Quizá

«Dentro de un mes cumplo 30 años, justo un día después de las elecciones presidenciales en mi país. Cuando escribo esto recuerdo cómo han sido las veces anteriores: una vez cada seis años me toca festejar por lo bajo, recorrer mi onomástico por cuenta de la ley seca, resignarme a que nadie me recordará ese día, salvo por mi madre que, supongo, es capaz de recordar más el dolor del parto que el cumpleaños de su (ya no tan) pequeñín.» Una crónica especial de las distintas elecciones, reacciones políticas y cumpleaños de Ruy Feben.

 
Dentro de un mes cumplo 30 años, justo un día después de las elecciones presidenciales en mi país. Cuando escribo esto recuerdo cómo han sido las veces anteriores: una vez cada seis años me toca festejar por lo bajo, recorrer mi onomástico por cuenta de la ley seca, resignarme a que nadie me recordará ese día, salvo por mi madre que, supongo, es capaz de recordar más el dolor del parto que el cumpleaños de su (ya no tan) pequeñín. Cada seis años mi fecha especial es opacada por la euforia electoral en México, la cual, desde que tengo memoria, es desaforada, escandalosa, tremenda. Sin embargo este año parece haber algo distinto, que en nada tiene que ver con la supuesta madurez que uno gana al dejar los veintes. Este año, y desde apenas hace un par de semanas, algo huele distinto en las elecciones de mi país.

Al lector del futuro, o del pasado, o de la improbable democracia funcional que en México justo ahora no tenemos, permítame explicarme por qué este cumpleaños electoral es distinto. Permítanme explicar, sin asomo de rigor (soy escritor, y los escritores tenemos siempre algo de caótico que no nos permite abordar las cosas como si fuésemos analistas políticos), lo que ha sucedido en México, al menos desde el punto de vista de alguien que debe haber hecho algo muy malo en la vida pasada como para tener que padecer elecciones en su cumpleaños, cada seis años.

1. 1982
El año en que nací, 1982, fue año chino del perro, y a México en muchos sentidos le fue, bueno, del perro: por ejemplo, muchos han olvidado que ese año ocurrió la crisis bancaria que después detonaría otra crisis mucho más espectacular, mucho más famosa: la del 94, que dejó a casi todo el país en una ruina de la que la mayoría no termina de recuperarse. No tantos han olvidado que en 1982 hubo elecciones presidenciales, celebradas del modo que tan bien le funcionó a México durante casi todo un siglo: prácticamente hubo sólo un candidato, un Miguel de la Madrid carismático, guapete, que ganó con el 70% de los votos, representando al partido en el poder, ese PRI que era eterno, omnisciente, omnipotente. Fueron las últimas elecciones celebradas en México a la vieja usanza, o eso dicen; fue la última vez que no hubo quien se le parara enfrente a esa reencarnación titánica que se llama PRI, o eso dicen; fue la última vez que el día de las elecciones no fue más que un trámite para dejar pasar lo que todos sabían que iba a pasar: votaran o no, el PRI seguiría gobernando, bien o mal. Esa elección ocurrió el 4 de julio, y mi madre no pudo votar porque le estaba dando de comer a su primogénito de apenas dos días de nacido.

2. 2000
Dicen que la historia recordará el año 2000 en México como el año de la democracia. Yo lo recuerdo como el año en que llegué a la mayoría de edad de la manera menos divertida de la historia: ese 2 de julio, mientras todos esperaban que Vicente Fox y el PAN sacaran al PRI de la presidencia, yo deseaba con todas mis fuerzas poderme festejar con una cerveza legal. No pude hacerlo: en vez de ello, pasé toda la tarde sentado en la raquítica sala de mi casa, con todos mis tíos emocionados por lo que estaba por venir. Ese año, al parecer, sólo existía, al menos en mi mundo, una opción electoral: el cambio. La democracia. Los medios de comunicación vislumbraban la posibilidad de hablar sin el bozal que había sido el PRI por 70 larguísimos años. La libertad de expresión, divina. Sobre todo después de dos elecciones oscurísimas: la del 88, cuando una caída del sistema le dio la presidencia a Carlos Salinas de Gortari, quizá el presidente más siniestro que ha tenido este país, y la del 94, que tuvo un magnicidio, un presidente de corte bastante mediano y esa crisis de la que preferiríamos no acordarnos. Durante todo ese tiempo, y durante muchas décadas más, el país vivió bajo el régimen callado y jurásico de un partido dinosaurio letal. Pero ese 2000, cambio de milenio, México pudo imaginar por primera vez (los entusiastas dirán que no, que fue por segunda o por tercera o por décima) una vida electoral digna. De más está decir que Fox ganó; su mano enorme, haciendo la V de la victoria, quedó inmortalizada en una escultura de su rancho en San Cristóbal, Guanajuato. Su victoria se sintió de todo el país. Doce años después de eso tenemos mucho qué reprocharle a Fox, es cierto, pero tenemos que agradecerle, o que agradecernos, que al día siguiente de esa elección había una columna en un periódico cuyo título rezaba, como si todos fuéramos Monterroso, que “Y cuando desperté, el dinosaurio ya no estaba allí”.

