Cuenta atrás

Un cuento de Patricia Richmond

 

BAJÉ LA ESCALERILLA del módulo con la certeza de que, cuando regresara, sería otro el que subiera los peldaños.

Había pasado los últimos meses recopilando datos sobre la atmósfera del planeta, analizando residuos y demostrando que podía iniciarse su exploración sin riesgo. Pasé muchas horas, demasiadas, redactando informes que los burócratas no alcanzaban a comprender y soportando sus requerimientos sobre absurdas documentaciones para obtener el permiso.

Una mañana recibí una citación para acudir al despacho del Director de Misiones. Llegué con todo el material que había preparado para realizar la presentación de mi proyecto, pero no me dejó que le expusiera los datos. Sólo quería que le contara el porqué.

¿Por qué? ¿Cómo explicar que era una llamada que insistentemente me golpeaba la cabeza? No recordaba cuándo había empezado exactamente mi interés por ese pequeño planeta abandonado, pero una vez que la idea se adueñó de mi mente, empecé a investigar sobre las posibilidades de repoblarlo.

No quedaban ya en el universo signos de la hecatombe, tras doscientos años del sistema temporal que utilizaban sus habitantes. La explosión había sido tan violenta que alteró la órbita de aquel mundo destruido, alejándolo de la estrella que lo calentaba, mientras la radiactividad acababa con todas las formas de vida. Se convirtió en una masa helada hasta que su desplazamiento quedó frenado por la gravedad de un asteroide con el que estuvo a punto de chocar y que le hizo volver lentamente a su posición original. Poco a poco recuperó la alternancia de estaciones y los hielos fueron desapareciendo para dejar que renaciera un nuevo planeta.

¿Qué esperaba encontrar allí un neurobiólogo? Fe. El anhelo científico de descubrir algún resquicio de vida. Si era cierto que ésta había surgido espontáneamente en ese lugar, hacía millones de años, podía volver a repetirse el proceso. El hallazgo y observación de cualquier forma primaria de existencia marcaría un hito sin precedentes en el estudio de la biología universal.

Aquel planeta azul guardaba algo para mí, estaba seguro, y tenía el presentimiento de que su exploración me depararía una sorpresa insospechada. No fue eso lo que expliqué al Director de Misiones, pues me hubiera tomado por uno de esos iluminados obsesionados con la gloria científica y me hubiera echado de su despacho. Me limité a exponerle mi objetivo de realizar una toma de muestras in situ para iniciar una labor de arqueología neuronal que determinara las posibilidades de colonizar ese mundo inhabitado desde hacía cientos de años.

El argumento de que acababa de empezar la mejor época para realizar la misión en la zona que había seleccionado puso la balanza a mi favor. Serían sólo los tres meses del verano terráqueo que iba a comenzar en treinta días, los necesarios para que una de las naves que hacían el trayecto hasta Marte, nuestra colonia más poblada, me lanzara en un módulo al pasar junto a la Tierra. Cuando comenzara el otoño, la estación de las lluvias, otra podría recogerme de vuelta.

Obtuve el permiso aquella misma mañana y sólo quedó una semana para preparar el viaje. Partí en un carguero y aproveché los veintidós días que tardamos en avistar mi destino para seguir estudiando la historia del planeta.

Su visión me conmocionó. Era mucho más hermoso de lo que había imaginado y su llamada me traspasó el alma. Aquel, sin duda, iba a ser el proyecto de mi vida, el que me proporcionaría la posición y el reconocimiento que tanto había anhelado desde el término de mis estudios en la Academia de las Ciencias Galácticas.

El descenso se realizó según lo previsto. Aterricé con mi módulo unipersonal en plena fase diurna. No pude evitar un escalofrío al abrir la puerta y bajar la escalerilla: era el primer ser vivo que pisaba el planeta en doscientos años. Di mis primeros pasos con el cuidado del que sabe que está mancillando una tierra virgen y se dispone a conquistarla. Me embargó una sensación de vacío que, por un momento, me mareó; era el silencio, tan denso y sobrecogedor que hería. Bajé las piezas del vehículo solar, lo monté y comprobé que funcionaba. Cargué en él las cajas de provisiones, aseguré y cerré el módulo, y partí siguiendo el rumbo que me dictaba mi instinto.

