El campeón viste de azul
Un cuento de Julio Fuentes
JONÁS HA TOMADO el último autobús. Se sienta al fondo, resguardándose de cualquier mirada intrusa, pese a que todos los asientos viajen vacíos. Le duelen los nudillos y la espalda, como cualquier otra noche de la semana, y siente en la mandíbula ese temblor trashumante, tan familiar desde que lo tumbaron por primera vez en un ring.
Esta vez ha hecho los deberes. Ha dado el peso a la primera sin necesidad de medidas drásticas de última hora. Odia forzarse el vómito durante los últimos tres, cuatro días, para engañar a la báscula. Porque luego las piernas comienzan a desmoronarse aún antes del primer jab. Esta vez no ha de ser así. Se siente ligero. Rejuvenecido. Se siente como nunca antes, desde hace ocho años.
La rueda de prensa ha ido mal, como de costumbre: otra velada inútil para la historia del boxeo que, según los entendidos, apenas consistirá en que Jonás cumpla su función de saco de entrenamiento para un deslucido campeón cobarde, que rehúye ya sin disimulo dar su oportunidad a un legítimo aspirante. Un evento tan desigual, a priori, que apenas ha generado ingresos por apuestas; tan sólo las relativas al asalto concreto en que él —jamás el campeón— besará la lona por vez primera; o aquéllas otras que enfrentan la teoría del knock-out frente al K.O. técnico. De hecho, no hay registros de un solo apostante que prediga su derrota a los puntos.
Baja del autobús un par de paradas antes de su destino, y hace lo de costumbre: trotar un poco para desentumecer las piernas y así lanzar sus últimos golpes contra la penumbra amarillenta de la larga avenida. Para qué hacer el esfuerzo de visualizar una pelea que, en ningún caso, se tiene la oportunidad de ganar. Él se contentaría, tan sólo, con que sus piernas aún lo hicieran sentir ligero más allá del segundo round, porque este Thompson es un pegador, y los pegadores sólo se toman la molestia de seguir una estrategia cuando se saben en apuros. La voz del entrenador se impone incluso a la música de su iPod, que le retumba ahora en los tímpanos.
“En tu caso, el mejor esfuerzo de mentalización antes de la pelea consiste en asumir que vas a recibir una paliza. Porque el miedo no es siempre malo llegado el caso, Jonás, ya que ese miedo, y no la ambición, te ayudará a subir la guardia cuando más lo necesites.”
Y luego:
“Tú ya no tienes otra ambición que acabar tu carrera honrosamente, y eso es más que respetable. Así que cumple tu parte mañana. Deja que el campeón se luzca un poco. Devuélvele unos golpes, y hasta es posible que metas una mano inesperada que le baje los humos. Todo el mundo tiene alguna vez potra en su vida. Incluso tú. Un combate de perfil bajo es lo que más te conviene, que no te deje tocado más tarde. Pero no te dejes guiar por el orgullo. No confundas el orgullo con la honra, muchacho.”
Jonás sube los cuarenta y ocho escalones hasta el tercer piso y lanza un beso por el aire a María, que no hace ademán alguno por denotar que su esposo ha regresado a casa. Luego toma un vaso de agua y un par de analgésicos, vuelve a lanzarle un beso a María y se mete en la cama. Está tan cansado que apenas tarda diez segundos en caer abatido por el sueño.
Para Jonás, el día del combate comienza con un extenso repertorio de liturgias: estirar la espalda en la pelota ergonómica, tomar después una ducha de agua fría, ver unos minutos Teledeporte con el volumen apagado mientras sorbe un café negro y sin azúcar que lo ayude a hacer de vientre… María se levanta de la cama entonces y elige una blusa de entre la enorme pila de ropa sucia. Es azul y la olisquea antes de ajustársela.
—No te pongas eso —murmura Jonás desde la cocina—. Ya ni siquiera es de tu talla.
Ella prefiere no darse por aludida. Se pasea entonces vestida —únicamente— con la blusa azul por todo el piso. Se regodea. Le encanta regodearse ante Jonás los días de combate. Sabe que él no caerá en la provocación, que tratará de seguir concentrado y que, por suerte o por desgracia, no la llevará de vuelta a la cama para arrancársela. María no puede evitarlo, piensa Jonás, ella también tiene sus liturgias.