3. Interludio
Hernán Casciari, argentino y genial, escribió alguna vez que “México es adolescente, pero con ascendente indio. Por eso se ríe poco y no fuma inofensivo porro como el resto de sus amiguitos”. Esa es quizá la descripción más acertada que he leído de cualquier cosa en toda mi vida. Para quienes no conozcan: socialmente hablando, México es un lugar rarísimo. Somos mestizos: no hay una división racial clara, pero sí que hay una división de clases, intuitiva, tácita, que nadie se atreve a nombrar pero que todos conocen. “Indio” aquí es un insulto; “gachupín” (español) también. Podría agotar libros enteros tratando de describir a cabalidad un solo día en este país, pero trataré de resumir toda mi experiencia nacional: México es un país donde nadie está contento siendo lo que es; México es el país imposible que todo mexicano añora desde dentro, mientras lo repudia.

Veamos: tenemos una clase alta (en algunos casos altísima) que se enorgullece del tequila sólo cuando está en España o en Nueva York; el resto del tiempo, se enorgullece de haber estado (¡y de qué forma!) en España o Nueva York; una clase que prefiere la comodidad de la vista gorda casi siempre. Tenemos una vastísima clase baja, compuesta de millones de personas (las cifras oficiales dicen que son 12 millones, así que deben ser como 36 ó 40 millones) sin acceso a educación, agua potable, vivienda digna, alimentación de calidad, infraestructura: o sea, millones de personas pobres, mucho muy pobres. La cosa con la mayoría de esta gente es que son indios o mestizos: tienen una cultura que nos encanta y nos seduce: hacen mantas hermosas, comida deliciosa, artesanías únicas. Para conservar eso, que en este país se llama “cultura”, hemos preferido no darles más medios de subsistencia, no vaya a ser que se les olvide cómo hacer alebrijes. Es, o se les mantiene así porque, vaya, ¿a quién le conviene tener una mayoría educada? A este gobierno, a estos gobiernos, no. Y luego tenemos una clase media mutante. Se sabe que la clase media mexicana es esa que no es rica ni pobre, pero nada más. Eso se debe a cómo se formó la clase media en este país: a diferencia de Francia o Estados Unidos, donde la clase media se formó como un poder social en contra de la nobleza, en México la clase media es esa que, en los tiempos de el milagro mexicano, no logró llegar a ser clase alta. Los clasemedieros mexicanos somos los nietos del tendero que se acomodó pensando que todo siempre estaría bien; o del inmigrante que no trabajó a deshoras; o del que prefirió no estafar. Y esa mala suerte o estupidez o bondad exagerada de nuestros ancestros, en términos generales, nos encabrona. Mientras que las clases medias de otro lugar del mundo rechazan de algún modo las formas pomposas de los ricos, en México la clase media repudia su propia falta de suerte y refleja ese repudio hacia las clases bajas, como si fuera su culpa que este país no sea de puros ricos. Mientras que las clases medias de otros países aprovechan su condición social y económica para producir reflexión, en esta clase media la única reflexión posible es la que promete el ascenso social. El imposible ascenso social.

