Dices que quieres una revolución

Un cuento de dictaduras, guerrilleros y distopías, de Bernardo Monroy/ ilustración de Agustín “Grillo” Vega.

 

Miren, este país está dirigido por una pandilla de burócratas idiotas.
De hecho, tienes que ser un perfecto idiota para ser un burócrata.
—Koushun Takami, “Battle Royale

1. La guerra es la paz

EL DÍA QUE decidí trabajar para la dictadura más terrible en la historia de México desayuné café negro y una dona rellena de cajeta.

Mientras caminaba al trabajo un militar violaba a una niña de siete años. Saludé cortésmente al oficial y le deseé mucho éxito en la culminación de su orgasmo. En otro momento de mi vida habría impedido el acto, pero decidí pasar a formar parte del sistema: convertirme en un engrane más de la maquinaria del gobierno. Me gustaría decir que «me pasé al lado oscuro de la fuerza», pero en realidad estoy en el lado gris. Sí. Gris. Porque era un burócrata gris y sin esencia ni personalidad.

Tomé el metro rumbo a las oficinas del Fondo Editorial del Partido, y en el camino me topé con un hombre –quiero pensar que era un hombre– con tres ojos, boca del tamaño y forma de un rollo de papel de baño y diez manos emergiendo de diferentes partes de su cuerpo. Era un error genético más de los laboratorios de la Comisión de Ciencia, que hacían todo menos ciencia… en realidad experimentan con vagabundos y opositores al régimen. Tan solo eran burócratas holgazanes que realizan millones de acciones para que el país quede estancado y la dictadura se prolongue ad infinitm. Eran tantos que para la sociedad se volvió habitual no solo convivir con ellos, sino convertirse en ellos.

En cuanto llegué al Ajusco, donde se encuentran las oficinas centrales de mi nuevo trabajo, contemplé una imagen de diez metros de un enano con sonrisa torcida, orejas de elefante y ojos miopes. «EL OMNISCIENTE ESTÁ EN TODOS LADOS», se lee a los pies del enano, quien es nuestro amado dictador.

—Esa frase es un pleonasmo, está mal —le digo a un militar, y lo primero que hace es apuntarme con su rifle.
—Bueno, entonces no: es de Shakespeare la pinche frase, pues.

Las oficinas son realmente imponentes, aunque el personal sea una parvada acefálica. En la recepción, había un televisor que reproducía Una pantalla un fusilamiento en vivo, y una voz en off proclamaba:

—El último enemigo del régimen está siendo fusilado después de los trámites correspondientes…

Llegué a mi oficina y no hice absolutamente nada hasta la llegada de mi jefa, Alejandra Chávez. Una mujer tan obesa que necesitaba comer diez bolas de boliche para estar satisfecha. Me han advertido no comentar nada respecto a su sobrepeso. Está hecha una cerda porque un tratamiento genético para adelgazar salió mal y pues… engordó más. Y todo por un error burocrático. Después de dos horas me recibe, pues es necesario firmar diferentes memorándums.

—Eric —dijo, mientras comía galletas con cajeta y crema chantilly—. Bienvenido al Fondo Editorial del Partido. Supongo que conoces su historia y del país.

Claro que la conocía: durante la tercera década del siglo XXI, los tres partidos de México se fusionaron para convertirse en uno solo. Adorador de la Virgen de Guadalupe y  metido hasta la coronilla en el narcotráfico, se convirtió en el Gran Dictador, conocido como El Omisciente. Decidió reorganizar todas las dependencias, organismos descentralizados y fideicomisos del país, transformándolas en sistemas hiperburocratizados. No era posible ni tener acceso a internet o ir de compras si antes no te firmaban diez documentos y esperabas respuesta de la autoridad correspondiente. Pero eso no era lo peor: lo verdaderamente monstruoso era la brutalidad del ejército, el abuso policial y la apatía e ignorancia de la gente. No me asombraba, pues el gobierno se dedicaba a todo menos a hacer su trabajo… de hecho, hacían todo lo opuesto: la Comisión de Derechos Humanos abusaba de los derechos, el Sistema de Educación tenía escuelas pero también campos de concentración donde enviaban a adolescentes que cuestionaran el régimen y el Fondo Editorial publicaba libros que promovieran los ideales del gobierno. Claro que conocía la historia del Fondo y del país, maldita gorda de mierda. El trabajo en el que ahora me encontraba era un muégano de nepotismo y malos manejos.

