A cien por hora
Una cerveza en una huida. Un cuento de Manuela della Fontana /fotografía Dennis Hopper.
—Creo que necesito una cerveza.
Es lo único que acertó a decir tras secarse el sudor que como gotas perladas caían por su frente.
—¡Para te digo! —gritó esta vez, bajando el cristal de la ventanilla en un intento de sentir el aire de la carretera sobre su escaso pelo cada vez más alborotado.
—¿Estás loco? Espera al menos a llegar al próximo pueblo —le respondió Luisa al tiempo que le lanzaba una mirada furiosa.
La mochila le rozaba las piernas. Todavía debían faltar por lo menos dos horas para que llegaran al destino, y la boca cada vez la notaba más seca. Intentó sintonizar la radio en busca de alguna canción de éxito pero las interferencias hacía imposible otra escucha que esa estúpida melodía que ella tatareaba con nerviosismo desde hacía un buen rato.
Le pegó una patada a la mochila antes de arrellanarse en el asiento con resignación. Conociendo su condenado carácter sería difícil convencerla para hacer otra cosa que no fuera su voluntad. Se distrajo jugando con el mechero en el bolsillo y apenas la miró cuando hizo una peligrosa maniobra de adelantamiento dejando atrás un camión. Comenzaba a caer la noche y la visibilidad se hacía cada vez más reducida. Sin poder apartar la vista de la carretera se preguntaba cómo había llegado a ese punto de no retorno, como podía haberse dejado convencer, verse en una circunstancia así, él, que si de algo presumía era precisamente de su capacidad para salir airoso de cuantas situaciones comprometidas se pusieran a su paso.
Había sido unos días antes en un hostal, a la hora del almuerzo, cuando ella le había propuesto dejarlo todo, abandonar su vida rutinaria de secretaria en la editorial y lanzarse a la aventura de un futuro incierto. No le pareció un mal plan, él también estaba harto de su mujer y de su vida. Aunque viéndose ahora aguantando el peso del silencio en un viejo Alfa Romeo con una mochila cargada de dinero, convertidos en dos fugitivos, nadie pensaría lo mismo. Tampoco él.
Notó como el pantalón se le pegaba a las piernas. Y la boca, la boca cada vez la sentía más seca…
—Necesito una cerveza —volvió a decir.
[pullquote]Todavía debían faltar por lo menos dos horas para que llegaran al destino, y la boca cada vez la notaba más seca.[/pullquote]
Ella seguía seria, atenta a la carretera con las manos fijas en el volante, impasible. Pudo adivinar sus piernas flacas y ese pecho exagerado que se abría paso entre los botones de su blusa. Se fijó en su pelo sin gracia, y en sus uñas pintadas. Siempre odió los colores chillones y esas manicuras imposibles, que le recordaban a su mujer. Volvió a mirarla. Cuando la conoció en aquella reunión, todo aquello pareció no importarle, ni sus uñas ni su pelo, solo se fijó en su increíble parecido con Edwige Fenech: su actriz favorita. Sus idas y venidas en la sala de juntas meneando el trasero le desconcertaron. Aun así se mantuvo distante, tratando de no distraerse, defendiendo con aplomo sus posturas ante una junta directiva que parecía ajena a cuanto pasaba por su cabeza. Solo luego en el bar, mientras tomaban una copa, se acercó a ella en busca de compañía fácil, lo demás vino rodado. No le extrañó que estuviera allí sola, en medio de ejecutivos borrachos, ni siquiera que desde el principio aceptara una intimidad que tal vez no debió nunca proponerle. Sería después, una vez perdido el pudor inicial, enredados en la curiosidad de la novedad, cuando sus cicatrices quedaron al descubierto, la soledad y sus problemas en el trabajo: ella. La historia de su matrimonio: él; pero ya era tarde.
Semanas más tarde en el mismo hostal, contando los lunares de su espalda, aceptó formar parte de aquel estúpido plan. Una travesura de niños grandes, le dijo. No parecía un trabajo difícil, trató de convencerle. Su jefe era descuidado, y hacía tiempo que venía observando donde dejaba las llaves del cajón que en ocasiones hacía las veces de caja fuerte. Bastaría encontrar el mejor momento para hacerse con todo el botín. Por lo demás, tampoco era mucho, pero si el suficiente dinero para disfrutar una temporada. Y después, desaparecerían, juntos. Una travesura de niños grandes…
Sus pensamientos se disiparon al paso de dos coches que a toda velocidad dejaron una estela de humo. Intentó concentrarse una vez más en las luces de la carretera y en las grúas que iban quedándose atrás en el camino, pero no podía. Esta vez su aventura había llegado demasiado lejos.
Cerró los ojos.
—¿Qué te pasa? ¿No me digas que te arrepientes? —preguntó Luisa mientras apretaba el pie en el acelerador. Un letrero indicaba que estaban ya a pocos kilómetros de la ciudad. Suspiró aliviado. Su mujer andaría preocupada, ni siquiera se había tomado la molestia de una excusa, total para qué. Miró el reloj, se sentía confuso y agotado. La cena ya estaría en la mesa. A estas alturas solo deseaba bajar de ese coche, beber una cerveza, y huir.~
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