Sirva esta visión simplista que los mexicanos casi siempre tenemos de nosotros mismos como introducción al

4. 2006
Un día antes de mi cumpleaños 24, el 1 de julio de 2006, mi abuela Ángeles me invitó a tomar un tequila para festejar. Lo hizo a destiempo porque no quería que ninguna clase de circunstancia arruinara su jornada electoral, fuera ésta mi festejo de cumpleaños o la caída de un meteoro. Así que fui a visitarla a su departamento de la colonia del Valle: ahí me recibió la abuela, en medio de un montón de adornos medio rococó, con un trago. No bien me había sentado en su sillón de flores, me preguntó por quién votaría al día siguiente. Recuerdo ese momento no sin vértigo: por cuestiones laborales, me había tocado presenciar demasiado cerca las campañas políticas, y me quedaba en claro que todo era un muladar. Respondí sinceramente: no lo sabía. Ella, al igual que muchos compatriotas por entonces, le dedicó toda una tarde a tratar de convencerme para votar por Calderón, el candidato de la estabilidad; el candidato que hizo del proceso de campaña un asco al inyectarla de odio. Las razones de mi abuela eran simples, claras: votar por cualquiera antes que por López Obrador, ese potencial dictador.

A mí no me quedaba tan clara la diferencia entre un candidato y otro. Uno proponía una revolución dudosa bajo un halo imposible de mesías populista; el otro proponía un sometimiento a los poderes de siempre. Eso, para mí, involucraba una clase espantosa de semejanza: con cualquiera de los dos parecía que el país estaría hundido otros seis años. Para mi abuela, sin embargo, la diferencia era clarísima, y la entiendo: Ángeles nació a finales de una década en la que un presidente priísta (“otro mesías populista”, según ella) expropió propiedades a todo lo ancho del país. Este acto de nacionalismo exacerbado, muy propio de los años treinta en México, le tocó demasiado cerca: Lázaro Cárdenas expropió el rancho de mi bisabuelo en Tamaulipas; a ojos de mi abuela, ese solitario acto de política económica condenó a la familia a la ruina en nombre del bien del pueblo. Mientras que para mí la decisión era teórica – acaso considerar las tendencias ideológicas de cada partido, acaso considerar la empatía que me provocara o no cada candidato – para ella era una decisión de honor: no estaba dispuesta a votar por alguien que, dadas las circunstancias y según su entender, le expropiaría todo de nuevo.

El caso de mi abuela fue el de muchos ese año. Todo empezó con una tarde de abril y una pancarta reproducida cientos de veces en cientos de calles del DF, en la que se aseguraba que Andrés Manuel López Obrador era un peligro para México. La pancarta, cuyo mensaje también empezaba a circular en correos electrónicos y en charlas de sobremesa, se refería al candidato de izquierda, que hasta entonces iba de puntero, cuyo sonsonete era “Por el bien de todos, primero los pobres”. Los rumores decían que, en cuanto ganara, AMLO correría a expropiarlo todo y con eso se alimentó el fuego de una campaña de terror auténtico: las clases más o menos acomodadas salieron aterrorizadas a evangelizar sobre los males de las propuestas de la izquierda (las muy acomodadas aquí no temen nunca). A pregonar los bienes de la economía estable y la protección de los bienes particulares que representaba, dicen, Felipe Calderón, un candidato de derecha que venía de ninguna parte; un candidato que había comenzado vendiéndose como el presidente del empleo; que se hizo llamar “hijo desobediente”, porque no era el elegido por Fox, el entonces presidente, para sucederlo. Calderón, antes de la campaña de terror, tenía todas las de perder, y es hasta comprensible que su estrategia haya sido absolutamente emocional. Pero todo fue demasiado lejos: pocas semanas antes de la elección, la única conversación posible en todo el vasto territorio nacional era la disyuntiva AMLO-Calderón: ¿quién ganaría? ¿Por quién piensas votar? ¿Qué no ves que AMLO te va a quitar todo lo que tienes? ¿Qué no ves que Calderón es un fascista, fanático religioso que va a vender este país a los poderes papales? ¡Cállate, pinche naco! ¡Ay, pues tú muy burgués! No es exageración: hay hermanos que, seis años después de todo aquello, siguen sin hablarse, gracias a sus diferencias políticas. Hay quien renunció cuando el jefe llamó dictador chavista a AMLO; hay quien cortó a su novia cuando ésta dijo que Calderón sería buen presidente. El país se dividió como nunca antes. Al final se dio por ganador a Calderón, AMLO ocupó durante varias semanas el Paseo de la Reforma en un plantón, y el país perdió alguna virginidad, quizá la última.

