Deus ex machina
Una intervención de los menos esperada. Un cuento de Dán Lee
ARTURO TOMÓ EL juego de llaves plateadas y pequeñas. Dos objetos metálicos con dentadura gemela, unidos por un hilo del cual colgaba un papelillo que ponía «504».
Subió las escaleras hacia su nuevo destino.
Piso 1. Recordó su primer empleo, su primera paga, el júbilo de mamá y Lucrecia, su prometida, por haber conseguido trabajo un poco antes de su examen profesional.
Piso 2. Recordó la sonrisa de Lucrecia cuando dio el primer pago del departamento. Por fin se comportaba como un adulto; por fin la sociedad lo tomaría en serio, dijo mamá. Entonces el edificio aún estaba en construcción.
Los muslos comenzaron a cansarse.
Piso 3. Recordó las largas jornadas: ocho horas más tiempo extra. Apenas el dinero suficiente para pagar las letras del departamento, del auto, para ayudar en los gastos de casa. El tiempo justo para ver a Lucrecia los fines de semana en que no había trabajo.
Piso 4. Le llegó el aviso de que el edificio estaba por concluir. Debía escoger departamento. Él quería uno en el primer piso para que mamá no subiera muchas escaleras cuando los visitara, también para alejarse, aunque fuera un poco, de los juegos de los chiquillos y de la inseguridad. Fue a dar la sorpresa del departamento a Lucrecia. A ella no le dio gusto. ¿Sabes?, hace mucho que casi no nos vemos, creo que tengo que pensarlo mejor.
Piso 5. Escogió uno en el quinto piso. No quiso colocar rejas en las ventanas. Si un ladrón entra por allí, merece dejar la casa limpia, dijo al administrador.
Allí estaba la puerta. 504. Arturo introdujo una de las llaves plateadas en la cerradura. Entró.
El auto casi del año. El depa nuevo. Las paredes blancas como páginas para escribir notas postreras. La ventana de la sala, grandes vidrios espías. El estacionamiento gris pintado con rayas amarillas por todo paisaje.
Abrió la ventana. El sueño de la sociedad era que él fuera alguien. Mamá soñaba con que él formara una familia. Lucrecia soñaba con libertad. Él ya no soñaba. Él sólo quería que el punto final se escribiera. Demasiada tinta para tan poca historia. Puso el pie derecho en el alféizar. ¿Cinco pisos serían suficientes para terminar con…?
—¡No!, —gritó—, éste no es mi deseo. —Se dio la vuelta.— ¿De dónde sacas que me quiero suicidar?
Como el actor de un soliloquio, Arturo dirigía sus palabras al techo, tal vez enloquecido…
—Qué enloquecido ni qué carajos. No te hagas tonto, a ti te hablo —dijo apuntando al cielo.
El silencio le respondió con ecos de…
—¡Nada de silencio! Tú, Dán Lee. ¿No tenías ganas de entrometerte?, pues órale.
—¿Qué fucks? ¿Yo?, si nada más estaba contando una historia —respondió el autor, yo, algo sacado de onda, pero más bien con curiosidad. Para mayor sorpresa, mi voz gangosa resonó en el departamento. ¡Cámara!
—Reconócelo, desde el principio tenías ganas de entrometerte en la historia, por ejemplo: ¿para qué decir “largas jornadas de ocho horas”? A lo mejor para ti son largas, si no estás acostumbrado, pero para mí están bien.
Yo sabía de personajes que se habían rebelado a su autor, pero nunca me había pasado. De hecho, este Arturo era bastante dócil.
—Pus por eso —dijo Arturo con enojo—. Por eso me armé de valor para ver si dabas la cara; dejé que pusieras eso de que vivía de acuerdo a los deseos de mamá, de la sociedad y hasta de Lucrecia porque es cierto, pero que me suicide, eso no. Y menos por esa interesada. Hace mucho que no la veo. Es más, quise más a Miho, la de la prepa, la japonesita, la que quería ser astronauta; ¿por qué no escribes mejor una historia de ella?