Al atardecer llegué frente a un mar azul oscuro. La luz de la puesta de su sol me impresionó, pues aunque había contemplado anocheceres en otros planetas, jamás había disfrutado del fascinante espectáculo que se desató frente a mí. La luz diurna fue derramándose, como si sangrara, hasta desaparecer bajo el océano, convirtiendo el cielo en un manto negro azabache en el que las estrellas comenzaron, poco a poco, a dibujar constelaciones que rivalizaban entre ellas por conquistar el trono del cielo nocturno. Una estrella fugaz, la más brillante que había visto nunca, pasó ante mis ojos y dejó marcada una ruta hacia la que decidí avanzar al día siguiente.

En cuanto amaneció, me puse en marcha por un territorio polvoriento y carente de vegetación. Ascendí una colina y me detuve deslumbrado: al otro lado del montículo se extendían las ruinas de una ciudad sumergida parcialmente en el mar. Algunas de las antiguas edificaciones habían sido respetadas por las aguas y se habían desmoronado unas sobre otras creando formas inquietantemente hermosas.

Bajé por la ladera y salí del vehículo. Me adentré por las calles que imaginé que habían serpenteado entre aquellos bloques deshechos. Me llamaron la atención unos restos metálicos, retorcidos en figuras imposibles, y me dirigí hacia ellos.

Barcas oxidadas, estructuras de colores apagados por el tiempo, pequeñas edificaciones… Recordé las fotografías que había estudiado sobre la historia del planeta y reconocí las formas que me rodeaban. Estaba pisando el fantasma de un parque de atracciones, uno de los lugares de ocio de los terráqueos.

Me asomé a un socavón que se extendía a un lado de los amasijos de acero. La idea de encontrarme en lo que quedaba de una zona de diversión me hizo imaginar risas, música, cantos… Aunque, ¿era realmente mi imaginación lo que estaba escuchando?

Presté atención. Sí, no me había vuelto loco; desde las entrañas de la entrada que se abría a mis pies ascendía un sonido. Agarrándome a las grietas y a las estructuras que sobresalían, pude bajar hasta el fondo de la sima. Envuelto por la oscuridad, la piel se me erizó al comprobar que en aquel espacio deshabitado desde hacía dos siglos se escuchaba, tenuemente, el canto de una mujer.

Cuando me recobré de la impresión saqué una linterna de la mochila de herramientas que había tenido la precaución de llevar conmigo. Me encontraba en un subterráneo que se perdía hacia el interior a través de pasillos que se entrecruzaban. ¡Un laberinto!

Volví a percibir la melodía y dudé. ¿Qué la producía? No podía tratarse de ningún ser vivo ni mecánico. La radiactividad había acabado con todas las formas de vida y energía hacía demasiado tiempo. Sólo había una explicación posible; tenía que ser el silbido del viento a través de las grietas.

Decidí investigar y avancé por un pasillo que se internaba, a mi izquierda, hacia un resplandor. Oí la voz con algo más de nitidez y seguí caminando hasta que la sorpresa me paralizó. Todo mi cuerpo comenzó a temblar sacudido, primero, por el miedo y, después, por mis propias carcajadas. Había creído percibir una figura a mi lado, mirándome. Era yo. Las paredes del pasillo eran espejos. ¡Claro! Estaba en una atracción de feria.

Observé la figura deformada que me devolvía la superficie del muro y me tranquilicé. Más seguro, continué a través de las bifurcaciones, escuchando cada vez más cerca el lánguido cántico que me guiaba.

Estaba seguro de que no podían ser ráfagas de viento, pero la razón no me dejaba encontrar una explicación mejor. Conforme me acercaba al sonido, me pareció distinguir palabras. Supuse que, igual que había pasado con los espejos de la pared, aquella incursión por los pasillos iba a terminar en carcajadas cuando descubriera el origen de la melodía.

Llegué frente a una nueva bifurcación. ¿Izquierda o derecha? La voz se escuchaba nítidamente a la derecha. Y no había duda: era una mujer que entonaba una balada muy triste.

Durante el tiempo de investigación sobre las posibilidades de llevar a cabo la misión había estudiado los idiomas más hablados del planeta. Me concentré en la grafía, pues era impensable tener que hablarlos, pero aun así, fui capaz de comprender la mayor parte de las palabras que la voz femenina cantaba en una lengua milenaria, el chino: era la historia de amor entre una sirena y un marinero, truncada por la furia del mar.

