco se apagó, se diluyó, se deshizo, hasta que después, de él, de ellos, de todo, no quedó nada más que una profunda oscuridad proliferante, cargada de chispas plúmbeas que le llevaban libaciones y le acercaban de nuevo a esas voces graves de la selva escuchadas la noche anterior. Se abrió de repente una puerta sugerida, sintió que caminaba hacia ella liberándose de todas las noches de duros pleitos, de amargas tardes sucias y minutos de pavor sin límite. Al entrar en ella, él se hizo la noche. Y en el fondo, el escarabajo aparecía de nuevo, revestido en su traje de sol –como un sacerdote de manos azules que conjuraba la consagración del momento. Alrededor de él, vio cómo aparecían otros demiurgos calados por la lógica de la selva. Había una piñanona ojizarca que revolvía los vientos con el contoneo de su peciolo, una avispa con manos sobre las alas que inyectaba su veneno en el centro de la tierra e infinidad de otras deidades rústicas que creaban en cada instante al mundo. En la cercanía lo tocaban y volvían su cuerpo una carta de amor; manipulaban su sexo y lo reventaban en colores extraños, abrían su boca, introducían sus lenguas y jugaban a paladear el sabor de su entraña viril, bailaban alrededor de sus muslos y volaban después por sus cabellos para deshacerlos entre sus dedos. Recorrían las deidades el misterio de sus mejillas ardientes, con un vigoroso resoplido insuflaban sus pulmones con perfumes, alargaban la maqueta de su piel para volverla suave y con el poder de sus molares y colmillos le atravesaron el pecho para tocarle el corazón.

Durante siete días, el hombre permaneció ahí, viendo cómo la luz transformaba el dolor en día. Durante siete días, el hombre permaneció ahí, contemplando el ritual secreto que las partes de la selva celebraban acariciando el ala de las aves frágiles. Durante siete días, el hombre permaneció ahí, frente a la tempestad que pasaba dejando intactos los pétalos de todas las flores. Durante siete días, el hombre permaneció ahí, como sumergido en el conjuro de la revelación de los nombres. Durante siete días, el hombre permaneció ahí, escuchando de voz propia la historia de las cosas inanimadas. Durante siete días, el hombre permaneció ahí, clavando la suerte en una gramática de normas marginales. Durante siete días, el hombre permaneció ahí, ante la presencia motora del escarabajo de manos azules que con su aplauso daba cuerda al mundo. Habiendo conducido ya su cuerpo por las moradas simientes del cantor de selvas, volvió. Obtuvo control de sus ojos abiertos, de sus miembros flácidos, vio cómo los Mayoruna continuaban la danza frenética en torno al fuego, y desde el centro, el chamán lo miraba con un intenso amor de tierra. Dio un paso al frente y cantó tal como había escuchado en el umbral otro de los dioses, y se vino un diluvio de caza, parándosele justo enfrente. Los Mayoruna contemplaron cómo la lluvia apagaba las brasas con cada gota que el hombre blanco cantaba, se pusieron de rodillas y regaron las últimas copas de cisco ardiente con su llanto. Terminado el canto, el hombre blanco tomó una hoja grande de llantén y la bendijo susurrándole su nombre con un signo circular dibujado con sus manos. Cerró los ojos, los abrió y vio un mundo nombrado desde sus propios carismas. Miró al resto de los Mayoruna y entendió la conversación sucediendo en el silencio. Reunieron todos sus manos en torno a una liana larga, apéndice de un árbol remojado en las orillas del río, para así renovar su alianza secreta con el mundo. Se reunieron a cantarle al cielo un corazón. Era azul.