¿Dónde vivís?

Un cuento de Yves Tenret / traducción Cristina R. del Amo

 

 

 

—¿DÓNDE VIVÍS?

Ulysse se había puesto a la salida de Mónaco, dominando el mar, allí donde los policías, en uniforme o de civil, eran más escasos. Mientras sonreía burlón al paso de las prostitutas ucranianas y caminaba de espaldas con el pulgar levantado, tenía la sensación de que, en ese lugar, jamás nadie lo recogería. Efectivamente, la espera había sido larga, y declinaba ya el día cuando una furgoneta blanca paró finalmente a su altura.

En el habitáculo había dos hombres; uno viejo y, al volante, otro la mitad de viejo. Fue el más viejo quien lo interpeló con un:

—¿A dónde vas?

—A París.

—¡Ah! Tenés suerte, nosotros también. ¡Dale, subí!

Cuando estuvieron cerca de Grasse, el viejo le preguntó su edad, él respondió 19 años, y como la pregunta parecía haber saciado su curiosidad, la cosa se quedó ahí. Luego, durante un buen rato, sus anfitriones hablaron entre ellos en español. El viejo parecía preocupado. Como Ulysse no entendía su idioma, se puso a mirar el mar que, ¡oh, fiel cliché!, centelleaba bajo los últimos rayos del sol. No volvieron a dirigirle la palabra hasta que una de las señales indicaba Aix.

Entablaron una conversación y comprendió que volvían de un lugar llamado el Foro Grimaldi, un gran edificio que debía de estar a orillas del mar, en la costa monegasca; edificio en el que habían instalado una exposición de esculturas, pinturas, móviles y otros chismes más difíciles de identificar, todo ello realizado por el viejo, que al parecer era un artista muy conocido.

Tras dudar un instante, Ulysse les confesó que no tenía ni idea del lugar del que le estaban hablando.

—Pero, aunque no hayas entrado, al menos lo habrás visto, ¿no? De todos los que están a orillas del mar, el Foro Grimaldi es el más grande.

—No. No, no lo he visto para nada. Lo siento, pero mi colega Arthur y yo nunca hemos andado por ahí.

—Ah, ¿no? ¿Entonces qué hacían todos los días?

Dudó largamente antes de responderles, hizo una mueca y terminó por decirles:

—Nos pasábamos las noches dando la vuelta al día en veinticuatro mundos.

Calló, bajó la cabeza y prosiguió:

—No se imaginan la cantidad de universos que hay. Es increíble. Bueno, vale, hay que tener recursos, pero, en su cuarto, Arthur tiene un Mac con dos pantallas supergigantes de 27 pulgadas cada una. Además, siempre estábamos solos. Su tía se pasa la vida en la tienda, nunca estaba…

Durante una fracción de segundo, los extranjeros se preguntaron si el chaval se estaba burlando de ellos pero, con su pelo rizo y sus finas manos, parecía tan frágil que dicha hipótesis no parecía muy creíble. No tenía nada de hosco ni de histérico. Estaba apenas un poco crispado; no tímido, más bien intimidado, y ellos, que vivían en familia, en un clan muy amplio y organizado en unidades de producción, sabían que siempre, en todas partes y en todas las épocas, los adolescentes varones se comportaban así, con los pudores propios de su edad.

Con un destello de malicia en el rabillo del ojo, el viejo le dijo:

—¿Sabés que, al contrario que nosotros, los árboles se visten en verano y se desvisten en invierno?

Ulysse miraba fijamente sus rodillas. Menuda mierda de chiste, pensó. Hacer autoestop, vale, por qué no, pero esos tíos le daban mal rollo. Ahora, por ejemplo, ¿debía reírse, decir algo?

—¿Cómo te llamás?

—Ulysse.

—¿Dónde vivís?

—En París, en el trece.

