Cuentódromo
«Al principio, los cuentos se contaban al sereno. Al ocaso, los miembros de la tribu se sentaban alrededor de una hoguera para escuchar». Y desde los tiempos remotos hay cuentos, ficción. Y muchos de los cuentos de antaño los seguimos escuchando, aunque la versión conocida no sea la real. Una pequeña antología de cuentos de Cesar S. Sánchez.
Infierno de Cenicienta
LA VOZ DE mi madrastra me despierta.
—¡Cenicienta! ¡Todavía estás durmiendo! ¡Ayer te dije que venía el príncipe y que había que tener todo preparado para recibirlo! ¡Levántate holgazana!
Me duele la cabeza. He debido de tener una pesadilla. Afortunadamente, no me acuerdo de nada. Aunque sobre todo me duele un pie, el izquierdo. Será porque el jergón es muy corto y tengo que dormir encogida.
¿Me reconocerá el príncipe? Seguro que no. No con estas ojeras y este pelo. No, estando como estoy cubierta de mugre. Mejor así. Si no, podría tener muchos problemas.
Cojeando, salgo de mi habitación, el hueco que queda bajo la escalera. Junto a la puerta, me espera la mayor de mis hermanastras.
—Toma, aquí tienes la lista de las tareas. Espabílate y ten cuidado con el polvo de las copas, que la última vez las dejaste fatal.
Limpiar la porcelana. Pulir la plata. Pasar el plumero por los techos. Limpiar el polvo de la vajilla. Colocar la ropa. Hacer la colada. Preparar el juego de té. Fumigar. Frotar la tapicería de las sillas.
Voy a la cocina y cojo un mendrugo de pan. Después de comérmelo, me pongo a limpiar la porcelana, rayo alguna taza adrede como el que no quiere la cosa, y luego a pasar el plumero por los techos y luego a quitar el polvo de la vajilla y luego a colocar la ropa y luego a hacer la colada y luego a preparar el juego de té y luego a fumigar, el polvo matarratas me irrita los ojos y me hace toser como un tuberculoso, y luego a frotar la tapicería de las sillas. Cuando acabo, se lo hago saber a mi otra hermanastra, quien me asigna nuevos trabajos.
Pasadas las once, el mayordomo anuncia la llegada del príncipe y su lacayo. Mi madrastra y sus hijas se sitúan en el centro del salón. Yo y los miembros del servicio nos colocamos detrás, en un rincón junto a la chimenea.
El heredero al trono entra en la sala y, tras sopesar, me parece que con impaciencia, las reverencias y lisonjas que le dedican las señoras de la casa, manifiesta que necesita que todas las mujeres jóvenes que vivan en la mansión se descalcen del pie izquierdo. Entonces, me fijo en que en su mano derecha porta el zapato de cristal que se me cayó en mi precipitada huida y se me encoge el estómago. ¿Será verdad? ¿Habrá aún alguna posibilidad de salir de aquí?
Sin necesidad de hacer prueba alguna, el príncipe descarta los pies de mis hermanastras. No obstante, la bruja de su madre suplica que se intente con la menor de sus hijas, la más delgada, ya que asegura estar convencida de que, con un poco de paciencia, la prenda le quedará que ni pintada. El noble accede a regañadientes y ordena al lacayo que ejecute la operación. Tras varias intentonas, se constata que el pinrel en cuestión no encaja en el zapato ni aunque el mismísimo Rembrandt viniese a componer la escena.
Temiéndome lo peor, que los invitados se irán inmediatamente dejándome con la miel en los labios, el príncipe desvía la mirada y sus ojos, sus preciosos ojos azules, se clavan en mí.
—¿Por qué no se ha descalzado esa muchacha de allí? —pregunta.
Mi madrastra se apresura a responder:
—Señor, es una criada. No pensé que los miembros del servicio tuvieran que hacerlo.
—Pues mal pensado. Que avance y se descalce.
La vieja me lanza una mirada de odio y me hace un gesto con la cabeza para que obedezca. Doy unos pasos y me quito la sandalia y el calcetín.
—Lacayo, proceda. —indica el príncipe.
Estoy tan contenta que apenas puedo sostener el equilibrio. Por fin me marcharé de esta casa.