—El campeón viste de azul. El campeón siempre viste de azul.
—Espero que hoy no te pongas eso.
Ella suelta entonces una carcajada tan teatral que Jonás comprende lo inevitable: en las horas que restan hasta el combate, María tratará de atormentarlo en cada ocasión bajo la amenaza de vestirse con ese trapo esta noche.
—Mejor no. Mejor haz lo que te dé la gana —farfulla Jonás.
—Eso es —responde ella asintiendo, con la teatral carcajada deshaciéndose aún entre sus labios, como un azucarillo.
El teléfono suena a las diez en punto. Es el entrenador. Tan sólo trata de confirmar que Jonás ha dormido bien y que tiene buenas sensaciones.
—Nos vemos en un rato —dice antes de colgar.
El desayuno es abundante, a media mañana, y el almuerzo ligero. A partir de las cinco de la tarde no deberá probar bocado y entre horas dormirá una siesta breve, no más de 20 minutos, para que el cansancio no desafile sus sentidos y para que sus articulaciones, a la hora de la verdad, le respondan como un resorte. Debe sentirse ligero. Debe ser rápido. Jonás repasa entonces los anteriores rivales a quienes se ha enfrentado. Alfabéticamente. De cada pelea se obtiene una lección distinta, dicen los libros de boxeo, pero Jonás sabe lo inexacto de estas palabras: de cada puñetazo se obtiene una enciclopedia completa.
Cuando apenas quedan quince minutos para que llegue el entrenador, María aún no se ha cambiado de ropa. Sigue sentada en el sofá, fumando cigarrillos mentolados y mirando la televisión.
Jonás la previene desde la puerta de la sala de estar:
—Ya es la hora.
Sólo entonces ella se levanta, camino de la ducha. Abre el grifo del agua caliente, se desnuda por completo y deja la puerta del baño estudiadamente abierta.
—Lo mejor de todo, grandullón, es que esta noche tendré la cama entera para mí. Porque el campeón, tú lo sabes, te va a mandar un par de noches a la suite del hospital. ¿Verdad que lo sabes, grandullón?
Jonás aprieta los puños. Traga saliva. Sabe que María sólo trata de ponerlo en guardia y que en realidad está tan muerta de miedo como el entrenador o como él mismo. Ella sólo trata de protegerlo, enfadándolo a toda hiel desde bien temprano para que la ira, retenida ahora en los puños apretados de Jonás, se le desfogue más tarde dentro de los guantes como dinamita.
El entrenador lleva el chándal de gala bajo el abrigo. Ha bebido una botella de vino durante el almuerzo y tiene la nariz colorada, cubierta de un enjambre de pequeñas venas grisáceas.
—Hay que salir ya. Queda hora y poco.
María cierra entonces el baño de un portazo y Jonás sonríe.
—Dale diez minutos y nos vamos. Hay tiempo de sobra.
Jonás no disputó nunca antes el título. Ni tan siquiera en sus mejores años. Fue figura local —una vez campeón de España— pero la gloria le duró poco más de cuatro minutos. En su siguiente combate perdió por K.O. al inicio del segundo asalto, quedándole de recuerdo una frecuencia sorda y continua que algunas veces le impide dormir, y su condenada lesión de espalda. En el mejor de los casos, ahora se gana el jornal en combates mal pagados; cuando un americano va de paso a los países del Este, a la espera de un rival más serio; o cuando se improvisa alguna velada benéfica que trata de lavarle la cara a este deporte que ya casi nadie comprende.
“Los del Este son duros de verdad, los italianos y los argentinos marrulleros, los cubanos son los mejores estilistas, pero sólo los mexicanos son guerreros de corazón… Sin embargo, la gloria se la llevan siempre los yankees. Eso nunca va a cambiar.”
Son las palabras del entrenador, cuyas referencias son las mismas que ya tuviera en los años setenta. Entonces era mucho, el boxeo. Cuando la hombría valía de algo. Cuando los púgiles hacían séquito cada vez que pisaban la calle y hasta los llamaban para leer el pregón en pueblos perdidos que jamás habrían pisado de otra forma. Ahora, si acaso, la hombría sólo sirve para ponerse en ridículo ante María y sus hermanas.
