Sin título

La crónica de la última -y rara- presentación del novelista Fernando Ábrego. Por Simón Clarinet.


 

FUE TRASLADADA A Perro Podrido la Estatuilla Dorada (pieza fundamental de la moderna y a la vez antiquísima cultura joliwoodense) para su exhibición en la galería de arte Los Tigres Jeteados. Jamás antes la Estatuilla Viajera, como también la llaman, había tocado tierras perropodrileñas y la expectación venía desde hace meses, cuando se anunció que la tendríamos, in crescendo.

La fecha llegó y como buen cronista encamineme hacia Los Tigres para ser testigo de la ceremonia; cien metros antes de arribar, no obstante, fue claro para mí (lo hubiera sido para cualquiera), que ésta no tendría lugar. Había gente en la calle que lloraba y gritaba como extraviada de sí. A lo lejos, un ulular de sirenas. Ya en la entrada de la galería vi lo que no suele verse a la entrada de ninguna galería: una mano, así solita, sin el cuerpo, tirada en el piso, en medio de un charco de sangre. En el interior había más gritos, unos gritos «de manicomio», si se me permite la expresión, y más miembros cortados. Arte vanguardista, pensé de inmediato, pero no, queridos lectores, no se trataba de eso, por desgracia.

Fue el caso que una bandada de chinos rabiosos (esto me lo platicó Fernando Ábrego), armados para colmo con cuchillos, penetró en el recinto ¡diez minutos antes de que yo llegara! vociferando insultos (o poemas, que lo mismo da) y tasajeando, así como se oye, a cuanto perropodrileño tuviera la desgracia de cruzárseles.

Robaron la estatuilla y desaparecieron.

—Pinches chinos —dijo Ábrego (novelista, por cierto), no sin alguna sonrisilla.

Mientras él me contaba lo de la masacre, unos policías, a punta de nada discretos empellones, nos iban echando de la sala, que fue clausurada sin mayor demora, como no podía ser menos.

—Pero… ¡sonríe usted! —declaré consternado.

—No se confunda. La sonrisa que traigo es más bien de nervios —dijo Ábrego—. Verá, yo mañana presentaba una novela, aquí mero, en Los Tigres, con la Estatuilla de fondo. Ahora, con esto…

Se frotó el mentón, atribulado. Ante nuestras narices clausuraban era el último baluarte de cultura perropodrileño. ¡Todo no los han cerrado (menos la boca)! Museos, galerías, escuelas de arte, nada de eso existe ya.

—Ni modo —le dije a guisa de chacota—. Tendrá que presentar su libro en alguna cantina.

—¡Oiga! —brincó emocionado.

Y así, pegando brinquitos, lo vi alejarse por la calle todavía punteada de Gritos de Munch.

La presentación de la novela (El Sueño del Perro) se llevó a cabo a la noche siguiente, en la Locomotora, la cantina perropodrileña por antonomasia. Estuvieron allí los poetas, los narradores, los pintores, los fotógrafos, en fin, toda la comunidad artística que, dicho sea de paso, hubiera estado allí de todos modos, aunque no se presentara nada. Ábrego leyó varios capítulos de su obra magna y fue muy aplaudido, cosa que lo enfureció. Es la clase de escritor que odia los aplausos. Cuando nos dimos cuenta estaba injuriándonos a todos. Parecía perro rabioso. De su boca no salían más que dicterios, blasfemias y calumnias; a los poetas, en específico, motejábalos de ¡putoooos! La comunidad artística, entre risas, no paraba de aplaudir. Fue una noche memorable.

Abandonamos La Locomotora Ábrego y yo, en plena madrugada. Él se tambaleaba de borracho. Putos, putos, putos, insistía, pero se calló de pronto cuando, al pasar por una construcción, nos topamos con la escena que procedo a describir.

Una muchacha, esbelta y semidesnuda, estaba siendo acorralada por un puño de siluetas gorilescas (entre quince y veinte, a ojo de buen cubero); la jalaban del pelo, habíanle desgarrado la blusa y la falda, pero no acababan de desvestirla por completo ni de someterla. Gruñían y gruñían y la amenazaban, como con garrotes, con sus vergas duras (perdón si hay niños leyendo). Ella se encrespaba lanzando rugidos leonescos.

—Hay que rescataArla —dijo Ábrego (se le salió un gallo).

Me arremangué la camisa y… no tuvimos que hacer nada.

La propia muchacha terminó de arrancarse la ropa (con gran jolgorio de los gorilas) y se dedicó a continuación a lanzar, con furiosa elegancia, patadas y zarpazos. RAZ POW RAZ. En menos de un minuto había deshecho a sus peludos atacantes. Los dejó para el canasto (diría mi abuelito) y de pilón les amarró las vergas que, derrotadas, parecían de gelatina. Queridos lectores, un horrible nudo de falos, imagínenselo, por favor. Chillaron los monos con qué patetismo.

¡Bravo, bravo!, me puse a aplaudir como tonto.

Ábrego, junto a mí, se frotaba sus partes y cruzaba con aquella (desnuda, sudorosa) fiera una larga y candente mirada:

—Oh, Baby, come with me —le canturreó.

Hubo un flashazo deslumbrante y lo siguiente que recuerdo es al novelista tendido en el suelo, inconsciente y con el pecho abierto por un zarpazo espectacular.

—¡Ábrego!

Me lo eché al hombro y lo llevé al hospital más próximo, que estaba cruzando la calle porque si algo sobra en Perro Podrido son los hospitales. Hay uno casi en cada esquina, el problema es que están vacíos, como pude comprobar.

Entré cargando al novelista y nada, ni un alma, excepto por las de las ratas que merodeaban por allí. ¡Pronto, un escritor herido!, grité, no sé para qué. Hasta las ratas, al oír la palabra «escritor», salieron huyendo.

Total. Recostelo sobre una camilla y lo fui empujando durante lo que me parecieron horas, hasta que dimos con la sección especial de los literatos. En esta parte del edificio hallábanse apilados, en camillas o en el suelo, poetas, ensayistas, cronistas y filósofos. Unos, nimbados de moscas, ya en franca descomposición; otros, en las últimas, lanzaban profundas quejas y empuñaban débilmente sus amarillentos manuscritos. El único doctor a la vista estaba muy ocupado propinándole de bofetones a un paciente viejo, que al cabo de tantos golpes acabó por cerrar los ojos y quedarse quieto sobre la camilla. Sólo entonces el doctor, que inhalaba y exhalaba satisfecho, paró mientes en Ábrego y en mí, pero en lugar de interesarse por nosotros, comenzó a gritar:

—Nada pone tantos reparos en morirse como un filósofo. Le estoy diciendo (señaló al paciente viejo) que ya se murió y me pregunta «¿qué es la muerte?». Quieren comprender comprender comprender… ¡Es una lata!

Y con esto desertó de la sala, dejándonos a nuestra suerte.

La del novelista Fernando Ábrego resultó ser fatal. Sí, queridos lectores, lo hemos perdido. Expiró entre mis brazos (queda claro que eso de cuidar escritores no es lo mío, van dos que se me mueren). La herida no le paró de sangrar y su cuerpo, afiebrado y trémulo, a la postre claudicó.

En medio de unos resuellos finísimos todavía musitaba, musitaba… algo inaudible; tuve casi que pegar contra sus labios mi oreja para descifrar aquel susurro en que periclitaron sus últimas (y desde hoy célebres) palabras:

—Oh, baby, oh, baby…

Seguiremos informando. ~