El camino que lleva a Belén

Un profesor y su familia política. Una prima (¿o era una sobrina?) en una cena de Navidad. El camino que lleva a Belén, un cuento de Dán Lee.

 
lolitaMIEDO ES LA palabra. La primera sesión con un grupo de tercer año de bachillerato es la mejor ocasión para meterles miedo. Aún no conocen los puntos débiles, por dónde golpear, ni por dónde serán golpeados. Es el momento adecuado para atemorizarlos. Pero ese lunes el que casi se cagó del susto fui yo.

Lo primero que hice fue pasar lista, velozmente y con voz grave, para llamar la atención. Dije su nombre, Flores Colín Belén, sin notar que se trataba de ella. Me puse de pie para exponer el programa de la materia y sus contenidos. Entonces la vi, en segunda fila. No podía confundirme; los rasgos de la cara son idénticos a los de Silvia y el ochenta por ciento de sus parientes femeninos. Me saludó con un movimiento de la mano y una sonrisa. La saliva se me espesó como atole amargo, y así me la tragué.

Trágate los romeros con camarones, el bacalao, pavo relleno, pierna endiablada, espagueti, arroz verde, pan de navidad y ensalada de manzana como postre. Pásatelo todo con sidra chafa y cerveza de la región aunque seas abstemio y el alcohol se te suba más rápido que los fuegos artificiales que prenden en la iglesia a la media noche. Date de santos que este año no hubo pozole norteño para rematar el menú. No hagas caras ni rechaces un solo platillo, porque te lo tomarán a mal, porque qué va a decir la familia de Silvia, porque no tienes que ser melindroso.

Convive, convive, no seas cortado ni ranchero, como dicen acá. Convive con los tíos borrachos profesionales, con los primos beodos amateur, con los niños de manos embarradas de dulce o guisado, con las tías desmadrosas que repiten anécdotas ajenas a ti, con las primas enormes y bailadoras, tú que prefieres estar sentado hablando de libros o de cine. Agradece que las sobrinas expertas en música de banda y aplicaciones de teléfono celular prefieren irse a ver a las amigas y al novio antes que pasar la navidad con la familia; si no, también tendrías que soportarlas a ellas. Convive, canta los villancicos, no te pegues a la televisión, aislado de la música y las conversaciones alrededor tuyo; convive aunque la panza te duela por el revoltijo de sustancias que acabas de asestarle y que a ellos no les hace ni cosquillas. No agarres de pretexto el retortijón y el leve mareo para acostarte en la primera cama que te presten. Espera a Silvia, a que quiera regresar al hotel contigo. No aproveches que ya se tomó dos copas y empieza a desinteresarse de ti y tu torzón para estar con sus parientes. No entres al cuarto en que esa noche compartirán el sopor etílico quién sabe cuántos primos. No te acuestes en esa litera, frente a la cama baja. Allá tú, pues.

Belén portaba el uniforme femenil del colegio como si la hubieran sacado del folleto de muestra: falda tableada (de la cual nacían un par de muslos macizos, ansiosos de separarse), calcetas altas (rellenas de pantorrillas de curva suave), suéter cardigan oscuro (abultado con dos tentaciones), blusa blanca de cuello redondo (de la cual surgía un mapa de piel clara y lunares entre la barbilla y el pecho). La saludé discretamente, ocultando el estremecimiento en mi bajo vientre.

Volví mis ideas hacia el programa del curso, que insistía en esconderse bajo su falda. Expuse los objetivos («En esta institución queremos que desarrollen todas sus habilidades comunicativas», etc.), criterios de evaluación («Todos comienzan con 10, de ustedes depende mantenerlo», etc.), y las reglas a seguir en clase («Prefiero tener un solo alumno con ganas de aprender que un salón lleno de apáticos», etc.) de memoria y mecánicamente, sin el énfasis que suelo imprimir en los puntos importantes. Aunque Belén no me pelaba más (o menos) que los otros alumnos, me sentía escrutado por sus ojos verde gato; temía estúpidamente que en cualquier momento abriría la boca para desenmascararme frente a sus compañeros.

