El baile
Un cuento de Javier Ernesto Contreras /ilustración de Luciana Casales
A SOL CALIENTE voy, buscando la ilusión, se escuchaba a lo lejos la melodía con su ritmo pegajoso. La música inundaba la noche, que caía con fuerza entre las casas de lámina de cartón, iluminadas por los débiles focos de la calle, luz dispersa y discontinua, como huecos amarillentos en la oscuridad.
Los ritmos cumbieros eran de una tardeada. La música tropical era el sonido que reunía a un grupo de jóvenes, mujeres y hombres, a acercarse a los altavoces tipo trompeta, amarrados a postes de madera o a postes grises llenos de cables que llenaban las calles de la colonia recién creada. Al calor de la cumbia, me miraron tus ojos, tu figura danzaba a la orilla del mar.
En ese espacio todos los cables se anidaban en un amplificador decorado con calcomanías, y las dos tornamesas de antes de la era del escratch, estaban a un lado de un cajón de madera lleno de discos de acetato con las fundas todas manoseadas. Abajo, la telaraña de los cables salía de esa caja de sonido para inundar el cielo como tejedora de luz y sonido. Un hombre con un micrófono que parecía un gran cono de helado metálico, enviaba saludos a los asistentes al ruedo.
El ruido melodioso corría en campo abierto a la intemperie de la calle, eran las ocho de la noche. La polvareda había sido amortiguada con unas bandejadas de agua, que como lunares húmedos matizaban el suelo; sólo estaba el color café sucio de la tierra. En algunos espacios se veían charcos más oscuros, que poco a poco, con las pisadas, se convertían en una masa lodosa. Layda, te quiero mucho y por ti sufro, pensando en ti. ¿Cuándo acabará mi sufrimiento? La iluminación consistía en dos potentes lámparas, que mostraban su revuelto giro de serpientes en los postes improvisados de madera, como dos ejes de luz para mostrar el escenario de los bailarines. Afuera, la oscuridad y el terregal. Adentro, la sonoridad del baile y las miradas de conquista, coqueteo y seducción.
Se escuchaba el tronido de las bocinas, a lo lejos más nítido, cerca más estridente y sucio, pero que permitía esperar el Padre nuestro, qué estás en la salsa, Salsificado sea tu nombre. Mientras cada uno de los corros se movían, se hacía y se deshacía la bola de jóvenes, se acomodaban para dar paso al giro de los bailarines, quienes mostraban sincronía en los movimientos, en la novedad de los pasos de baile, en las vueltas de la mujer que caía nuevamente en brazos de la pareja de baile.
Siempre he querido ser otro, ¿quién? Otro, el que sea, pero no ser yo. No me gusta mi yo, ese que camina, come, trabaja a mi lado. Ese que va a la escuela, cuando va, que está conmigo una y otra vez, no me gusta. Siempre he querido ser otro, ¿cuál? Otro, ese otro que no soy yo. Me he imaginado muchas vidas, unas más interesantes que otras. Unas diferentes, otras repetidas hasta la saciedad, igual de aburridas, igual de sosas, pero otras que no sean ésta. Vidas que me saquen de este marasmo de mi existencia, este atorarme en mí y conmigo. Repito, otro que no sea yo.
Afuera del círculo de luz estaba yo, joven e indocumentado. Veía a las mujeres, las miraba participar en el festivo baile de la conquista, del requiebro. Deseando ser ese otro, ese que con valentía se acercaba a una de ellas, le tocaba el hombro, si es que estaba volteada, para pedirle que bailara con él, o solo acercarse, estirar la mano e invitarla, o solo ponerse enfrente de ella y tomarla de la cintura.
Ella gira con una sonrisa y levanta la mano hacia mi hombro, se acerca, voltea a ver a sus amigas y sonríe con nerviosismo. Mientras mi mano se posa en su cintura, la aprieta suavemente, para hacerla girar, y se escucha la descarga musical. ¡Cumbia! ¡Cumbia! Se oye en la lejanía, la cumbia del amor, la cumbia del amor¡ ¡Se oye el ding, dong, de tu corazón y del mío!
El meneo de mis pies es suave, en cierto momento; en otras es rápido, para, sin perder el paso, hacerla dar una vuelta, que sea vistosa. El perfume que emana su cuerpo, me llena las fosas nasales. Me acerco a su pecho y lo rozo, casi con dulzura, cuando con el movimiento de mi brazo la hago girar sobre su eje y la recibo deslizando mi mano otra vez en su cintura, sintiendo la maciza cadera y el balanceo de sus piernas. La fuerza de los pasos, la sonrisa, van perlando de sudor la frente, las mejillas, el pecho, por eso la camisa floreada, abierta, para que mitigue el calorcito del baile y, además me dé ese estilo tan varonil. Mi melena aleonada hace un breve giro, como voluta de humo, a cada compás de nuestros cuerpos; la veo sin mirarla, sólo sintiendo con las manos su cuerpo recién bañado. Soy el centro de las miradas.