En el trayecto no cruzan palabra. Los tres permanecen en completo silencio hasta que el automóvil del sponsor se aproxima al Palacio de los Deportes. Tan sólo se ven imágenes del campeón en la cartelería.
—Para eso es quien vende los boletos —murmura el entrenador cuando enfrentan la última curva.
Les toca un vestuario enorme. Demasiado grande para él solo y el entrenador. Porque María se pasará todo el tiempo entrando y saliendo, como siempre. Entrando y saliendo para fumar en el pasillo y para traerle como souvenir los comentarios más molestos del corrillo de afuera. Gente del boxeo o de la prensa. Alguno entrará más tarde para saludar a Jonás o para decirle al oído que cambie de entrenador. Los del diario deportivo preguntarán por el sueño, por el momento histórico y por la gloria de España, aunque todos saben que Jonás está de retirada y que ha sido un tipo acorralado siempre por la mala suerte. Esa maldita lesión en la espalda, le dicen, durante tus mejores años. Si ganara hoy, en los titulares de mañana sería un campeón de chiripa. Por eso ninguno de los reporteros espera verdaderamente el milagro. Entran. Hacen sus preguntas. Se largan.
El campeón hace más tarde acto de presencia, con su perfecta sonrisa para el obturador y los diafragmas. Es más alto de lo que parece en la tele, piensa María. Se hace una foto con Jonás y luego dice algo que parece muy chistoso. Todos se ríen menos él, que jamás aprendió una palabra de inglés, pero la broma parece tener verdadera gracia. La carcajada es larga, amplificada por el inmenso vacío del vestuario. Entonces, uno de los periodistas más jóvenes le traduce:
—Thompson dice que le da mucha pena cuando su rival tiene cara de buena gente.
Jonás recibe un paternal golpecito en el hombro por parte del campeón, y el entrenador abre la puerta para que todos salgan. Le pondrá las vendas cuidadosamente. Luego vendrá un juez para marcarlas y al fin se podrá enfundar los guantes. Jonás no rezará, ni leerá el pasaje de ese otro Jonás con la ballena. Jonás simplemente quiere que esto acabe pronto, que la pelea que les precede sea fulminante y que el árbitro cante de una vez segundos fuera.
María se despide minutos más tarde, camino de su butaca en primera fila. Lo besa en los labios. Tiernamente. El entrenador sabe entonces que debe guardar respeto y darse la vuelta. Hazle daño, le dice María, hazle mucho daño y cállale la boca a toda esta gentuza. Jonás se queda mirándola mientras se marcha, y sonríe porque María ha elegido un vestido rojo abotonado hasta el cuello que le deja toda la espalda al aire. El entrenador guarda un circunspecto silencio y masajea por última vez el abdomen de Jonás antes de empezar a recoger sus cosas. La pelea anterior acaba de terminar. Ha sido rápida, en efecto. Segundo round, dice Jonás, mientras inicia un nervioso paseo de ida y vuelta por el vestuario. El entrenador aprovecha entonces para repasar las últimas consignas:
—No dejes de moverte mientras puedas y mantente lejos de su derecha. Pelea, chico, a todo corazón, pero hazme caso por esta vez: no confundas la ambición con la honra. Ya has recibido muchos golpes a lo largo de tu vida y aún te puedes procurar una vejez saludable después de todo. Es la primera noche que me escuchas cautelas de este tipo, y sé que soy el último de quien quieres oírlas. ¿Te crees que no sé lo que esos vagos te soplan al oído? Pero tú me conoces, y sabes que soy zorro viejo y sé muy bien lo que me digo.
El entrenador lleva dos años pidiéndole que se retire, pero Jonás no hace caso. Esta vez será la última —le prometió hace un mes—, no me ha quedado otra que jurárselo a María. Si Jonás incumple esa promesa volverá a abandonarlo, y esta vez será para siempre.
—¿Ni aunque fueras campeón?
—Ni aunque fuera campeón.
El entrenador no cree una palabra, como a ningún otro de sus muchachos. Los muchachos sólo mienten. Es lo que hacen siempre.
—Si tienes la opción de alcanzarle, no perdones. Yo te vigilo desde la esquina. Te deseo toda la suerte.