—Claro que lo conozco, licenciada.
—Entonces —dijo, con una pasmosa soberbia, mientras se llevaba un puñado de galletas con cajeta y crema chantilly a la boca—. Comprenderás que nuestro objetivo no es promover la cultura y la literatura, sino seguir procesos que favorezcan al gobierno. Cuando el Fondo fue fundado, antes del ascenso del Omnisciente, marcó una pauta en el mundo editorial de este país. Publicó obras de autores marxistas, y fue un parteaguas para la literatura mexicana… ahora  publica memorias de militares y políticos y censura todo lo que atente contra el gobierno… los opositores dicen que desde hace tiempo el Fondo no ha caído bajo, sino que está en el sótano…
—De hecho dicen que está en el último del último círculo del infierno… abajo del culo de Satán.
—Sí… eso dicen. Pero sabemos que están equivocados. Por eso los fusilan— Soltó una carcajada que me recordó al cacareo de una gallina—. Y dime, Eric… tengo entendido que fuiste profesor antes de trabajar aquí. ¿Cómo eran tus clases antes de trabajar aquí?

Mis clases eran incendiarias. Me dedicaba a fomentar la rebelión entre mis estudiantes y usar cuentos de ciencia ficción como disfraz para mis ideales.

—Las raíces de la palabra distopía significan «mal lugar», de dis y topos —le decía a mis alumnos—. Se trata de historias de ciencia ficción que se ubican en un futuro desfavorable, terrible, represor, fascista y oscuro. Dominado por un gobierno cruel que no respeta las garantías individuales, y por lo general usa la tecnología para aplastar al pueblo. John Joseph Adams, el antologador más importante de cuentos de distopías, señala que una distopía lo es de acuerdo con el punto de vista de cada quien… la clase política dominante nunca verá a un gobierno como distópico, obviamente. La literatura nos ha dado grandes novelas distópicas, como 1984, Fahrenheit 451 y Un mundo feliz, pero también ha dado excelentes cuentos cortos.

En ese momento un muchacho delgado de cabello negro enmarañado levantó la mano.

—¿Sí, Arturo? ¿Tienes una pregunta?
—Oiga profe… ¿Usted considera que nuestro gobierno actual es una distopía? ¿Cómo Los Juegos del Hambre o Battle Royale?

Y era cuando sonreía. Cuando comenzaba a hablarles sobre como el país se lo llevó la mierda, y fue controlado por un grupo de burócratas holgazanes (como la gorda que tenía frente a mí) y un dictador que necesitaba un banco para lamerle el chocho a Pitufina. Arturo se convertiría en mi alumno consentido, en el muchacho de quien más orgulloso me he sentido.

—Mis clases fomentaban el amor a la patria.
—Gracias —dijo Alejandra, y con un gesto de desprecio de su mano izquierda me ordenó retirarme. Con la otra mano se llevó a su corrupta boca otra galleta.

Me dirigí a mi cubículo a trabajar, lo cual era un decir. Mi labor diaria consistía en corregir la ortografía y sintaxis de los folletos propagandísticos del gobierno, así como las memorias de los militares y políticos de alto rango. Era una tarea ardua, pues esos idiotas escribían «sol» con faltas de ortografía. En el cubículo a mi derecha se encontraban Rocío Fierro y Jessica González, las encargadas del departamento de desinformación cultural. Las dos se la pasaban secretándose entre sí y señalándome mientras se reían, después, se dedicaban a su trabajo: buscar nombres de intelectuales que atentaran contra el gobierno para enviar sus datos al ejército. El resto del día hacía absolutamente nada.

