Charlie’s
«El libro de Kafka rebosa dolor. El Charlie’s sería un lugar perfecto para Samsa.» Un cuento de César S. Sánchez.
LAS CALLES ECHAN chipas bajo la lluvia. Desde la acera, el Charlie’s parece un barco a la deriva, lo que me deja el papel de náufrago. Antes de entrar sacudo las gotas de mi sombrero y bajo las solapas de la americana. Qué le vamos a hacer, los náufragos de Boston tenemos estas cosas.
—Hola Charlie.
—Hola Dick. ¡Menudo tiempecito!
—Ni que lo digas, Charlie, ya podría dejar de llover.
Nunca nos hemos presentado, pero el camarero sabe cómo me llamo. Supongo que es su obligación conocer los nombres de pila de todos sus clientes. Y yo lo soy. Uno de los habituales desde que regresé de Francia. La paga del ejército no da para grandes alardes, pero sí para unas cuantas cervezas todas las noches.
—¿Cómo llevas tu novela de detectives? —pregunta poniéndome una jarra de rubia delante.
A veces escribo en un reservado. Otras me dedico a leer el periódico o algún libro o simplemente a charlar con los parroquianos: la mayoría viajantes de paso o ex soldados como yo. Antes nos pagaban por matar alemanes, ahora matamos el tiempo a costa del gobierno federal.
—Atascada —respondo al fin con un bigote a lo Robert Taylor pero sin tinte.
Hay taburetes libres. El sargento Bill Conway, superviviente de Las Ardenas, no ha venido. Tampoco Chester, herido en Pearl Harbor y licenciado con honores. La paga está al caer, así que el dinero escasea en los bolsillos de quienes prefieren el güisqui.
Por el contrario, veo una cara nueva. Un hombre corpulento bebe de pie un refresco de cola con la vista clavada en algún punto entre la máquina de perritos calientes y la cafetera. La gente no juega a los dardos en el Charlie’s, entre otras cosas porque no hay diana, los clientes jugamos a clavar la mirada en lugares intrascendentes y casi siempre damos en el blanco.
—¿Te paso el periódico?
—No. Hoy he traído un libro.
Charlie pone cara de curiosidad. Siempre hace como que le interesa lo que leo. Es su manera de ser cordial, su forma de decirnos: eh, puedes estar solo en el mundo, pero aquí nos preocupamos por ti. Lo único que le he visto leer son los resultados de las carreras.
—La metamorfosis, vaya título —dice sujetando el libro como si fuera una prenda íntima femenina.
—Es de un escritor que murió antes de la guerra. Casi todas sus novelas son una especie de venganza contra su padre.
Omito el detalle de que el autor era judío. Si no conoces lo suficiente a alguien, es mejor andarse con ojo con según qué asuntos.
—¿El padre, eh? ¿No es lo que todos hacemos, vengarnos de nuestros padres?
Supongo que tiene razón, aunque algunos casos están más que justificados.
Mi padre era un buen tipo; tuvo la delicadeza de abandonarnos a las primeras de cambio. La excusa fue la gran depresión. El resultado, tener que convivir con una madre chiflada.
Con la jarra en una mano y la novela en la otra me acerco al juke box y selecciono una de Cole Porter. Después, flotando sobre las notas de orquestina, ocupo el reservado más cercano a la puerta. Si puedo escoger, prefiero quedarme cerca de la salida. Otra de las manías que traje de vuelta en el equipaje de campaña. Y en este local siempre se puede escoger.
Breve semblanza del autor. Nace en Praga y esto y lo otro. Obligado por su padre, estudia derecho…
Paso de las solapas y empiezo a leer la obra. Después de un sueño intranquilo, el protagonista se despierta convertido en una especie de escarabajo gigantesco. Tiempo lluvioso como el de aquí y ahora. Realidad y ficción se dan la mano. Lo veo venir: la familia tratando de lidiar con el problema; el insecto tratando de lidiar con el problema. Sin embargo, nadie puede lidiar con el problema, porque el problema no tiene solución. ¿A qué me recuerda?
La madre del escarabajo dice: “Son las siete menos cuarto, ¿no ibas a salir de viaje?”
El escarabajo es viajante y mi reloj marca las 9 y 35 y por el rabillo del ojo veo un cuerpo junto a mi mesa. No lo he oído acercarse. Si solo se utiliza la vista no entiendo por qué al leer se desconectan los demás sentidos. El cuerpo resulta ser el del tipo corpulento que bebía el refresco en la barra.
—Perdone, no he podido evitar escuchar su conversación con el camarero.