Descansar, por fin. Aliviar el dolor de barriga con reposo y tranquilidad. No estás solo. Alguien más entra al cuarto. No le hagas lugar, ocupa toda la litera, que se acueste en la cama de junto. Abres los ojos aunque sea un poco para ver quién es, no vaya a ser un borracho a punto del vómito y te barnice el traje recién estrenado. La persona cae pesadamente sobre el lecho frente a ti. Qué bien, allá que se quede. Tú duerme de nuevo… si te dejan los ronquidos. Seguramente se durmió boca arriba. Hay que poner a quien sea de lado, que deje descansar.

Levántate. Ilumina el espacio con tu celular. La luz revela una figura ovillada, una minifalda, el nacimiento de un par de nalgas grandes y blancas como la Nochebuena, divididas por una panty de ositos navideños. Tu saliva se espesa como mole para romeritos. Así te la tragas.

¿Qué hace Belén aquí, en esta escuela? ¿No será como el espectro de la Navidad pasada?, me pregunté. No; su nombre estaba en la lista. ¿Cómo había venido a dar justo a este salón? Cada vez que la chica cambiaba el cruce de sus piernas, me interrumpía y yo tenía que retomar el hilo de mis pensamientos. No parecía hacerlo a propósito, ni disfrutar con mi nerviosismo, mas no paraba de repetirlo.

Algo crece bajo tu pantalón. No lo reprimas, es normal que el unicornio se alegre cuando lo saludan las lunas gemelas. Son idénticas a las de Silvia, pero ella trae un mallón oscuro, no anda de minifalda. Quién sabe qué cosa les pongan en la papilla a las mujeres en esta región, que desarrollan altura y piernas dignas de fantasía porno. Debe ser una de las primas ésta que sigue roncando. Su trasero y los ositos blancos son una invitación a la aventura, es como estar ante el umbral del Infierno; sería malo cruzarlo, pero por algo es que uno llegó hasta allá. Si la prima vino a dormir, es porque está fulminada. Sus propios ronquidos de rinoceronte no la alteran. Está tan borracha que no notaría, digamos, un par de frotaciones, sólo para comprobar la firmeza que la vista sugiere… Ya estás borracho o qué, imagina si Silvia se entera, si la prima reacciona y hace un escándalo… Nunca has tenido un affaire, ni siquiera con las alumnas que te dicen que un cero se convierte en diez tan sólo con un palito; has sido firme, hombre fiel, marido ejemplar… Pero ahora nadie se enteraría, no habría consecuencias. Todos vieron que tú entraste a dormir primero, si la prima quiso venir a acostarse junto a ti, no es culpa tuya. Además, ella está noqueada, no hay testigos. Si abre los ojos, saltas a la otra cama como superhéroe, creerá que fue un sueño húmedo o un milagro de navidad… Lo primero que debes hacer es apagar el teléfono. Deja todo oscuro y, despacio, acuéstate a su lado, a la altura adecuada para tocar sin esfuerzo. Justo ahí.

Salté al toque de la campana. Era tiempo del receso entre las dos horas de clase. Los alumnos pararon de escribir en sus libros y pidieron permiso de salir a estirar las piernas. Yo deseé estirarle las piernas a Belén. La chica se acercó a mi escritorio. ¡Qué sorpresa! Quiso saludarme de beso, pero lo impedí, alegando que era impropio del lugar de trabajo. Dijo que su familia acababa de cambiarse a la ciudad, que qué coincidencia, qué chiquito es el mundo, que qué bueno que yo era su nuevo maestro, que daba por descontado el diez, que le daba gusto que nos fuéramos a ver seguido y me pidió que la esperara a la salida para acompañarla a su casa, no fuera a ser que en esas calles de Dios la siguiera un viejo cochino y le metiera mano.

Roza la piel de sus muslos. Suavemente, lame con los dedos. Siente el terciopelo de esa flor suculenta. El colchón tiembla… no es ella, eres tú. Tu corazón es un bongo. Relájate, no la despiertes. Apoya toda la palma. Sube hasta donde se acolchona la carne, a la colina donde los ositos navideños juegan al tobogán. El resorte que separa el algodón de la piel está tenso, muerde. Pasa la mano por debajo de él, entra al parque de diversiones y surca junto con los ositos la nieve de ese cerro liso hasta llegar a la quebrada que separa las prominencias gemelas.

