Carta para Peterson

Meteoros, bacterias y derrames petroleros. Carta para Peterson, un cuento de Rafael Tiburcio García.


 

DOCTOR FREDERICK PETERSON:

CUANDO EMPIECE SU investigación, cuando venga y se lleve muestras de mi cuerpo líquido para estudiarlo en secreto, hallará estas anotaciones cerca del charco que seré, todas manchadas de negro. Las leerá y entenderá lo que pasó en Marsh Island después de que aquel meteorito cayó en el Golfo de México y destruyó el oleoducto, lo entenderá antes de que usted mismo, quizá, se disuelva por completo.

Disculpará si le aburro al recapitular algunos sucesos de sobra conocidos, pero debe entender que es probable que no sea usted quien al final lea estas palabras y quizá esa persona tenga intenciones más nobles o, Dios no lo quiera, más desesperadas que las suyas.

Aún recuerdo sus palabras cuando regresó a México luego de la exploración que realizó con sus colegas en Louisiana. «El crudo ha traspasado la barrera y empieza a extenderse, no hay más opción», le dijo a Sara antes de que partieran con todo el cargamento. «La Golf’s Oil Company está consciente de que tendrá pérdidas multimillonarias cuando soltemos las oleófagas en la fuga, pero con la situación como está, con esos imbéciles que no toman ninguna decisión, sólo nos queda hacerlo y esperar a ver qué pasa».

Usted no tardó mucho en volver a Louisiana y yo seguí con mis labores en el laboratorio de la Facultad, puse al corriente el inventario, los reactivos, revisé los instrumentos, documenté el progreso de los cultivos experimentales de las muestras que usted trajo de la zona de desastre. Luego de salir del laboratorio pasaba al súper, recogía a mis hijos en su escuela, hacía el amor con mi esposa, iba al cine.

Una noche recibí una llamada de Sara, pidiéndome que pusiera en orden mis papeles y que partiera de inmediato a Louisiana para apoyarlos con las labores de contención de la fuga. Usted insistió en que necesitaba todas las manos posibles y Sara hizo esa voz que siempre me convencía.

Me presenté con usted y el resto del equipo de ingenieros, astrobiólogos y epidemiólogos; aquel dream team universitario en la contención de desastres que parecía el reparto de una película. Mientras estudiábamos el comportamiento de las bacterias que usarían como último recurso en un entorno no controlado, le rezábamos a Malthus para que no se les ocurriera meterse al oleoducto y devorarse todo el yacimiento, porque la Golf’s Oil, consciente de esa posibilidad, nos había hecho firmar un documento en el que consentíamos que se presentaran en la Facultad para embargarnos hasta el alma.

Durante mis tiempos libres tomaba uno de esos románticos cepillos dentales que repartían los de Greenpeace y me ponía a limpiar pelícanos y gaviotas. Todo era negro, rocas, cangrejos, hasta esas focas errantes de Florida que habían salido en Animal Planet. Aquel era un trabajo negro verdaderamente, negro y a veces sin atisbos de progreso.

Por las noches aprovechaba el tiempo con Sara, cuando usted se iba a los laboratorios de la Louisiana State University y dejaba de usarla. Salíamos al Bar Luau del hotel, o a escuchar música cajún y, más tarde, ya con algunas copas encima, subíamos a mi habitación y nos poníamos a calcar las películas porno de la televisión. Después ella se bañaba y regresaba a la habitación en la que se alojaba con usted.

Luego de meses de reporteros, voluntarios, Sara, científicos, asesores y ejecutivos volvimos a México. La Golf’s Oil Company había tardado casi cinco meses en reparar la fuga del oleoducto desde la caída del meteorito. Al parecer la compañía se había mostrado flexible, incluso hizo llegar a la Facultad un cheque en dólares con varios ceros, como dicen ellos, «para su compatriota Peterson», que lo utilizaría para continuar la investigación que inició después de que lo llamaron a la zona de desastre.

Pasé aquellos meses entre petróleo, acostumbrado totalmente a él, a su olor y textura, a traerlo pegado a la ropa y a la piel todo el tiempo. Diariamente me lavaba sobre todo las manos pues el aceite tardaba más en quitarse y de algún modo me había producido cierta reacción alérgica.

O eso creía. Cuando me bañé en mi casa, un día después de regresar, descubrí que aún tenía algo de líquido negro sobre las zonas enrojecidas. Cuando terminé de lavarme y vi cómo se iba por el desagüe, noté que mi mano derecha tenía carne expuesta y mucho tejido que empezaba a necrosar desde el dedo índice hasta la parte baja del pulgar.

Preferí no presentarme al laboratorio hasta que aquella herida sanara. Cuando fui al médico, éste me dijo que seguramente me había contagiado de alguna infección cuando limpiaba a los animales en Marsh Island, pero él tampoco entendía por qué mi cuerpo supuraba aquella sustancia negra. Decidió hacerme unos cultivos para ver qué era.

Me llamaron de los laboratorios médicos dos días después y me hicieron varias preguntas: que dónde trabajaba y a qué me dedicaba. La bacteria que hallaron, al parecer, no correspondía con ninguna conocida; además, poseía una velocidad de propagación inusual y gran resistencia a los antibióticos. Cuando mencioné mi trabajo como asistente de laboratorio en la Universidad se preocuparon más. Esta gangrena tampoco se parecía a nada que yo hubiera visto antes.