El adolescente no solía fraternizar con gente a la que no conocía. No rechazaba a nadie, pero se mostraba desconfiado y, por el momento, le parecía que esos tipos estaban demasiado tranquilos, demasiado seguros de sí mismos, y eso no le parecía normal. Su cuenta bancaria le permitía un descubierto de 600 euros, así que estaba en condiciones de encontrar a alguien con quien compartir coche en lugar de hacer autoestop. Agarró con fuerza el Smartphone que tenía en el bolsillo. Era un iPhone 6 cuya presencia le tranquilizó. El viejo hablaba, pero él no le escuchaba, pensaba en otra cosa. En un momento determinado, tuvo la impresión de que las palabras que oía bailaban ante él. Se había fundido el dinero en hierba y maría. Su colega y él habían fumado un montón ¡y ahora le costaba la de Dios mantener los ojos abiertos!

En la radio, Neil Young cantaba en sordina Tonight’s the Night.

Ante la gente que vibraba, Ulysse sabía comportarse. Su padre vibraba, su madre vibraba, su hermana vibraba, en su casa, donde vivían, todos vibraban y cada cual tenía su territorio y se guardaba bien de invadir el de los demás.

¿Cuál era el territorio de esos tipos? ¿Cuál era su música? ¿Cuál era su tempo?

—¿Qué querés ser?

—Dictador.

—¡Andá!

—Sí, dictador, pero no de un país grande, eso son demasiadas historias. No, autócrata de algún rincón poco poblado, tranquilo y sin importancia, de una franja de territorio a orillas del mar, como era, por ejemplo, la Libia de Mouammar Kadhafi en 1969.

Soltaba esas sandeces tan serio, que el viejo entrecerró los ojos. Algo no pegaba en lo que contaba ese pequeño fanfarrón, como una abstracción rojo encendido colocada, de forma desafortunada, al lado de un concepto verde Granny Smith.

Se hizo el silencio. Luego, los dos se pusieron a charlar entre ellos en su lengua de más allá de los Pirineos.

Aunque se negaba a admitirlo, Ulysse estaba intrigado y los miraba por el rabillo del ojo. Le pareció que había algo en el viejo que despertaba el respeto y la simpatía. Decidió que, de ahora en adelante, pensaría en él poniéndole una mayúscula a Viejo. A la vista de sus perfiles casi idénticos, no tardó en comprender que el otro, el que conducía, era y no podía ser otro que el Hijo. Decidió pues tirarse al agua y farfulló:

—¿Son españoles?

—No, somos argentinos.

—¡Ah, sí! ¡Genial! Son de un gran país, ¡mucho mas grande que Francia! En superficie, quiero decir. Descienden de los Incas, ¿no?

—¡No!—rió el Hijo—. Los mexicanos descienden de los aztecas, los peruanos de los incas y los argentinos del barco…

Ulysse no captó el sentido del humor.

—Es el país de Diego Maradona, ¿verdad? En fin… Dictador, eh… Al menos el caudillo Franco aguantó 35 años… En fin, lo que quiero decir es que Perón, como dictador…

—Sí, sí. ¡Evita, el general Ongana, Videla, la Junta! Lo sabemos, lo sabemos. Vengo de un país que vivió mucho tiempo bajo una dictadura y en el que se torturaba a la gente, gruñó el Viejo. ¡No tiene gracia! ¿Sabés?

—¿Por eso vinieron a Francia?

—No, no, nada que ver. Si vine aquí es porque es el país de mi abuelo.

El chaval no comentó esta revelación. No enseguida… Callaron un instante y luego, de pronto, como si hubiera tenido una visión, murmuró:

—Ah, sí, el Muro de los Federados…

La salida no tuvo reacción y, poco después, el joven se quedó dormido. Cuando se despertó, estaban ya a la entrada de Valence. El Viejo le sonreía y lo miraba con benevolencia. Le dijo:

—¿No te da miedo viajar así de noche?

El chaval no respondió, pero el Viejo sintió que todos los monstruos que habitaban la imaginación del crío luchaban por invadir el estrecho habitáculo de la camioneta. ¡El horrible pueblo de la noche! ¡La mirada del jaguar!