Se dan un abrazo que el entrenador alarga para apretarle el torso hasta que le hace crujir la espalda, como un sarmiento, y después le impone la bata de gala: sus cinco letras doradas han perdido todo el lustre, pero Jonás está orgulloso de poder llevarla por última vez. Le gusta el sonido de la tela cuando lanza su izquierda, degollando el aire. Se merece hacer un buen papel, aunque sólo sea para que lo recuerden con los años como alguien que jamás brilló, pero que estuvo cerca. Jonás sabe que se lo merece. Se lo ha ganado a pulso. El viejo, durante las últimas semanas, lo ha tutelado con consejos que debería haberle dado su esposa. María, en cambio, le ha inflamado el orgullo con mucho más acierto, aunque todo fuera cruel y de mal gusto. Ella ha detestado siempre la profesión. Nunca ha tolerado que lo llamen deporte. Para María, el boxeo no es más un denigrante espectáculo entre dos miserables que se pegan por dinero. Pero Jonás repite sus palabras mientras atraviesa por fin el largo pasillo: “Hazle daño. Hazle mucho daño. Cállale la boca a toda esta gentuza.”
Jonás se siente ahora inesperadamente tranquilo. No ha notado en todo el día ese temblor trashumante en su mandíbula, tan familiar desde que lo tumbaron por primera vez. Todo acabará pronto. Empezará una vida nueva gracias a la bolsa de esta pelea.
El entrenador le hace entonces un hueco entre las cuerdas y Jonás pasa al cuadrilátero mientras los flashes de la prensa lo ajustician con su sedosa metralla.
En el primer asalto Jonás no lanza un solo golpe. Se limita a mantener la guardia en alto mientras el campeón baila a su alrededor, impactándole en los pómulos y la barbilla. El segundo round transcurre de igual manera; si bien los golpes del campeón son ahora menos precisos, cuando alcanzan a Jonás se revelan mucho más contundentes. Thompson quiere acabar por la vía rápida, auguran los comentaristas. Pero el aspirante sigue sin contraatacar, sin lanzar un solo golpe. El público comienza así a impacientarse. Se oyen silbidos cada vez que Jonás se agarra del campeón.
—¡Que no es tu novio!
—¡Pero dale un puñetazo, fantoche!
—Esto es un escándalo… ¡Que nos devuelvan el dinero!
—¡Sinvergüenza!
—¡Hijoputa!
Cuando suena la campana, el árbitro difícilmente logra despegarlos. El entrenador lo riega tibiamente con la esponja mientras le pregunta qué coño le pasa.
—¿Te has vuelto pacifista de repente o qué? ¡Devuelve los golpes, joder!
—Aún me siento ligero. He acabado el segundo y aún me siento ligero.
El tercer asalto comienza con el abucheo atronador del respetable. María se resiste a llorar una sola lágrima en público, pero es inútil. La rabia es mucho más fuerte que su voluntad por dominarse. Entretanto, el campeón empieza a dejarse llevar, mucho más confiado ante un auditorio que comienza a celebrar sus embestidas. Hace por momentos un boxeo de exhibición en que lo importante deja de ser la contundencia de sus golpes. Ahora posa, estiliza su boxeo y ridiculiza a su oponente, tal vez para contradecir su fama de pegador que tantas veces lo ha indignado al leer las crónicas de sus noches de victoria. Sin embargo, mediado este tercer asalto, Jonás lanza por fin su primer ataque: un golpe seco, durísimo, a la altura medida del diafragma. El campeón pierde entonces el fuelle. El protector le burbujea en la boca mientras trata de recobrar el aliento. Jonás lanza luego dos series que alcanzan el cuerpo de Thompson. Los silbidos se apagan, desbancados por tímidos aplausos. Ahora será el campeón quien trate de protegerse.
—¡Clinch, clinch! —le gritan desde su esquina.
Pero Jonás repele la agarrada del campeón con un furioso derechazo en el pecho. Así, Thompson se ve obligado a escupir el protector, de forma deliberada. El árbitro detiene momentáneamente la pelea para hacer que se cumpla el reglamento, aunque apercibe a Thompson de manera ostentosa; sin embargo, el campeón sabe que ha ganado unos segundos preciosos. La campana anuncia así el final del tercer round.