Aprieta. Deja que uno de tus dedos explore la depresión hasta sentir que la piel se entibia y arremolina; reposa allí y juguetea. No cedas a la tentación de invadir el manantial. Aún deseas rodear el paisaje y disfrutar las estribaciones de las latitudes opuestas. Sosiégate, goza el remanso unos segundos. Inhala profundo y aspira el aroma de esta naturaleza salvaje.

Durante la clase apenas y me vio con esos ojos felinos, afortunadamente. Yo no tenía la menor gana de esperar a nadie, menos a Belén. Mas contradecirla equivalía a acercarme la escopeta a la sien. La escuela era generosa en los salarios, especialmente con los maestros leales y de tiempo completo como yo, pero también católica, orgullosa de sus principios conservadores. Todo el plantel asistía a misa –confesión y comunión incluidas- una vez por semana, divorciarse era causal de despido. Si Belén estaba consciente esa vez y hablaba de más, me costaría el puesto y un proceso judicial. Por mí, la chamaca tenía el diez asegurado, ¿qué más quería?

Concéntrate. Percibe su tacto dulce. Lo más probable es que jamás vuelvas a sentir algo así, no tienes los cojones para ser un hombre infiel. Memoriza. Atesora el instante irrepetible… que sería perfecto sin los ronquidos de la criatura. Tu mano atrapada entre el calzón y las nalgas de la prima es un evento que sólo volverá en tu mente. Mételo bien enrollado entre las memorias de esas ex que compartieron pujidos contigo antes de conocer a Silvia, el altar y la estabilidad. Cierra los ojos, enfoca tu atención entera en la piel, en la temperatura, muévete a un milímetro por los poros pierden tersura conforme se avecina el coño que por mala suerte está depilado. Juguetea en aquel bosque ralo y silencioso, bordea el manantial, ahora bebe de él, moja las yemas en las aguas termales, siente la boca de una merluza que sale a lamerte en señal de bienvenida.

Puedes extraer los dedos de ahí y paladear el líquido salino, olfatear el beso oculto de la ninfa. Se nota que la prima no bailó mucho, su aroma es limpio, núbil. No se escuchan más ronquidos, bien. Vuelves a visitar el santuario. Jálala hacia ti, abrázala, al fin que no nota nada, tal vez puedas mejorar la situación si te bajas el cierre y dejas que tu pequeño amigo, quien ruega por asomar la cabeza, también goce del tacto… De pronto ella se sacude. Quieres sacar la mano y despegar hacia la litera, pero los muslos la aprietan en una trampa triangular. Alcanzas a separar la pelvis, el pecho, mas la mano se queda allí, mustia y tibiecita en ese hogar, echando a perder el plan. «Síguele», dice con palabras mal articuladas, bastardas del sueño y la borrachera. Los ínfimos vapores alcohólicos en tu organismo se te escapan por los esfínteres. Esa voz tan delgada no es de ninguna prima. Más bien suena a sobrina.

Belén. La esperé con el auto detenido frente a la puerta de la escuela. Ella no tardó en salir. Entró y arrojó su mochila al asiento trasero. Arranqué el coche.

Preguntó por qué no la esperé en el estacionamiento de profesores, que si no quería que nos vieran juntos. ¿Para dónde te llevo?, fue mi única respuesta. Para donde usté quiera, contestó y bebió de una gran lata de té negro. No estoy jugando, ¿dónde está tu casa? Buena idea, orita no hay nadie… Mala idea, entonces. Tomé la lateral del Periférico. Necesitaba calles transitadas, con gente alrededor. ¿Por qué se pone así, tío?; relájese, ni que me lo fuera a comer. Volví a tragar espeso y ella rió. Viera el trabajo que le dio a mi papá que me aceptaran en el colegio ese, quesque muy exclusivo; pero me encapriché; ya ve que a mí no es fácil decirme no.

¿Qué quieres, Belén?, pregunté sin dejar de ver el camino.