Cierro el libro y pongo mi mejor cara de malas pulgas, por cierto mucho más pequeñas aunque más molestas que los escarabajos. La idea es transmitir que no me apetece ni un pelo charlar y menos con un gordo con acento alemán.
—Yo conocí a Franz y a Herrman.
—¿Perdón?
—A Franz y a Herrman Kafka. ¿Puedo sentarme?
Me lo pienso, aunque sé que voy a ceder. El hombre tiene pinta de cualquier cosa menos de lunático. Reconozco esa mirada, la mirada de quien ha bailado con la muerte y ha vivido para contarlo.
—Adelante —digo.
—Soy Klaus Kossowitch, un superviviente del ghetto de Lodz.
Recuerdo los guettos, los campos: Auswitch y todos aquellos infiernos ordenados. Lo que vi con mis propios ojos, lo que se ha sabido después.
Klaus pide un refresco de cola. Yo, otra cerveza. Esperamos a que Charlie nos traiga las consumiciones. Mientras tanto el checo me ofrece un cigarrillo y de nuevo tengo que explicar que lo dejé el día que salí de París.
—¿Y bien? —pregunto, una vez el camarero ha regresado a su nido de botellas.
—Por dónde empezar… Supongo que me molesta todo lo que se está diciendo de Hermann ahora que su hijo se está haciendo famoso. Que si era un tirano. Que si martirizaba a sus hijos. Yo trabajé para él en su taller textil. Nuestro emblema era un cuervo. Entré de aprendiz…
Me dejo arrastrar por la voz levemente nasal de Klaus, por su acento turbulento. Las alas del cuervo baten una y otra vez.
Me habla de la muerte de los hermanos de Franz. De los primeros rumores acerca de los nazis que empezaron a correr por Praga. De que Franz fue un niño envidioso y enclenque que pretendía compensar su debilidad con grandes dosis de autocompasión y delatando a sus hermanos cada vez que se presentaba la ocasión. De que Hermann jamás le puso una mano encima y como mucho le obligaba a practicar deporte. ¡Por Dios bendito, deporte, nadar en el río –exclama—; si todos los niños se mueren por hacer deporte!
Pienso en Camile. Camile tenía seis años cuando sus padres murieron. Tuvieron mala suerte. Una de las pocas bombas que cayeron sobre París fue a parar al mercado donde trabajaban. La niña se convirtió en la mascota de la compañía. Nos seguía a todas partes. En concreto, a mí. Yo la dejaba dormir en una litera de la zona de acuartelamiento y le proporcionaba comida y algún vestido. Casi nunca hablábamos. Al principio. Camile era muy lista. Perfeccionó su inglés escuchando los cuentos que le contaba por las noches. A veces tenía que cantarle alguna canción para que conciliara el sueño. Las nanas que me cantaba mi madre, y para mi sorpresa me salían de corrido. Mi voz de tabaco liado borraba poco a poco las señales de la pesadilla diurna. La pervivencia de la inocencia en los niños que han sufrido la tragedia en sus propias carnes es aún peor que su ausencia. Ver como se aferran a la esperanza, inconcientes de que eso que su mente infantil parece no querer asimilar los marcará para siempre. A la semana no paraba de hablar. Un día nos dijeron que regresábamos. Camile vino a despedirse a la estación. Siguió la ventanilla de mi compartimento con la mirada hasta que la perdí de vista. Antes de subirme al tren, me dijo: no vuelvas a fumar, el humo es malo para todo.
Klaus prosigue, que yo sepa en ningún momento se ha detenido. Me habla de los estudios de derecho que Hermann le costeó a su hijo. Del trabajo de Franz como funcionario, del que renegaba en privado, pero en el que llegó a medrar hasta conseguir el puesto de encargado. De la paciencia con la que el padre escuchaba las historias que el hijo leía de tanto en tanto en casa, en las que se percibía el odio hacia su progenitor y hacia sí mismo. De la muerte del escritor que dejó destrozado a Hermann. De la muerte de las hermanas, víctimas del holocausto. De su propia experiencia como prisionero.
—Afortunadamente mi jefe murió, sin tener que padecer lo que padecimos nosotros, sin saber que sus hijas perecerían.
Pero imagínese por un momento que siguiese vivo. Toda su familia desaparecida y además convertido en un monstruo por su hijo. El tirano, el sádico, el intransigente… No puedo tolerarlo. Usted es escritor. Usted debe hacer algo para limpiar la memoria de mi amigo.