Ulysse veía a su padre levantarse acabada la cena y decir con su sempiterna socarronería, de la que hacía gala siempre con los más íntimos:

—Bueno, voy a ver si ensucio la vajilla…

Queriendo ser amable, buscó algo que contar y terminó por farfullar, de forma casi inaudible:

—¿Instaló la exposición usted mismo?

—No. En ese tipo de lugares sobra personal. Nosotros supervisamos, elegimos las salas donde se expondrán las obras y ajustamos las luces.

—¿De qué estilo es lo que hace?

—¡Luminocinética! Trabajo con la luz.

¡La luz! Ulysse puso mala cara y se encogió de hombros.

Como si leyera sus pensamientos y naufragara en sus dudas, el Viejo le dijo:

—Sí, sí, ya veo. ¡Creés que sos diferente! A tu edad, yo también creía que era diferente, y de los 19 a los 24 años viví en la bohemia, en la marginalidad, yendo de una ciudad a otra sin dar señales de vida a los míos y juntándome con revolucionarios de todos los pelajes. No estaba mal, pero no era para mí. No quería pasarme la vida versiando, calentándome por cualquier cosa y sobreviviendo miserablemente (y) parasitando a los demás.

Ulysse sintió que se ruborizaba. Escondió la cara entre las manos. Pertenecer a una familia de pequeños burgueses le resultaba totalmente intolerable.

El Hijo dijo:

—Ningún hombre puede bañarse dos veces en el mismo río.

El Viejo le preguntó:

—¿Por qué lo decís? ¿Creés que va a llover?

El hijo respondió:

—No sé. Parece que el tiempo se lo está pensando.

El Viejo retomó sus palabras:

—Cuando me harté de mi romanticismo, encontré un laburo de vigilante en un teatro y me presenté como candidato a Bellas Artes. ¡Varias veces! Dos, en todo caso. Hasta que me tomaron. En la vida, cuando querés algo, tenés que perseverar. Y en 1955, conocí a Martha…

Se callaron y cada cual volvió a sumirse en sus pensamientos. Al cabo de un rato, la necesidad de continuar se hizo imperiosa y el hilo de la larga historia del viejo comenzó a desarrollarse.

—Cuando yo era joven, como lo sos vos hoy, a los 16, 17, quizás 18, todos los sábados y domingos iba a orillas del río a tomar sol, hacer gimnasia, gimnasia sueca, ya sabés, correr, bañarme y, en un determinado momento, de forma totalmente natural, la gente se organizaba en un rincón de la playa —era una gran playa que a veces quedaba sumergida bajo el agua—, y se ponía a debatir. Había todo tipo de gente, ¿viste?, pero yo, durante todo el verano, me limité a escuchar. Pasaron uno, dos, tres veranos así: venían marxistas, anarquistas, marineros que trabajaban en los cargueros durante seis meses y que pasaban allí los otros seis meses con dinero, sin nada que hacer, descansando; también había panaderos que traían facturas, quienes hablaban de materialismo dialéctico y quienes no estaban de acuerdo; a menudo, los debates derivaban en cuestiones personales, como si vivíamos en familia… Corrían los años 40, ¿viste? Yo escuchaba y, al mismo tiempo, nadábamos, hacíamos gimnasia y jugábamos, hasta que nos reuníamos todos alrededor del fuego para calentar agua. Así es como empecé a debatir, de un modo totalmente natural, con personas mayores que yo. El hecho de que nos reuniéramos para nadar, jugar, tomar un poco el sol y el aire, simplificaba las relaciones. Pero también había otros jóvenes un poco más lejos que hacían musculación y cuyo objetivo era convertirse en Míster Universo, participar en competiciones de culturismo y de bodybuilding.