En la oscuridad, es imposible saber si ha abierto los ojos o no. Su respiración es relajada. Llevas minutos aguantando el aliento para descifrar entre sus exhalaciones el ritmo del sueño o la vigilia. Jalas la mano apresada un poco, a ver si cede. Ella ríe por lo bajo ante la frotación. Acerca esas nalgas descubiertas a tu pelvis, tal vez instintivamente. ¿Qué tan desarrollado puede tener el instinto una chamaca de..? Los ositos se rozan con la erección de pez espada que portas. La colegiala quiere recreo, y tú tienes un lunch preparado para ese apetito feroz… No, si Silvia se entera, ella está afuera… y la sobrina acá adentro, frotándose, la falda subida hasta la cintura y la nariz del marlín hecha sándwich entre las carnes redondas, tu mano en su entrepierna se moja poco a poco con el vaivén. Ella emite ruidos que se fugan como de un sueño viscoso, húmedo; tal vez imagine que monta a caballo o que está con el novio en un parque. Sea lo que sea, el movimiento hace eco en tus sienes. Palpitas a velocidades inusitadas, el corazón gritonea en tu pecho, insta a todos tus jugos a que se concentren bajo el vientre. El magma reunido suelta vapores que te recorren y hierven en las venas. La erupción te vuela la cabeza.

Usté sabe lo que quiero, dijo Belén luego de algunos minutos de silencio en los que sólo el sonido del motor y los cambios de velocidades ocuparon el ambiente del auto. Decidí hacer como el tlacuache y fingirme cadáver ante el depredador. No, no lo sé, repliqué. ¿Por qué no se lo pregunta a ellos?; se levantó la falda, los ositos navideños asomaron entre los muslos, imanes diabólicos. Me obligué a mirar al frente. Estás loca, no sé de qué hablas. Loca de gusto se va a poner la tía Silvia si le platico, dijo acomodándose la prenda, luego se subió la blusa hasta el ombligo.

Entre el resorte de la falda y su piel, viajaba apretadito un celular, lo extrajo; ¿cómo ve?, ¿le marcamos? Quise enfilar hacia un barranco y acelerar a fondo. Ella deslizó los dedos sobre la pantalla táctil, navegando por su agenda. Mire, aquí está: «Tía Silvia», tocó la imagen y se escucharon bips que indicaban el tecleo. Me estiré sobre ella para arrebatarle el teléfono y di un frenón; sonó un claxon detrás nuestro. Belén maniobró para que mi mano quedara sobre uno de sus senos. Ajá, tío, así mero. El celular indicó el tono de marcar. Algunos curiosos miraban hacia adentro del carro.

Retiré la mano, ella mantuvo el artefacto lo más lejos de mí y yo metí la primera velocidad en cuanto pude. ¿Bueno?, sonó la voz de Silvia en la bocina. ¿Tía? Belén. Hola sobrina, qué milagro, etc. Perdón que la moleste, tiíta, pero es que tengo algo que contarle… Yo gesticulaba como mimo de parque indicando… más bien rogando silencio. Manoteé para hacerme con el celular, el auto zigzagueó. Hubo más claxonazos. Belén hizo el respaldo del asiento hacia atrás y se deslizó hacia los lugares para pasajeros, desde donde continuó con la plática a distancia. Es que fíjese tía que en la fiesta de Navidad… La chamaca iba en serio. Imaginé cómo sería mi vida en Almoloya. La situación estaba totalmente fuera de mi dominio. Deseé tener un control remoto para ponerle el silenciador a la escuincla y dejar que mi vida transcurriera sobre los riles de la cómoda normalidad. A lo mejor usté no se acuerda porque ya estaba un poco tomadita, continuó Belén, pero el tío Jesús… ¿Mi marido?