¿Cómo podía ser? El miedo me envolvió y retrocedí, espantado. El eco de la música me fascinaba y actuaba sobre mí como una llamada a la que debía obedecer, pero, a la vez, mi ser racional me dictaba la orden de dar la vuelta y alejarme de allí.

Conseguí serenarme, en parte, gracias a la dulzura del cántico. Me convencí de que todo aquello era irreal y entré en el pasillo, decidido a enfrentarme al origen de aquel sonido maravilloso.

Nunca he sido muy valiente y no pude disimular el temblor de mis piernas al avanzar hacia la habitación medio en ruinas que cerraba aquel corredor. Cuando estaba a punto de penetrar en ella tuve que apoyarme en las paredes para no caer, espantado por la impresión de lo que acababa de escuchar. La mujer repetía el nombre de su amado: el mío.

—¿Eres tú, amor? —oí que preguntaba.

Mi cerebro no admitía discusión, tenía que marcharme de allí, pero la atracción que me obligaba a acudir hacia ella era mucho más fuerte que mi voluntad. Respiré despacio varias veces para serenarme y entré.

—¡Mis ojos! ¡Mis ojos! —gritó, herida por la luz de la linterna.

Eché a un lado el foco luminoso y caí de rodillas, golpeado por la impresión e incapaz de pronunciar ni una palabra. Tenía ante mí a un ser de belleza excepcional.

Era una mujer con una piel blanquísima, ojos oblicuos, el pelo de un negro intenso y muy largo, recogido en varias trenzas que le caían sobre una túnica azul con extraños bordados multicolores. Estaba semienterrada bajo los restos de una especie de máquina que la retenía.

—¡Cuánto has tardado, amor! —exclamó al verme—. Te espero hace tanto tiempo…

Yo seguía mudo y ella continuó hablando.

—Tenemos que marcharnos enseguida, antes de que él vuelva del mar y nos separe.

Me levanté y me acerqué, incrédulo, hasta ella. Muy despacio puse un dedo sobre su mano. Era artificial, no había duda. Aunque su piel era suave y emanaba calor, mi roce no la había estremecido, prueba de su incapacidad para responder a los estímulos táctiles. Me miró y cantó otra vez su triste balada.

Me senté junto a ella sin dejar de contemplarla y apoyó la frente sobre mis manos. Le pregunté su nombre, pero no contestó.

—¡Ya lo sabes, amor! ¿No lo habrás olvidado? ¿Cuándo nos vamos?

Me levanté y la agarré por los hombros, tiré suavemente, pero no pude sacarla del amasijo de barras metálicas que la aprisionaban.

Le pedí que me contara cuándo y cómo había llegado hasta ahí y lo que había ocurrido, pero, ajena a mis palabras, siguió con su perorata extraviada. Quiso saber si había venido con alguien más, si tenía una nave preparada para partir inmediatamente, si el mar estaba en calma…

Había leído sobre los androides que se habían llegado a desarrollar en ese mundo, pero ella parecía ser otra cosa. Tal vez no se trataba más que de una atracción de feria, capaz de interpretar algunos datos de su entorno, preparada para repetir una y otra vez su discurso sobre los peligros del mar. ¿Pero cómo sabía mi nombre? Giré a su alrededor sin descubrir de dónde le llegaba la energía que la alimentaba; tenía que estar bajo los escombros, como sus piernas.

Salí en busca de las herramientas que transportaba en el coche solar. Realicé el trayecto hacia el exterior con el corazón encogido a causa de su llanto desesperado. Parecía tan real.

—¡Vuelve, amor! ¡Saldrá del mar y te engullirá! ¡No me dejes!

Al regresar, acerqué el vehículo todo lo que pude a la boca del laberinto y cargué con una sierra eléctrica y baterías de repuesto. Antes de bajar observé el mar y no pude evitar un escalofrío. Nunca había visto un océano tan calmado, sin apenas movimiento en sus aguas oscuras. Era imposible distinguir los restos de la ciudad sumergida y decidí que, en cuanto terminara lo que debía hacer abajo, bucearía para ver qué ocultaba la bahía.

El canto de la autómata volvió a guiarme hasta ella. Sabía que no debía perder el tiempo, que sacarla era una locura, pero no podía pensar en otra cosa. Una fuerza superior a la de mi voluntad, o a la de la razón científica que había dirigido mi vida hasta ese momento, me urgía a poner a salvo a un engendro mecánico y lo acepté como si ese hubiera sido, en realidad, el fin último de mi viaje a la Tierra.