Pero ellas no eran lo peor: lo que me aterraba era el director del Fondo: Miguel Hurtado era una inteligencia artificial que se filtraba en todas y cada una de las computadoras. Al ser un software pensante no se le pagaba. Además que al estar conectado a la red espiaba empleados subversivos. Entre quienes yo no me encontraba… ya no quería ser un líder rojo, sino más bien un sirviente gris.

2. La libertad es la esclavitud

Mi primer mes como empleado del Fondo Editorial no fue, de ningún modo, un infierno. El infierno podrá ser un lugar de tormento eterno, pero no aburrido.

Mi trabajo era asquerosamente monótono. Nula pasión. Trabajar para el gobierno equivalía a perder la esperanza. Aunque se trataba de cuestiones editoriales, la literatura no existía. La estructura burocrática era tan inmensa, que resultaba imposible realizar un cambio, por muy pequeño que este fuese. Era un mundo sin sentimientos, sin emociones, que mostraba una actitud fanática al gobierno.  Esporádicamente el rostro del director aparecía en mi computadora en cualquier momento y me ordenaba trabajar, aunque no hubiera nada que hacer, ya que la holgazanería mientras te firman un memorándum es parte esencial del trabajo burocrático.

El Fondo Editorial era un poderoso aparato propagandístico del gobierno. Tomaba a una analfabeta funcional que sólo conocía a los autores publicados por su lugar de trabajo como Jessica y la convertía en escritora y promotora cultural, para hacer cualquier otra cosa que no fuese escribir… Pues quien escribía era yo. Y no se trataba de cuentos o novelas, sino de revisar la obra de idiotas que abusaban de ripios como «bellas verdes veredas». Mi vida era una absoluta mierda.

Lo más deprimente era que me había vuelto una herramienta del régimen. Que mi presencia misma servía para que el poder se emborrachara con más y más poder. Mi frustración era tal que mi mayor acto de maldad era robar el papel higiénico del baño de la oficina y susurrar para mí:

—Al menos que me pague el papel el pinche gobierno.

Mi jornada laboral concluía a las 6:30. Salía del Ajusco rumbo a mi departamento en la Colonia Portales, y siempre me topaba con militares abusando de algún civil (entiéndase toda la gama de abusos imaginables, desde picada de ombligo con el dedo índice hasta penetración anal con una bayoneta). Por toda la ciudad veía asquerosas masas amorfas de carne humana, con dedos de los pies en la frente, cinco cabezas, agujeros por todo el pecho u ojos cubriendo toda su espalda. Las creaciones de los científicos locos del Ministerio de Ciencia te hacían vomitar. Me asomaba a la ventana de mi departamento y veía carteles y anuncios espectaculares que mostraban la imagen del dictador, con su «omnisciente» letrero: «EL OMNISCIENTE ESTÁ EN TODOS LADOS».

Los burócratas tenemos tiempo de sobra mientras los superiores nos firman las autorizaciones, de modo que tenía tiempo de sobra para mirar por la ventana de mi cubículo, que daba a la calle. Podía ver muchos militares, pero también hombres, mujeres, niños, familias… y las deformes aberraciones diseñadas por los desequilibrados que se autonombraban científicos.

Uno de ellos era calvo, gordo y tenía demasiada grasa. De hecho, era una bola  de ella. Deambulaba por la calle y emitía quejidos que se escuchaban hasta mi oficina.

Los rumores sobre el origen de esas cosas eran diversas: había quienes decían que fueron seres humanos. Otros aseguraban que eran la mejor justificación del presupuesto federal. Como el Omnisciente no gastaba un solo centavo en medicamentos para personas con diabetes, VIH o cáncer, prefería derrochar millones de pesos en fabricar unas cosas que no servirían para otra cosa salvo vagar por la calle. Esas aberraciones eran, sin duda, el mejor ejemplo de la burocracia y los gastos tirados a la basura. En lo personal, para mi eran la metáfora perfecta de todas las personas que no se atrevían a oponerse al gobierno. Esas cosas eran los eternos esclavos. Eran los judíos que delataban a los suyos ante los nazis. Eran los negros que fungían como capataces y azotaban a otros negros al calor de las plantaciones en Nueva Orleans. Eran el típico niño chismoso que delata a sus compañeros, y que los profesores odiamos. Para otra cosa no servían más que para ser una metáfora de asco, lástima y desprecio.