—Primero, porque los japoneses me caen mal, siempre queriendo mejorar lo que otros inventaron. Segundo, porque quiero escribir una anécdota que muestre la fatuidad de seguir los deseos generados por la sociedad moderna —dije con cierta molestia. Nunca me ha gustado que me digan qué debo escribir o no.
—¿Y te crees grande escribiendo “fatuidad”? Te crees buen escritor con tu palabrita. Preocúpate por hacer un buen dibujo de personaje y armar bien mi situación. ¿Quién te va a creer que me voy a matar por una mujer a quien no veo y a quien no le intereso? Ni que fuera telenovela. ¿Tú te suicidarías por una tontería así?
Me sobé la barbilla, sin ganas de darle la razón aunque la tuviera.
—Entonces cómo piensas que los lectores van a creerlo —continuó—. Está bien que te hayan dicho en clase que el lector es despreciable y que tú te lo hayas creído, pero no abuses.
—¿Y tú cómo sabes eso? —dije sorprendido por el dato tan recóndito.
—¿Cómo que cómo? Salí de tu cabeza. Algo se me ha pegado. Pero volvamos al punto. No me quiero matar y no lo voy a hacer. Si en este cuento, relato, nivola o lo que sea va a haber suicidios, piensa en otro personaje porque yo me rehúso y si tú te autoasesinas me quedo sin final… y pocas cosas son más tristes que un personaje sin final.
—Yo ya te había planeado uno —respondí muy a la defensiva—, que no te gustara es diferente.
—Sí, pero ese final… ¿tan mal me he explicado? Sí, acepto que soy dócil y mangoneable, pero si toda la vida me ha faltado valor para rebelarme, ¿qué te hace pensar que tendré el coraje para tirarme de cinco pisos? ¿Cuál sería el sueño de alguien que ha vivido atado?
—Pues no sé… Lo lógico sería decir que liberarse, pero qué tal que, al no conocer otra forma de vivir, la persona en cuestión se resigne a su destino…
—Y si se resigna —interrumpió— ¿entonces para qué se suicida? Qué cuento tan chafa sería ése. Mal, mal. Inténtalo de nuevo.
Mmh. La verdad no se me ocurría nada mejor. Creí que la anécdota mostraba muy bien mi punto y no me preocupé por la posible conducta de un Arturo rebelde o que pensara out of the box como dicen los gringos. ¿En qué podría soñar este personaje?..
—Ya sé —dijo Arturo y extrajo de un bolsillo un marcador de tinta permanente. Fue a una de las paredes. ¿Cómo había llegado ese plumón allí?— Dame…
—Espérame —interrumpí.— Primero dime qué diablos haces con un marcador en la bolsa.
—¿No lo sabes? Olvidaste otra de las lecciones de dibujo de personaje. «El narrador debe saber qué cosas lleva su personaje en los bolsillos y para qué las porta»; ése era uno de los mandamientos del profesor de narrativa. ¿Ves? Por tu inatención y pereza creativa estoy como estoy: sin rasgos distintivos, con ropa gris y estándar, sin un rasgo conductual o lingüístico que me caracterice. ¿No sabes que me desquito del control de la sociedad grafiteando las paredes de edificios «serios»? ¿No sabías que de esa forma cobarde fantaseo con rebelarme y socavar el control que me ahoga? —miró hacia el techo con una sonrisa que iluminaba la estancia-. ¿Conoces mi marca?
Cerré los ojos y me concentré.
—¿Plaga? —arriesgué con lo primero que me llegó a la mente.
Arturo saltó y rió.
—¿Ves?, algo me conoces. Puedes escribirme un buen final —dijo con entusiasmo. — Mira —continuó.
Destapó el plumón y dibujó un par de alas de ave enormes en un muro de la sala. Con plumas y todo, el tipo sabía su arte. Se colocó en medio de ellas.