La sierra no fue suficiente para partir el metal y fue ella la que me sugirió que habría que izar el amasijo. Sería un proceso largo y laborioso, pero parecía factible.

Tendría que levantar un armazón capaz de soportar el peso de las toneladas de barras retorcidas que impedían acceder hasta la parte baja del artefacto que la atrapaba. Supuse que allí se ocultaba su fuente de alimentación, lo que más me interesaba extraer sin daños.

Pasé varios días diseñando el soporte. Ella tarareaba y sonreía feliz. Contemplarla a la luz de la linterna me seguía fascinando, ¡era tan hermosa y parecía tan real! Muchas veces le pregunté su nombre, pero cambiaba de tema y me hacía enseñarle mis dibujos. Cuando completé los cálculos y me dispuse a salir en busca de los materiales que necesitaba, se agitó. Me acribilló a consejos para guardarme del mal que esperaba afuera y me despidió cantando.

La escarcha envuelve pisadas
amortiguando el crujido de los días,
ajena al preludio del falso manantial.

Tuve que realizar varias salidas. Cuando volvía de mis excursiones y los espejos me confundían, ella, de algún modo, lo intuía y me guiaba por los corredores, llamándome, entonando melodías alegres hasta que aparecía en el cubículo y me pedía las manos para besármelas.

Comencé a levantar el armazón, ayudado por ella en lo que podía. Aproveché los momentos más distendidos para intentar sonsacarle algo concreto sobre su estancia allí. Me costaba aceptar la idea de que llevara cientos de años conectada a una fuente de energía que no se había agotado y que había permanecido inmune a la radiactividad y al hielo. No conseguí ni una palabra y comprendí que, realmente, no sabía lo que había ocurrido. Tal vez la paranoia sobre el mal que aguardaba en el océano era su única forma de interpretar lo acontecido. ¿Podía una máquina tener miedo y recordarlo?

La estructura quedó terminada a mitad del verano. El calor hacía crujir los escombros del exterior y hasta nosotros llegaban sonidos que parecían lamentos. Aquello la ponía muy nerviosa y le hacía recitar nuevas estrofas del poema sombrío que la entristecía.

Lo dicen los ojos del Señor Oscuro:
bajo las aguas, siempre es invierno.

No habla, sólo mira.
Sus ojos escrutan los renglones no escritos
para desplegar sus armas el primero.

No tiene sombra.
Hace mucho tiempo que la olvidó
entre los escombros del crepúsculo.

Corté el cable de arrastre incorporado al vehículo solar en varios segmentos y los aseguré a lo largo de todo el soporte. Había calculado dónde debía atar los extremos para poder mover la masa metálica de una vez, mediante un sistema de poleas, pero sólo conseguí que se elevaran algunas piezas. El conjunto parecía estar soldado al fondo.

Tuve que  cambiar de estrategia. Fui elevando las zonas más manejables y conseguí ir separando tubos y engranajes hasta llegar a las partes más bajas del fondo del amasijo cuando sólo faltaba una semana para que el carguero que debía recogerme llegara al punto de encuentro. Aquello no pareció desanimar a mi amiga. Al contrario, su entusiasmo me contagió y una tarde, tras haber conseguido retirar una de las vigas que más oprimían su cuerpo, la abracé por primera vez.

Su cuerpo cálido y la piel suave de su rostro me transportaron fuera de la atmósfera de sombras que nos rodeaban; me dejé llevar por la luz de sus ojos tristes y la besé en los labios, desoyendo al instinto racional que me gritaba que no era más que una muñeca.

—¿Cómo te llamas? —le pregunté mientras volvía a besarla.

Sólo fue un segundo, pero lo vi. Un brillo extraño alteró sus ojos y me obligó a separarme de ella, avergonzado de estar enamorándome de una máquina. No dijo nada, me sonrió y cantó.

Mira imperturbable su reflejo vacío

y remueve las aguas con la espada, como advertencia.

La brevedad del temblor del círculo antes del giro,
entre certezas subterráneas,
cabe en el suspiro del acero.

Y como la sensatez del eco
que sangra sobre el tambor,
el destello hilvana eclipses de neón.