Un militar se acercó al error genético y le ató el cuello con una cuerda y lo llevó al interior de las oficinas del Fondo Editorial. Para mi sorpresa, lo condujo a la oficina de Alejandra. El militar tocó la puerta y alcancé a escuchar:

—Licenciada, lo que nos pidió para satisfacer…

Media hora después, escuchaba jadeos apasionados de mi jefa y del monstruo.

«Definitivamente esta vieja está loca», pensé. «Por no mencionar sus hábitos sexuales tan poco… ortodoxos».

Por las noches revisaba mi equipo que algún día reutilizaría. Era entre arsenal y herramientas de todo profesor: mi tiza, mis libros de texto… y una confiable AK-47, mis automáticas, mis cocteles molotov y fotocopias de los cuentos cortos sobre distopías escritos por autores famosos de ciencia ficción. También se encontraba mi fotografía con Arturo, cuando nos la tomamos después de poner una bomba en aquella caseta de vigilancia de militares. La foto era a su manera, bastante tierna: tres cadáveres vestidos de verde oliva en el suelo, llamas y escombros a su alrededor, y nosotros sonriendo como maestro y alumno que se han convertido en grandes amigos.

El pasado me golpeó como el uppercut de un boxeador profesional…

3. La ignorancia es la fuerza

Ser profesor con ideas liberales en un régimen fascista es uno de los trabajos más satisfactorios que existen…

Después de graduarme en Letras, conseguí trabajo como maestro de Literatura en preparatorias del régimen. Por supuesto, todo era una pantalla para promover mis ideales: como todo Winston Smith, Montag o Bernard Marx. El rock y la literatura de evasión estaban prohibidos por el Omnisciente, pero podías conseguirlas en el mercado negro. Saltaba de una preparatoria a otra como un niño lo hace sobre las rocas de un riachuelo, enseñando a los alumnos a respetar sus derechos y a defenderse del ejército. En la «Preparatoria Consuelo Sáizar» fue cuando mi vida dio un giro, pues conocí a Arturo. Era un muchacho rebosante de dos cosas: odio e inteligencia. Sus padres murieron en una manifestación contra el gobierno, de modo que vivía para aborrecer a los militares. Lo conocí en una clase. Era el clásico bufón del salón, pero también era el más aplicado. Pocas veces un maestro encuentra ese garbanzo de libra, la fusión del matadito y el desmadroso.