—Dame alas —dijo—. Con ellas voy a ser libre y tú vas a tener un final único, original.
El murmullo de la ciudad fuera del departamento se acalló. La luz entró por la ventana con mayor intensidad, aunque Arturo no dio muestras de sentir calor. Miró hacia el techo de nuevo.
—¿Entonces? —movió los omóplatos—. Dame alas, voy a rastrear a Miho. —Se asomó por la ventana—. Debe de andar por ahí, en algún lado.
—No. —Mi voz hizo eco en el espacio reducido—. Tú no mandas. Eres un personaje. Personaje de un texto realista. En los textos realistas los personajes no tienen alas ni mucho menos ordenan qué sucederá. Por mucho que hayas salido de mi inconsciente, no deberías saber tanto de teoría de la narrativa…
—¿Quieres hacerlo realista? De acuerdo. Describe con todo detalle cuando me estampe en el piso y la historia apeste a cadáver. Y hazlo bien, porque la riqueza de lenguaje será el único valor de la narración. La anécdota, como has visto, es inmunda… y no hablemos del dibujo de personaje.
Se trepó al alféizar.
—Gracias, Lee, por darme impulso con tu mediocridad.
—What the…? ¿Qué haces?
—Te obligo a pensar otro final, uno que nos satisfaga a ambos.
—¿Y al lector? —dije con temblor en la voz.
—El lector es despreciable.
Se lanzó.
Piso 5. Arturo sintió el sol sobre los párpados y apretó los dientes. El tipo me ponía a prueba, pero si creía que iba a ceder con el capricho de las alas estaba perdido.
Piso 4. La gravedad comenzaba a hacer lo suyo. Arturo percibió una burbuja fría inflarse en su estómago, sus pies se agitaron buscando sustento. Alas yo no le iba a dar. Allí mandaba yo y se me hacían tan mal recurso como el aplastamiento, el tipo me había convencido.
Piso 3. Contra la fricción del viento, Arturo abrió los ojos, temeroso de hallar si yo era capaz de describir un suelo áspero y macizo contra el cual se estrellaría su blando cuerpo. Abajo lo esperaban unas fauces de asfalto.
Piso 2. La sonrisa se le borró del rostro al descubrir que ninguna extremidad le nacía en la espalda. El mundo en su inmensidad lo iba a atropellar.
Un zumbido venido de los cielos atronó el estacionamiento del edificio. Los vidrios temblaron y una raya de humo cruzó media tarde.
Una silueta humana con casco de astronauta y un cohete atado a la espalda hizo chillar la atmósfera y fue directo hacia Arturo. Lo cogió por las axilas y lo elevó bajando la velocidad. Él gritó con una mezcla de terror y alivio.
Volvió la vista hacia quien lo había rescatado y leyó la frase «deus ex machina» grabada en el cohete.
—El mil veces repetido dios transportado en una máquina para resolver la situación —dijo Arturo-. Vas de mal en peor, Lee. No dejas de…
—Arturo —lo interrumpió una voz dulce detrás del casco. El visor se levantó y dio paso a una sonrisa coronada por un par de ojos rasgados.
—¡Miho! Pero ¿cómo…?
Ella sólo hizo «shhhhht» indicando silencio y miró a lo lejos, hacia donde la ciudad se fundía con el sol. El cohete hizo ignición y ambos salieron disparados con rumbo al horizonte. Alcancé a vislumbrar la diestra de Arturo, que mostraba el pulgar hacia arriba. Al menos él quedó contento.
Pinches japoneses. Siempre queriendo mejorar lo que otros inventaron.~
Me encantó este cuento. Gracias a vozed y a Dán Lee.
Gracias a ti por tu lectura y comentario, Angélica. Si quieres darte una vuelta por mis otros textos en Vozed tal vez halles otro que te guste. Hasta pronto.
Tiene sus defectos pero me saco una sonrisa y aveces eso es todo lo que cuenta.