La humedad hace que la expectación brille con más intensidad en los ojos de Klaus. ¿De verdad soy escritor? Una vez estuve a punto de serlo y supongo que durante medio segundo lo fui. El nuevo Hemingway, me llamó un crítico. Boston ya tiene su propia voz literaria, escribió otro. Pero eso fue antes del 41. Ahora siento que aquel hombre no sobrevivió y aún así me obstino en buscar su cadáver entre las cenizas.
—Haré lo que pueda —digo intentando disimular el desaliento.
Klaus apura su bebida y se pone en pie.
—Confío en usted, señor Dick.
—Richard Calhern —murmuro azorado por mi descortesía al no presentarme cuando él lo hizo.
—Le invito a las cervezas —dice y me tiende la mano.
El apretón sobrevive al pago de la cuenta y a la marcha de Klaus. En el bar solo quedamos un lisiado de Midway, el camarero y un servidor. Normalmente se cierra a las 12, pero los movimientos de Charlie, perentorios, eficaces y cansados anuncian retirada.
Me queman estos momentos previos a la despedida que me acercan a mi apartamento de alquiler, donde me aguardan la máquina de escribir y un millón de minutos de no pegar ojo. En la jarra ya no queda nada para mí. El libro de Kafka rebosa dolor. El Charlie’s sería un lugar perfecto para Samsa. Después de llevar un rato en la barra diría:
—¿Es que nadie se da cuenta de que soy un insecto?
—Como todos, señor, como todos —respondería al instante el camarero o cualquiera.
Parásitos, llorones, buscadores de oro que saben que el filón se encuentra tan profundo que quizás no les alcancen las fuerzas para llegar hasta él; cuerpos heridos que esconden almas más heridas aún. Aquí hay un poco de todo, aunque todos sin excepción somos expertos en echar la culpa a los demás. Le echamos la culpa a las mujeres que no nos esperaron, a nuestros padres, a la ciudad que ha crecido hasta convertirse en un monstruo en nuestra ausencia, al mal tiempo. Cada cual llora en la medida de sus posibilidades. Posibilidades que pasan de largo y Louis Amstrong, tan convincente como siempre, en los altavoces. Lo habrá pinchado el tullido.
Fuera sigue lloviendo. Me pregunto qué fue antes si Boston o la lluvia. Los personajes de la Metamorfosis quizás no sepan que el problema es contemplar la transformación como un problema. Incluso los escarabajos gigantescos tienen cosas que ofrecer. Incluso los padres tiranos y la lluvia merecen redención.
La coreografía de hora de cierre continúa. Vaciar ceniceros, colocar botellas… Sobre la mesa el libro tiene un aspecto desvalido, ridículo. ¡Sería tan fácil hacerlo pedazos, romper cada hoja, cada escenario, a cada personaje incluido el viajante! ¡Cuantas promesas en un objeto tan insignificante!
Dejo el libro en paz y me acerco a la juke box. Necesito una melodía triste; necesito a la Horne. Veo pasar los títulos mientras la voz quebrada de Sachtmo termina de apoyarse en su bastón. Tenía que ser el lisiado. Luego meto una moneda en la máquina y el mecanismo se pone en marcha con los chasquidos que preceden a cualquier pieza.
Al contrario que la colección de lugares comunes que se adivinan en mi novela, la historia de Herman Kafka necesita ser contada. Puedo utilizarla como excusa para adentrarme en mis recuerdos de Europa. Algún día tenía que dejar de huir. El humo de la melancolía es malo para todo. De todos modos, eso tendrá que esperar, por lo menos hasta el final de Stormy Weather.~
Nota: el cuento que acabas de leer está inspirado en los diarios de Richard Calhern, cuyo suicidio en 1950, sumió su personalidad en el anonimato. Recientemente, tras la reedición de las dos novelas que publicó, su figura se ha convertido en objeto de estudio y los expertos no dudan en afirmar que se trata de uno de los precursores del realismo sucio norteamericano. De la lectura de su diario, encontrado en una librería de viejo de Boston hace menos de diez años, se deduce que llegó a conocer al hombre que decía haber trabajado con Hermann Kafka. El resto del relato es ficción. Acerca de si en efecto llegó a escribir la novela que exculparía al progenitor de uno de los autores más influyentes del siglo 20, nada se sabe.~
Me gustó mucho el cuento. Funciona como ficción y como reconstrucción biográfica. Un saludo.
he disfrutado mucho con este relato; hondura de ketchup
Cómo hará este joven hombre para enganchar tanto con cualquier cosa que escribe. Fascinante.
grandeeeee
Bien escrito, bien construido y mejor fabulado! Me encanta esa imaginación