—La clase pasada les expliqué lo que es una distopía. Hoy repartí fotocopias de los principales cuentos cortos de ciencia ficción que profundizan en el género de la distopía: de gobiernos totalitarios, de represión y de un personaje que busca rebelarse. Quizá el primer cuento distópico fue The Lottery, de Shirley Jackson. Trata sobre un pueblo donde cada año al azar se elige a una persona en una lotería, y es apedreada para calmar la ira y el rencor de la gente. En el cuento una anciana muere y…
—¿O sea que es como Los Juegos del Hambre pero sin las chichotas de Jennifer Lawrence?
—Sí, Arturo. Así es —dije, ignorando las carcajadas del aula—. Otro de los cuentos más destacados con el tema de distopías es The pedestrian, de Ray Bradbury, que habla de una sociedad tan tecnologizada donde un hombre que sale a caminar por la noche es visto como un posible criminal. Billeium de J.G. Ballard cuenta la historia de un gobierno que decide incluso los kilómetros, metros y centímetros que ocupará la gente. Caught in the organ draft de Robert Silverberg es una crítica al servicio militar y el reclutamiento forzoso, donde los soldados no son dueños ni de sus órganos. Minority Report de Philip K. Dick describe un mundo donde existe una policía llamada Precrimen, que descubre los asesinatos antes de que sean cometidos… y claro, se trata de un sistema fascistoide. Geriatric Ward, de Orson Scott Card, narra un mundo donde los ancianos deben morir porque afean el paisaje a los jóvenes. Pero uno de mis favoritos es «Repent, Harlequin!» Said the Ticktockman, de Harllan Ellison, a mi parecer el mejor cuento corto de distopías jamás escrito y publicado. Trata de un gobierno que controla cada segundo de la gente. Un mundo burocratizado donde todo está medido. El dictador se le conoce burlonamente como El Señor Tic Tac. Nadie osa cuestionarlo, hasta que llega un hombre disfrazado como Arlequín a armar un desmadre que pone en jaque el gobierno. Tal vez muchos de ustedes no lo sepan, pero el cuento inspiró las películas V de Venganza e In Time.
—Oiga Profe pero esas películas están prohibidas. ¿O apoco nos está diciendo que mandemos al gobierno a la verga y las veamos? —comentó Arturo—. Con el gusto que le da cuando lo mandamos para allá, que hasta se va corriendo.

De nuevo, una serie de carcajadas. Concluí la clase pidiendo un reporte de lectura de todos los cuentos citados. Arturo esperó a que todos sus compañeros salieran y se dirigió a mí. Habló sin rodeos:

—Yo digo que nos unamos para derrocar a este puto gobierno.

A partir de ese momento dejamos de ser alumno y maestro y nos volvimos amigos. No importaba que yo tuviera treinta años y el dieciséis. En el mercado negro compramos armas y bombas que dejábamos en lugares del ejército. Nos gustaba dejar muñecos de plástico de arlequines, o grafitear muros parodiando la frase del partido de 1984 de Orwell: «LA GUERRA ES LA PAZ, LA LIBERTAD ES LA ESCLAVITUD, LA IGNORANCIA ES LA FUERZA. EL GRAN ENANO TE VIGILA».

—¿Qué no era el Gran Hermano? —decía una mujer que leía el grafiti.
—Sí, pero este es enano… el pinche enano del Omnisciente.

Entre las canciones que escuchábamos eran las clásicas de rebeliones de los Rolling Stones y The Beatles: Street fighiting man y Revolution. Aunque en eso no nos poníamos nunca de acuerdo. Yo prefería a Lennon y Arturo a Jagger.

—Es que usted es ñoño, profe.

Nuestro vínculo se hizo cada vez más estrecho. Antes de conocerlo yo era un soltero que buscaba prostitutas y no quería un vínculo con ninguna mujer y Arturo me obedecía no porque yo fuera su maestro, sino por la confianza, aunque sabía que su vida peligraba. En cualquier momento podía ser enviado a un campo de reeducación. Inspirados en los laogais chinos, eran campos de concentración disfrazados de internados, donde se torturaba a los muchachos que se atrevieran a cuestionar al régimen para curarlos de su desviación ideológica, como decía Takami.

—A mí me vale una chingada terminar en uno de esos lugares —me decía Arturo—. Yo lo que quiero es chingarme al puto gobierno. Esos cabrones mataron a mis jefes a balazos. Que nos hagan lo que nos tengan que hacer.

En caso de emergencia, habíamos ideado un «Plan B»: la única ventaja de vivir en un gobierno totalmente burocratizado, era que si uno conocía bien su estructura podía falsificar papeles y conseguir uno que otro lujo. No solo la estúpida de mi jefa, sino cualquier ciudadano o político, era incapaz de mover su culo del asiento si antes no recibía un memorándum firmado por la autoridad correspondiente. De esa forma, si uno enviaba cientos de papeles, podía falsificar u obtener cosas. Claro: se requería cierto grado de inteligencia, pero afortunadamente Arturo tenía coeficiente de genio. En caso de ser descubiertos, él se haría pasar por mi hijo y yo por empleado del gobierno. Dejaríamos documentación –kilos de ella, por cierto– y me convertiría en un gris empleaducho hasta que la situación se apagara en caso de incendiarse.