Jonás se sienta en su esquina. El entrenador no dice palabra. No entiende a su púgil, ni tampoco a un público que se ha vuelto loco de repente. Ahora todos corean las dos sílabas de su nombre, acompañadas de un golpe con cada mano:
—¡JO-NAS…! ¡JO-NAS…! ¡JO-NAS…!
En este instante, el vino del almuerzo le provoca al entrenador una embriaguez diferida.
A pesar de todo, los de la prensa saben que el campeón ha tenido tiempo suficiente para recuperar el resuello. Ahora desatará toda la furia de su pegada, sin contemplaciones. Para Thompson, la mejor estrategia es hacer lo que sabe hacer mejor y dejarse de filigranas. Sólo así es un boxeador verdaderamente peligroso.
Los tres asaltos siguientes son una carnicería: Thompson no deja de lastimar el rostro de Jonás. El público se amansa por momentos, ya que los golpes del campeón impactan en su adversario ahora sin interrupción, que sigue en pie de milagro, al final del cuarto.
—Esto era precisamente lo que te dije que no hicieras. Pero tú no haces caso. ¡Tú nunca has hecho caso, joder!
En lo boxístico, el quinto sólo ofrece un poco más de lo mismo: un desigual intercambio de golpes, en el que por cada cinco del campeón sólo habrá uno o dos de respuesta por parte del aspirante. Sin embargo, el público comienza a premiar su entrega nuevamente, con aplausos que van contagiándose desde las últimas gradas hasta la primera fila. María vuelve a escuchar a su alrededor el coro de dos sílabas en favor de su marido, pero Jonás ya no se siente ligero. Sabe que sus golpes sólo son de fogueo y que el cansancio ha mojado la poca pólvora que le quedaba.
En el sexto, la chica del cartel echa una mirada a Jonás que trata de sonreírle bajo la hinchazón de sus pómulos. El público lo jalea ahora sin división de opiniones, porque resulta milagroso que este chaval de treinta y seis años aún se mantenga en pie. El entrenador tiene la toalla en la mano desde hace rato, aunque sabe que Jonás nunca le perdonaría que parase el combate. María da un grito mudo entre el estruendo. Ni tan siquiera le consuela la idea de que ésta sea la última vez que tenga que presenciar una noche de boxeo.
—¡Al diablo! —le berrea el entrenador desde la esquina—. Haz lo que te de la gana, muchacho. ¡Yo me lavo las manos!
El campeón tarda aún dos interminables asaltos en derribarlo, aunque nadie en el Palacio de los Deportes celebra ya sus combinaciones. El árbitro inicia la cuenta mientras el auditorio se pone en pie, aplaudiendo al hombre que va a ser finalmente derrotado. María también se pone en pie, aunque aplaude sólo por inercia.
Todo termina.
El campeón levanta los brazos pero todo el público mira hacia el bulto que aún sigue desplomado en el suelo. No se mueve apenas, pero se diría que aún respira. En un intento por descartar la tragedia, el respetable empieza a comentar en improvisados corrillos el inmenso combate al que acaban de asistir. Un hombre menudo entra entonces en el ring y toma el pulso de Jonás. Con una linterna estudia la dilatación de sus pupilas. Los camilleros llegan más tarde, tratando de no resbalar con el sudor que riega el suelo del cuadrilátero.
—Sólo está conmocionado. Nada verdaderamente grave —le comentan al entrenador.
La mirada del público escolta ahora la camilla donde llevan al púgil derrotado. Justo antes de que lo pierdan de vista, al final del pasillo, Jonás levanta uno de los guantes, y el auditorio vuelve a corear su himno de dos sílabas: el nombre de un luchador que jamás brilló, pero que estuvo cerca. El mejor de su generación —dirán mañana algunas crónicas— de no ser por las continuas lesiones y por la mala suerte.
María sabe entonces que dormirá otra vez sola, aunque sólo usará la mitad vacía de la cama que suele ocupar su marido. En un par de días deberá recogerlo en el hospital. Aunque deteste el boxeo desde las entrañas, ella le contará todos los detalles de un combate que Jonás habrá olvidado. Y le repetirá la historia tantas veces como sea necesario. Él lo merece.~
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