El criado desliza el zapato por la planta de mi pie.
—No encaja, majestad. El pie es demasiado largo.
—No puede ser —me atrevo a decir—. Este zapato es mío. Yo lo llevé en el baile de palacio.
—Vuelva a intentarlo —ordena el príncipe ante mi insistencia.
El lacayo forcejea de nuevo. Encojo los dedos. Al hacerlo, el empeine gana altura y choca con la lengüeta rígida del zapato.
—No entra señor. Es evidente que el pie resulta demasiado grande.
—¡No, por favor! ¡No puede ser! ¡El zapato es mío! ¡Yo bailé contigo! ¿No me recuerdas?
El heredero me observa detenidamente. Acto seguido, sacude la cabeza, su simétrica testa destinada a llevar la corona del reino.
—Señorita, no sea insolente. Déjelo ya y no me haga perder más el tiempo.
Mi madrastra tercia en la conversación.
—Perdónela, es una pobre huérfana que no sabe lo que dice. Ya me encargaré yo de ella después.
—Está bien. Está bien. No se lo tendré en cuenta. Nos marchamos.
Sin decir nada, veo cómo se dirigen a la salida. En mi cabeza retumba la palabra no. No puedo permitir que se vaya así. No es posible que el zapato no me valga. No. No. No. Sin embargo, permanezco muda, incapaz de reaccionar. Lo he visto con mis propios ojos, mi pie es demasiado largo, no entraba de ninguna manera.
La idea se me ocurre de sopetón. Miro alrededor en busca de un utensilio que me pueda servir. Mis ojos se detienen en la chimenea, en el atizador.
—¡Un momento! —grito.
Con los abrigos puestos ya, el príncipe y el lacayo se vuelven hacia mí.
—Al final, niña, te vas a meter en un problema muy serio —advierte el noble con voz grave, una voz deliciosa.
Mi madrastra está descompuesta ante la visión de su hija postiza en medio del salón con el atizador en la mano. Hierve de ira y desconfianza. Yo a lo mío, coloco el filo del atizador sobre las coyunturas de los dedos de mi pie descalzo y empujo. Para mi sorpresa, no siento dolor. No, al principio. Sigo apretando. Luego, sí. Un dolor insoportable que trepa por la pierna hasta la cadera y se incrusta en mis tripas. Aprieto con todas mis fuerzas. El dedo gordo es el primero en separarse del pie. Los otros se resisten, aferrándose a su hogar con pellejos, ternillas y tendones. ¡Qué gracioso, casi no sangro!
Entretanto, el lacayo tapa los ojos de su amo y le guía a la gallinita ciega hacia la salida. No deja de murmurar:
—No mire, su alteza, no mire por nada del mundo.
Aunque yo, la verdad, no me entero de mucho. Ya son cuatro los dedos en fuga. El meñique, como siempre, obstinado. ¿No echaba de menos la sangre? Pues toma sangre.
—¡Probad ahora! —chillo todo el tiempo—. ¡Ya veréis como ahora sí me vale!
Pero la puerta que da a la avenida finalmente se cierra a la espalda de los visitantes y yo siento que me desmayo.
La voz de mi madrastra me despierta.
—¡Cenicienta! ¡Todavía estás durmiendo! ¡Ayer te dije que venía el príncipe y que había que tener todo preparado para recibirlo! ¡Levántate holgazana!
Me duele la cabeza. He debido de tener una pesadilla. Afortunadamente, no me acuerdo de nada. Aunque sobre todo me duele un pie, el izquierdo. Será porque el jergón es muy corto y tengo que dormir encogida…
Apuestas
Una mesa de madera con dos sillas. Dos enanos, Mudito y Dormilón, sentados frente a frente. Un grupo variopinto y bullicioso alrededor. Un cesto de manzanas sobre la mesa. Sólo una ha sido envenenada. Las apuestas aún siguen abiertas.
Demolición
Informe de situación de los trabajos
Encargado de obra y remitente: Damián Lobo Seoane.
Destinatario: Sr Potín, director de la entidad financiera propietaria de los terrenos.