Hizo una pausa, dudó y prosiguió:

—Cuando era estudiante, tendría unos 23 o 24 años, en nuestro pequeño entorno de Buenos Aires hicimos una especie de revolución dentro de la escuela de Bellas Artes. Fue entonces cuando todas las cosas que había oído y asimilado a mis 16, 17 años, volvieron. No sabía que era capaz de desarrollar una idea, ¿viste? En las primeras asambleas, escuchaba las opiniones de las diferentes personas, de otros estudiantes, y lograba encontrar la solución. Estaba sorprendido conmigo mismo. Un día que estaba diciéndole a alguien que estaba a mi lado, «solo tenés que decir esto y lo otro, quizás sea la solución», este me respondió: «no, no, decilo vos. A mí me da vergüenza…» En las reuniones al lado del río, nunca había abierto la boca. Para mí, todo el mundo era inteligente, dinámico, mejor que yo, y creía que a nadie le interesaría lo que pudiera decir. Y mirá vos que ahora ponía en práctica lo que había oído a orillas del río, en Mendoza. ¡Incluso logramos echar a los directores de tres escuelas de la ciudad!

A partir de ese momento, nosotros clasificábamos a los profes, organizábamos las jornadas de puertas abiertas y decidíamos lo que íbamos o no a estudiar. Fraternizábamos con jóvenes artistas de vanguardia, nos manifestábamos y pasábamos las noches en comisaría…

Por desgracia, para todo lo demás, no estábamos preparados.

—¿Por qué no estaban preparados, si habían logrado tomar el poder de las escuelas? —preguntó desconcertado Ulysse.

—Todavía teníamos que deshacernos de un persistente poso de provincialismo, y no tardamos mucho en comprender que no podíamos quedarnos en Buenos Aires, y que si queríamos conocer la gloria y la fortuna, subirnos al tren del arte moderno, ¡teníamos que venir a París!

—¿De verdad quería conocer la gloria y la fortuna?

—No, no, era un chiste. Son frases hechas, ¿sabés? Yo quería dedicarme al arte, revolucionarlo todo, transformar el mundo. Sí, sí, cambiar la forma en que la gente concebía el arte.

—Y Después, ¿se arrepintió alguna vez de no haberse quedado en Mendoza?

—Mendoza fueron los intensos años de mi infancia, la ternura de mi madre y la condición de obrero de mi padre, la Cordillera de los Andes y la maestra de escuela que cambió mi vida, todo mi destino, al aconsejar a mi madre que me orientase hacia el dibujo. Mi hermana, mi hermano, nuestras risas. El pañuelo que llevo es una reminiscencia del que llevaba mi padre, ferroviario, para protegerse del hollín que escupía la caldera de la locomotora.

En ese momento, Ulysse comprendió al fin a quién le había recordado el Viejo desde el primer momento en que lo vio. Sí, el pañuelo, el mono, la gorra sobre el salpicadero, todo le recordaba al héroe favorito de su infancia: ¡Super Mario! Doscientos sesenta y dos millones de ejemplares vendidos en todo el mundo. La serie de videojuegos más famosa de todos los tiempos. De ahí que de entrada se dijera: respect, hombre! A Ulysse no le costaba nada imaginar al hombre a cuyo lado estaba sentado, irónico y mordaz, no artista con una «a» mayúscula, sino obrero de la indagación plástica, con su mono azul en un taller superespacioso, luminoso y desprovisto de todo romanticismo y de toda melancolía. ¡Una unidad de producción! Un hombre navegando entre los extremos de las exigencias socioprofesionales, ocupando plenamente el terreno, sin fanfarronería ni falsa modestia.

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Cristina R. del Amo nace en Vigo (1978). Licenciada en Traducción e Interpretación (Universidad de Vigo) y asistente de dirección para cine (SICA, Buenos Aires), trabaja como traductora y subtituladora autónoma desde hace más de una década. Fotógrafa aficionada, estudia violonchelo en el Conservatoire de Musique et de Danse du Tarn (Francia), donde reside actualmente.

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