El problema fue que capturaron a Arturo.

Todo sucedió por un estúpido error insignificante. Como todo en un mundo dominado por la burocracia. Una pequeñez, una menudencia en la que no reparamos.

No éramos revolucionarios: nos habíamos convertido en auténticos terroristas. Pasamos de pintar bardas a disparar a militares y acuchillar burócratas cuando salían de su trabajo. ¿Nos sentíamos culpables? No. ¿Creíamos que íbamos a cambiar algo? No. ¿Nos divertíamos? Sí. Y bastante. Una noche encontramos a dos militares charlando afuera de una cantina. Eran alrededor de las doce de la noche. Desde mi coche, estacionado en la esquina, le disparamos al primero. Su cuerpo cayó al suelo de golpe y su compañero corrió a atenderlo. El soldado miró a todos lados y nos identificó, y fue cuando arranqué. Todo fue instantáneo. No pude avanzar más de diez metros. Chocamos con un cuerpo que atravesaba la calle.

Era uno de esos errores genéticos. Tenía la cabeza de un niño y la de un anciano y caminaba en ocho pies. Una mano con dedos de cuarenta centímetros sobresalía de su espalda. La buena noticia para él fue que ya no sufriría esa vida  deplorable. La mala para nosotros fue que  tuvimos que salir del coche. Alcancé a correr, dejando el cuerpo del monstruo creado genéticamente en el suelo. Desafortunadamente Arturo no tuvo la misma suerte. El soldado le hizo una llave y lo último que vi fue su maraña de cabellos negros y su cuerpo famélico tirado en el suelo, mientras le golpeaban la nuca con una culata.

Dejé el coche estacionado y corrí a mi departamento. Pasé en vilo toda la noche y creo que vomité hasta el páncreas a causa de los nervios. Al día siguiente puse en marcha el «Plan B». Comenzó mi nuevo trabajo en la maraña burocrática del gobierno.

Desde un principio supimos que no podríamos cambiar nada. Que nuestra «rebelión» e ínfimos actos de terrorismo no derrocarían al gobierno. En un mundo burocratizado, nuestras actividades no eran mi un mando medio de confianza. Imaginar las torturas que le aplicarían a Arturo me hacían sentir miserable.

Oh… pero los cuentos distópicos de ciencia ficción no acaban así.

4. El gran hermano te vigila

Uno de los mecano escritos que corregí se titulaba «Los campos de reeducación: un sistema de disciplina». Obra de un idiota que se encargaba de administrar los campos. Tenía toda la información necesaria.

Decidí que sería mi último día en el Fondo Editorial, así que por la mañana preparé mi encendedor y tres botellas de «Coca-cola»…Lo primero que hice fue encender la computadora e introducir mi memoria USB con el archivo MP3 de los grandes hits de The Beatles. Comenzó a sonar Revolution. En cuestión de segundos apareció la imagen del Director Hurtado en mi pantalla prohibiéndome que reprodujera música censurada. El cuarteto de Liverpool cantaba:

You say you want a revolution well, you know we all want to change the world…

Fui a la oficina de Alejandra. Saqué la botella y mi encendedor y abrí la puerta de golpe.

—Oye, gorda. Tomar tanto refresco te puede matar.

Le arrojé el coctel molotov directo a su escritorio. Cerré la puerta con seguro y salí. El segundo y tercer coctel fueron para mis compañeras de oficina. Al ritmo de Revolution, las llamas se extendieron.

Hay una diferencia radical entre las novelas de ciencia ficción con tema de distopía y los cuentos: por lo general, las primeras describen la rebelión contra el gobierno fascista y desenlazan en un triunfo o un fracaso. Los cuentos dejan un final abierto.

Pensé en ello mientras me dirigía al campo de reeducación.~