No volví al laboratorio. Permanecí encerrado en mi casa y, mientras vi extenderse la herida hacia el antebrazo, estuve al pendiente de las noticias acerca del desastre, esperando hallar alguna clave que me ayudara a entender de qué demonios me había contagiado.

Un atisbo de respuesta vino pocos días después. Un periódico de circulación local publicó una nota desconcertante.

México D.F. (el necronomista press).- Activistas ecológicos presentan extrañas heridas después de las labores de limpieza de las playas de Louisiana. «Al principio pensamos que los pelícanos y las focas tenía mucho aceite pegado, pero mientras más tallábamos, sin éxito, nos convencimos de que no era una mancha de petróleo sino una verdadera herida que supuraba sustancias negras», declaró uno de los voluntarios, preocupado porque animales y personas empezaron a mostrar aquellas heridas originadas por una exposición prolongada al crudo que, durante meses contaminó la región y extinguió al menos 400 especies acuáticas animales y vegetales (sigue en la pág. 8)…

Poco tiempo después me llamó Sara encabronadísima, no le importó que le contestara mi esposa, me dijo a gritos que sus manos y sus genitales secretaban una sustancia oleosa y que usted tenía una supuración similar.

Cuando Sara colgó, mi esposa sospechó de aquella vehemencia, fue conmigo y monologó mucho tiempo; después, sin darme ninguna explicación, se llevó a los niños y ya no volví a saber nada de ella. Unos días antes ella se había quejado de lo mismo.

Luego de otro mes, la mitad de mis dedos índice y medio se han diluido y este aceite negro continúa manando de la herida que ya llegó hasta mi pecho. Con tanto tiempo a solas y la desesperación carcomiendo mis nervios hice un repaso de todo lo que había hecho, lo que me había llevado a donde estaba.

Mis recuerdos me arrojaron más allá de las mañanas limpiando animales con cepillos dentales, hasta la plática que sostuve con usted la primera vez que volvió de Louisiana, una semana después del desastre. Usted me habló de una idea que se le había ocurrido en sus breves días en la plataforma petrolera y que, al parecer, había emocionado tanto a la Golf’s Oil Company, que empezó a patrocinar el experimento.

«Hans», me dijo, «hemos trabajado con oleófagas durante bastante tiempo, en ese lapso las empresas sólo han podido pensar en esta investigación en términos de las pérdidas para ellas y no de beneficios. Imagina por un instante un panorama opuesto.»

Su flexibilidad ética no me sorprendió. A mí me parecía que los únicos que querrían más petróleo serían justamente aquellos caníbales. El resto de la humanidad de algún modo esperaba que se acabara pronto para empezar a utilizar otro tipo de energías. Usted continuó:

«Todo el mundo, estadounidenses, venezolanos, mexicanos, brasileños, árabes, dime a quién no le gustaría obtener un poco de oro negro. Imagina si encontráramos una bacteria que, en vez de desintegrar el combustible fósil en elementos inocuos, tuviera como producto de desecho justamente una sustancia similar al petróleo. Millones de años de plancton descompuesto en el fondo de los océanos reducido a unos cuantos meses. Imagina lo que eso representaría en términos económicos, un recurso no renovable que se volvería renovable y además sería mucho más barato producirlo de esta manera.»

«Lo que usted dice también suena caro, doctor», le dije, «además, ¿de dónde sacarían la materia prima?»

«Es muy simple, Hans, tomas organismos en descomposición, les colocas un pequeño cultivo y la bacteria se encarga del resto, en primera instancia se puede aprovechar toda la materia orgánica de los rellenos sanitarios, además del gas natural que producen los biodigestores. Piensa en las posibilidades, Hans, hazlo…»

«Pero la huella de carbono, doctor, y el efecto inver…»

«Esas son pendejadas, Hans, el cambio climático es un mito…»

Me aterra pensar que usted empezara aquel experimento en secreto, a espaldas de la Facultad. Me aterra porque usted mantenía correspondencia con sus colegas de la Louisiana State University y recordé al grupo de científicos con quienes trabajó usted durante toda el tiempo que duró la crisis, siempre tan felices, siempre con esa mirada tan parecida a la avaricia que suele confundirse con el frenesí científico.

Tal vez, si en verdad desarrolló el proyecto, el resultado fue más efectivo de lo que usted pensó, tal vez creyó que aquellas bacterias que usted obtuvo de quién sabe dónde no se adaptarían para reproducirse en organismos vivos, pero sólo así tendría sentido la forma en cómo mi cuerpo y el de cientos de activistas y animales se diluye.

A veces me pasa por la mente la idea de adelantar el proceso, pegarme un tiro y dejar que las bacterias trabajen aprisa, sin mi sistema inmunológico deteniéndolas. Pero cierto apego a la vida o a mi religión infantil me lo impide.

Quizá no tenga que ser así, quizá simplemente, como dijeron los activistas, la exposición prolongada provocó esta infección y será cuestión de tiempo antes de que usted mismo desarrolle una cura. Tal vez pronto esta herida negra cierre y yo esté mejor. Cuando eso pase volveré al cine y al súper y a hacer el amor. Volveré al laboratorio y Sara volverá a estar conmigo y nos acostaremos en su escritorio cuando usted no esté.

Quizá. Pero es una simple idea y, mientras me desintegro, el valor de mi cuerpo se triplica, junto con el resto de las especies del Golfo de México; sólo espero que alguien, la Golf’s Oil, por ejemplo, o usted, estén allí en ese momento para meter mis restos en un barril.~