Dos de las tres casas que faltaban por derribar en el poblado han caído sin problemas. Como suponíamos, un simple soplo ha bastado para echarlas abajo. En cuanto al desalojo de los inquilinos, se ha llevado a cabo sin mayores contratiempos. Ñam, ñam, ya me entiende.
Con la tercera, mucho más sólida, recomiendo el uso de un péndulo de demolición y una retroexcavadora.
A la espera de sus indicaciones, aprovecho la ocasión para mandarle mis saludos más cordiales.
Hombres
—¿Quién es su contacto entre los trolls?
—Un tal Gorg. No conozco a nadie más.
—¿Algún elfo más de los nuestros implicado?
—No, solo yo. ¿Por qué iba a mentir?
—No tiene ni idea de la naturaleza de la información que pretendía pasarle al enemigo, ¿verdad?
—Ni siquiera le he echado un vistazo al micropapiro. Lo juro.
—Es usted un insensato. A saber qué habrían podido hacer los trolls con los planos de la máquina. Ha estado a punto de proporcionarles un arma letal.
—Yo solo pretendía…
—Ya sé lo que pretendía. Obtener un poco de oro extra, ¿no es así?
—Entiéndalo, el sueldo que me pagan aquí no da para mucho.
—El mío tampoco, sin embargo, no voy por ahí poniendo en peligro a todo el mundo. El trabajo en inteligencia es mucho más que un empleo, es una vocación, un sacerdocio.
—Yo no sabía…
—Claro que no lo sabía. Solo unos pocos estamos al tanto de los trabajos del profesor Númeras. Mire, el profesor era un genio, uno de los mayores talentos científicos de todos los tiempos, pero en sus últimos años aquí, antes de emigrar al reino de los inmortales, se volvió majara. Se obsesionó con los cuentos, con todas esas historias de hombres que tanto gustan a los elfos tiernos. Decía que las leyendas, por inverosímiles que parezcan, esconden un poso de verdad, que las criaturas que las pueblan, los seres humanos, deben existir en un mundo paralelo al nuestro, en una realidad alternativa. La máquina, cuyos planos constructivos han estado a punto de caer en manos de nuestros enemigos por culpa suya, es en esencia un portal para traer aquí a esas criaturas.
—Pero eso es imposible.
—No esté tan seguro. La máquina nunca llegó a construirse, pero, conociendo a Númeras, cualquiera sabe. ¿Se imagina que los trolls lograran construirla y se hicieran con unos de esos artefactos de guerra que se describen en las historias? ¿Qué pasaría si consiguieran que uno de esos caballeros sedientos de sangre se colara en nuestro mundo montado en su caballo, que uno de esos repugnantes agentes de cambio y bolsa, brokers o diseñadores de moda comenzara aquí a hacer lo mismo que en la ficción?
—No sé qué responder…
—Lo sabe de sobra. Que nuestro mundo, que todo por lo que hemos luchado tanto, se vendría abajo.
—¿Qué van a hacer conmigo?
—Usted sabe que no tenemos otra salida. La traición se paga con la muerte. Debe beberse esto.
—¿Y si me niego?
—Entonces tendría que llamar al espectro y créame, el tratamiento que él le daría no sería indoloro.
—Sin alternativas, ¿no es cierto?
—Usted se lo ha buscado.
—Acérqueme el recipiente a los labios.
Cuentódromo (una historia brevísima del mundo)
Al principio, los cuentos se contaban al sereno. Al ocaso, los miembros de la tribu se sentaban alrededor de una hoguera para escuchar cómo el cielo lloraba sobre los campos lágrimas de fertilidad, en respuesta a su eterna indiferencia, cómo el sol triunfaba en su combate sin tregua contra los vientos boreales… Leyendas, todas ellas, en las que los protagonistas eran, sin excepción, las fuerzas desatadas de la naturaleza.
Luego, se construyó un lugar a resguardo de los depredadores y las tormentas. Lo llamaron santuario (aunque, debido a la longitud de la palabra en su lengua, en adelante se referirían a él como el cuentódromo).
Entonces, algunos empezaron a colaborar con el orador en la tarea de contar. Primero, arrimando el hombro en el trabajo de limpieza y acondicionamiento del espacio destinado a tal propósito. Después, ofreciéndose incluso a representar los episodios más representativos de los cuentos. Los seres humanos daban los primeros pasos hacia la democratización de la ficción.