Ese mero… Lo aceptaba, no podía dominar a la sobrina, sólo tenía control sobre una sola cosa del universo en ese momento, y lo ejercí. Pisé el acelerador a fondo y volanteé hacia los carriles principales del Periférico. A esas alturas los claxonazos me alentaban más que amedrentarme. Belén rebotó contra el respaldo con cara de susto. La miré por el retrovisor con gesto retador. Ella sostuvo el celular como una espada Jedi. ¿Qué hizo tu tío?, interrumpió Silvia nuestro diálogo silencioso. Es que nos quedamos solos un rato y… Con las manos tensas, los nudillos blancos sobre el volante, salté de carril en carril igual que un salmón que va a desovar y, como tal pez, dejé mi vida en segundo término. De cualquier forma, no volvería a vivirla de la misma forma. Belén gritó, iba aferrada al cuero de los asientos, la piel un poco más pálida de lo normal. ¿Qué pasa, Belén?, irrumpió Silvia. Yo sabía que unas centenas de metros adelante la circulación se detenía gracias a una curva pésimamente diseñada, y hacia allá envié mis kilómetros por hora. Levanté la mano derecha y con ella le dije adiós a la chamaca cabrona. Señalé hacia el muégano metálico de autos al frente y simplemente enfilé con más ímpetus. Ella me tocó el hombro y por fin habló con velocidad que competía con el auto: Nada, tía; era una broma; es que nos vinimos pa’ la capital y me inscribí en la escuela del tío Chucho, y me lo encontré y nada más. En sus ojos se leía la súplica para que frenara; una vida joven que deseaba seguir causando estragos con sus faldas cortas y su teléfono móvil; formó una cruz con el pulgar y el índice y los besó en un juramento. ¿Y por eso gritas?, recriminó Silvia con ese tono militar que yo tan bien conocía. Es que el tío maneja re feo, dijo la otra. Bajé la velocidad cuanto pude. Las llantas rechinaron y seguramente dejaron figuras de serpiente sobre el asfalto. El auto casi se sale del carril. ¡Maneja como la gente, con un carajo!, ordenó Silvia acallando la sinfonía de claxonazos. Me enderecé sobre el asiento, respirando con agitación; estuve a punto de hallar la muerte entre láminas y vértigo, y no lo lamentaba. Vaya sorpresa.

En la charla telefónica que siguió entre Silvia, Belén y yo hubo risas. Qué coincidencia, qué alegría. Silvia me encargó mucho a Belén y me dio las gracias por ahorrarle el viaje a sus papás. Se cuidan mucho, dijo antes de colgar.

Ahora Silvia sabía hacia dónde íbamos y no había opción de desviarnos: a la casa de Belén, que de acuerdo a ella se encontraba sola y a nuestra disposición. La sobrina decidió quedarse en la parte de atrás del auto, con los ojos perdidos en el parabrisas, seguramente pensando en lo que estuvo a punto de pasar. Parecía un súcubo pálido, con su celular muerto en la mano izquierda. Yo también decidí callarme en lo que conducía hacia el domicilio que me indicó. No estaba muy seguro de que la cosa terminara allí. Aunque ahora sabíamos de lo que era capaz, ella seguía teniendo la oportunidad de llamar a Silvia cuando le diera la gana. ¿Cómo carajos caí en este embrollo? Gracias a una cena mal digerida. ¿Qué demonios les dan de comer por allá? ¿Cómo es que no supe distinguir a una prima de una sobrina? ¿Por qué no sé convivir como la gente? ¿Por qué el uniforme de la escuela incluía una falda tableada? ¿Cuánto darían otros hombres de mi edad por esa piel y ese cuerpo? ¿Por qué pasó esto justamente en Navidad, cuando el niño Jesús –mi tocayo- da sus regalos a los que se han portado bien? ¿Era ésta mi recompensa a la fidelidad, a alejarme del alcohol y las tentaciones? Dios opera de maneras misteriosas. ¿Quién era yo para negarme a esa confabulación cósmica? Pedí luz divina, una respuesta.

En el fraccionamiento, un guardia salió a mi encuentro. ¿A dónde va?, preguntó. Me volví para pedirle indicaciones a Belén. Ella, dormida sobre el asiento, no contestó. Alargué la mano hacia su hombro, la sacudí levemente, pero no pareció reaccionar. Seguramente la tensión la había noqueado… Los ojos del hombre de seguridad se posaron con codicia sobre las piernas blancas y los ositos, que de nuevo se dejaban ver. Creo que aquí no es, dije, metí primera y giré el volante. La saliva se me espesó como piloncillo para buñuelos, hirviente y dulce. Así me la tragué.~