Salí de la estancia y pasé la noche en el vehículo. No pude dormir y dediqué el tiempo a contemplar el mar. ¿Habría algo escondido bajo sus aguas? ¿Tal vez la energía que hacía cantar a una autómata encerrada bajo tierra?

Al amanecer volví con ella. Me recibió con una sonrisa y comenzó su tarareo de trabajo, sin una palabra de reproche por mi ausencia. Me pregunté a qué tipo de atracción habría pertenecido. Esos cánticos suyos sugerían la representación de algún tipo de tragedia que no presagiaba un final feliz.

Tres días después, al final de una jornada agotadora, noté un temblor bajo los pies. Acababa de separar casi todas las barras que cerraban una masa metálica que era la que, en realidad, tenía a la autómata aprisionada. Había estado tan concentrado en la tarea de liberarla que no había reflexionado sobre lo que podría encontrar bajo los escombros. ¿Debería tomar precauciones? No podía imaginar qué tipo de energía iba a descubrir ni sabía cómo enfrentarme a ella. En mi subconsciente la imaginaba como el monstruo que retenía a mi bella princesa.

Ella notó mi preocupación y me dedicó una de sus enigmáticas estrofas.

Vendrán las lluvias y sus notas
sembrarán sobre mis huesos fermentados
bocas de dragón que aullarán al sol.

Esas palabras me recordaron que se acercaba la estación de las lluvias y que sólo faltaban dos días para mi cita con la nave de carga en el punto convenido para regresar a mi mundo. ¿Lo haría? No sin ella.

Intenté fundir la placa con un soldador, sin éxito. Desesperado, tomé una decisión drástica: tenía que volarla. Confiaba en que una explosión controlada, de baja intensidad, sería suficiente para desencajar el metal del suelo. Levanté un cubo plástico alrededor de mi amiga y me encerré con ella. La abracé fuerte y pulsé el detonador.

Todo el subterráneo tembló, el cubículo cayó sobre nosotros y oí un siseo bajo los pies. Aparté las paredes de plástico y comprobé que los daños se limitaban a algunos rasguños en mis brazos. Ella estaba entera y me sonreía, feliz.

La placa de metal se había despegado a nuestro alrededor. Hice palanca con una barra y pude levantarla, al fin, para liberar sus piernas. Le pedí que saliera, pero no se movió. Apuntalé la losa y acudí en su ayuda.

El hueco que se había abierto bajo su cuerpo estaba oscuro. Lo iluminé con la linterna, pero no pude ver nada, ni sus extremidades. La tomé en mis brazos y la icé. El largo quimono que la cubría se elevó con nosotros, impidiéndome ver sus piernas. Volví a oír el siseo, parecido al roce de un reptil al deslizarse, pero no procedía del interior de la abertura, sino de debajo de la túnica.

En ese momento, toda la caverna comenzó a temblar provocando el desprendimiento de fragmentos de roca del techo. Tuve que elegir. O salir con ella y ponernos a salvo o quedarme a investigar qué ocultaba el interior oscuro y extraer la probable fuente de energía que escondía, a riesgo de quedar sepultados.

—Te quiero —me susurró al oído.

No necesité más. Corrí por los pasillos con ella en mis brazos, abandonamos el subterráneo mientras todo se iba desmoronando a nuestras espaldas y salimos al exterior.

Era de noche. El cielo estaba encapotado y la oscuridad era total. A la luz de sus ojos contemplé su rostro tranquilo y escuché, por primera vez, el murmullo de las aguas agitadas del océano.

Me acerqué a la orilla. Todavía en mis brazos, se abrió la túnica, se desprendió de ella y la arrojó al mar. Contemplé su cuerpo desnudo, sus piernas… que no lo eran. Un manojo de tentáculos blancos aprisionaron mi cuerpo y ella se elevó sobre mí.

Sonriendo, me besó.

—¿Cómo te llamas? —le pregunté una vez más.

Por toda respuesta, ella cantó.

Pequeño nenúfar,
no llames la atención del Señor Oscuro.

Su lengua abrió mi boca y, lentamente, toda ella, su cuerpo entero, se deslizó dentro de mí.

Al día siguiente regresé al módulo, activé el programa de retorno y me acoplé al carguero que me esperaba.

La contemplación del planeta al que me dirijo me ha hecho revivir. Tras tanto tiempo de espera ha comenzado la cuenta atrás y un nuevo mundo se ofrece, ignorante, al poder de mi nombre: Pandora.~