Al mismo tiempo, las historias, más por necesidad evolutiva que por otras causas, mudaron de la brevedad a la profusión. Los oyentes (cada vez menos) y participantes (más numerosos de vez en vez) querían sentirse identificados con lo que se les contaba, que las tramas fuesen un reflejo de la cotidianidad. Así nació la comedia de la vida.
Pronto, el cuentódromo se llenó de tramoya, de disfraces, de ánforas repletas de tintes para confeccionar los maquillajes de los actores. Trampillas, focos hechos con velas y piedras preciosas, pantallas de pieles de animal sobre las que proyectar sombras llenaban los rincones a la espera de ser utilizados. La mayor complejidad de las narraciones trajo consigo además el crecimiento del tiempo dedicado a recrearlas. Ya no bastaba con el rato que mediaba entre el crepúsculo y el instante de irse a dormir. Había que arañarle minutos a la luz a fin de alumbrar las tinieblas.
En menos de una década, ocurrió lo inevitable, que, al igual que unas botas en los pies de un niño, el santuario se les quedó pequeño. No obstante, ellos no se achicaron. Ni cortos ni perezosos, decidieron construir uno más grande y tardaron menos y nada en acabarlo. Pasaron los años y levantaron otro más grande aún. Y después de ése, uno mayor que el anterior.
En vista de que el proceso parecía no tener fin, a alguien se le ocurrió un día prescindir de bancos, paredes y techos, convertir la propia aldea en el lugar donde los cuentos se representaban. Todos estuvieron de acuerdo. Total, qué sentido tenía fabricar decorados que imitaban casas, cuevas y huertas, pudiendo disponer de las genuinas a su antojo.
Al cabo del tiempo, los miembros de la tribu, fueran adultos o no, invertían la mayoría de las horas de vigilia en la ficción. Así que se vieron obligados a incluir la caza y la recolección en los argumentos para no morir de hambre. Caza, recolección y otros enredos, sin los cuales la supervivencia en los albores del mundo resultaba dificultosa, por decir algo.
No se sabe a ciencia cierta cuándo sucedió. Tampoco si lo primero fue consecuencia de los segundo o viceversa. Pero lo cierto fue que, a partir de un momento, los bosques, los páramos que delimitaban la aldea, los arroyos que serpenteaban en las colinas y hasta el mar formaban parte del cuentódromo, y las historias, grandes o pequeñas, se fundieron en una sola que, como el sol y el cielo y las demás fuerzas de la naturaleza, discurría con autonomía, sin necesidad de creadores que la fuesen desembrollando. De ese modo, la fina línea que separaba realidad y farsa, el telón, terminó por borrarse del todo y las aguas se mezclaron con la arena de la playa en un lodo de reflejos y sombras.
La gente ya no sabía distinguir lo verdadero, de lo impostado, la vivencia, de la interpretación. No podía hacerlo. Ningún personaje es capaz, a menos que el telón le caiga encima. Los dioses se habían convertido en esclavos de la palabra.
Había autores, sí, pero solo por exigencia de la ficción. Había público, también, pero por idéntica razón. Había quienes planteaban la posibilidad de que todos estuviesen viviendo sus vidas en un gran teatro, aunque siempre por exigencia de la ficción, la única exigencia que sobrevive. La enfermedad de un personaje desataba el cambio en otro. Un nacimiento podía pasar inadvertido nada más producirse y modificar el curso de los acontecimientos siglos más tarde. La muerte alteraba el conflicto de un protagonista secundario. En fin, el desorden, encarnado en los elementos de la trama.
Si estás leyendo este texto que yo creo haber escrito, es por exigencia de la ficción. Por lo mismo, no te das cuenta de que lo está leyendo por eso. Y es que somos tan buenos actores que ni siquiera nos percatamos de nuestra actuación. Protagonistas secundarios, eso es lo que somos. Protagonistas y, a la vez, figurantes. Y es que el escenario es tan verosímil, tan perfecto o imperfecto, que hace mucho que dejó de ser un escenario.~
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