Terminan los últimos acordes de la canción, Se ve cómo se separan las parejas, algunas con indiferencia, otras se abrazan y besan, muchas de ellas se sueltan las manos y se esconden entre los corros de amigos. Voy lentamente, poco a poco, recorriendo su espalda. Detengo mi mano en su cintura, ella se deja hacer y se acerca a mi cuerpo. Le susurro muy cerca de la oreja “Te espero en la esquina”. Ella sonríe y sigue caminando, aunque muestra su beneplácito en la vivacidad de su andar rotundo de cebra. Pobrecitos de mis seres queridos… Tú vives tan rodeada de pobreza, no tengas miedo, no tengas vergüenza.
Me miro sonreír y lentamente camino hacia la esquina. Salgo del haz de luz. Mi paso firme y los ojos abiertos y deseantes escrutan entre la sombra el jirón de piel entre los botones de la blusa negra delgada que deja al descubierto el volumen y la forma. La veo parada cerca de un camión de redilas. ¡Dame a beber guarapera, de tu sabroso guarapo, guarapera, guarapera! Mientras los cuerpos se agitan y se agigantan. Ahí parados, cobijados en la oscuridad, los besos son suaves, remolones de los labios, mientras las manos se abren y cierran, se agitan entre las ropas como palomas atrapadas. Ahí mis dedos hurgan, atan y desatan. Mi boca besa y muerde. Quiero bailar, muchachos, la guaracha sabrosona, con una linda muchacha que sepa bailar guaracha. Sé que lo gozas. Mis manos abren un botón y la redondez del pecho se me ofrece como una copa. Mi lengua se convierte en caricia fría y escucho un jadeo, un suspiro, un gemir.
¡Hijo de tu puta madre!, escucho a lo lejos. Miro hacia donde sale el grito, en un extremo de la terragosa pista de baile, y los hombres se separan lentamente de los bailarines, algunos de su pareja y corren a donde estoy con ella. Queda un claro en un costado de la pista, los bailarines dejan caer las manos y caminan como si la cuerda se les hubiera acabado y solo miran el fragor de los cuerpos.
Siento el jalón de greñas y un golpe fuerte en mi costado. Allá por mi tierra hay un caminante, que trae de la sierra café y muy fragante. Me zafo del abrazo y, sin darme cuenta, aviento a la mujer. Volteo y le suelto un madrazo. Mi mano cruje al pegarle en la cara. Trato de soltarme de la mano que sujeta mi cabello, me muevo y empiezo a girar los brazos como aspas y a tirar patadas, algunas de ellas llegan al bulto, se oye el golpe seco, y jadeo. Logro liberarme de la mano que sujeta mi greña y me abalanzo; me impulso y comienzo a danzar sobre las puntas, girando en torno a ese güey, ese puto, que me reclama a cada momento por estarme metiendo con su vieja.
Me tiran una patada, siento el dolor punzante en la pierna, pero no me doblo. Es uno de sus amigos enchamarrados de este cabrón. De un salto me hago a un lado mientras busco el cuerpo de ese ojete para darle otro putazo. Veo al Boa acercarse y comienza a patear al otro puto que me tiro el patadón. Ahí viene el Geras, el Sigue, el Donas, el Rafa, el Tin, el Chivo me están haciendo el paro. ¡Les vaaamos a dar en su madre! ¡Putos de la Suburbia! ¡Ahora sí, hijos de la chingada!, les grito.
El locutor pide calma, casi aullando. Los contrincantes amplían el campo de batalla. La tierra se levanta. Se escuchan los golpes, los bramidos, el trajín de los cuerpos. Cuerpos trenzados, pujidos, ayes de dolor, todo sale de una masa de piernas, de brazos. Me toco el vientre, veo la camisa verde, manchada. La humedad me espanta. Todo ocurre en segundos, caigo y veo, como en cámara lenta, que ese ojete se lleva el cuchillo al pantalón, lo limpia y echa a correr. Miro mis manos llenas de sangre y trato de cerrar el hueco de la cuchillada. La música cesa de golpe.~
Me gustó mucho, muy bien escrito, me dio mucha tristeza el final.
pero hasta ese fin me gustó.
Gracias por compartirlo
Gracias por la lectura
Muy bien narrado, me hizo remontar a mi primera juventud… Recordar a la banda en las tardeadas.