El entendimiento no fue inmediato pero me parece que fue general: hoy, la lección que podemos recoger de 2006 es que detrás de la política hay medios de comunicación con tremendo poder. Hoy decimos “manipulación”; en una visión más, digamos, cobarde, yo diría que en 2006 nos dimos cuenta de que los medios de comunicación son empresas, y las empresas deben ganar dinero. Los medios de comunicación que durante 70 años estuvieron en silencio o sometidos a los poderes del PRI se revelaron en el 2000; para el 2006 se habían convertido en monstruos capaces de decir y hacer lo que se les diera la gana. O casi: ahora los medios debían subsistir por cuenta propia, y para ello tenían que vender espacios publicitarios a empresas contra la cuales no podrían hablar después; el tiempo aire se subastaba: el más rico podría tener los medios. El dominio del gobierno se mudó al dominio de los poderosos. En 2006 fueron esos intereses empresariales los que levantaron una campaña de “concientización”: hubo una sala de juntas, una cita, varios autos de lujo, una orden, un guión, un efecto. Probablemente el fraude no fue necesario: la gente ya había creído la versión de la tele, de los mails, de los empresarios que, a falta de PRI, gobernaban tan cómodamente los medios.

5. 2006 otra vez
Hace seis años yo estaba terminando la carrera. Escribía afanosamente mi tesis, hacía mi servicio social en una escuela para adultos, iba de trabajo social a una comunidad indígena otomí. Fue una época caótica de mi vida, de la que sólo recuerdo una escena: una noche en la que caminé por el desierto, iluminado por un camino de antorchas pequeñísimas hechas de los matorrales que crecen del polvo del desierto de Hidalgo. El pueblo se llamaba El Botho, palabra otomí que es fonéticamente idéntica al acto de votar, y que significa “piedra negra”. Es un pueblo perdido en el desierto: 13 familias en el cruce de dos caminos de tierra; hombres que para trabajar deben huir a Estados Unidos; niños que no saben leer; ancianos que no tienen otra forma de sustento más que el pulque que hacen, que venden a un precio tan bajo que terminan por consumir para no morir de hambre. Para entender qué y cómo es El Botho, pensemos en Nico, un niño que a los seis años recorría el monte a solas todo el día, comiendo apenas lo que le dieran en otras casas. Sus padres bebían pulque todo el tiempo, y él vestía sólo un pantalón (que le quedaba enorme), unos zapatos rotos, un sweater desgarrado, en un desierto que, durante el invierno, llega a temperaturas bajo cero. Nico era el típico niño de su pueblo; Nico no sabía leer y dudo que hoy haya aprendido.

A este pueblo, al que no llega el agua potable, sí llegaba la televisión, y también llegaba la campaña política. Como en muchos lugares de México, había gente a favor de Calderón y gente a favor de AMLO, y había gente peleándose por esa disyuntiva: grupos de hombres agitando levemente los brazos, discutiendo bajo un huizache que apenas les alcanzaba a tapar el sol. Discutían como hablando de otro planeta: no de sus tierras secas y de su desierto inmenso y de sus mujeres enfermas y de su falta de trabajo, sino de los apoyos que Calderón sí podría conseguir y de las medidas que AMLO sí podría implementar en una ciudad lejanísima, casi improbable. Durante esa época, México parecía más un apocalipsis zombie que una democracia. Recuerdo haber escuchado a alguien decir que votaría por Calderón porque AMLO lo dejaría en la ruina; esa persona lo dijo todo empolvado, royendo un pedazo de lazo, sentado sobre el borde de un camino de tierra gris, sosteniendo una cuerda que del otro lado, presumiblemente, tenía un chivito raquítico arrancando pedazos de matorrales al desierto otomí.

6. 2012
El escenario electoral de 2012 se anunció hace seis años y quizá hasta más. La campaña presidencial de 2006 dejó al país ideológicamente desmoronado, repartido básicamente sobe tres premisas: uno, hubo algo muy sucio en las elecciones, y los dos partidos que la disputaron no supieron hacer las cosas; dos, lo más sucio de todo fue que alguien, que ni siquiera pertenecía a esos partidos y a quien ni siquiera le vemos la cara, nos engañó; tres, estábamos mejor cuando nuestra democracia era ficticia pero nuestros villanos eran palpables. No recuerdo cómo fueron exactamente las cosas; lo cierto es que para 2008 todos ya sabíamos o intuíamos que el candidato del PRI para estas elecciones presidenciales sería Enrique Peña Nieto. Para 2009, cuando hubo elecciones intermedias, todos los mexicanos nos dimos cuenta, no sin cierta sorpresa, de que el gran ganador de 2006 no había sido Calderón y su presidencia constitucional, ni AMLO y su plantón en Reforma: el gran ganador de 2006 fue el PRI, al no participar visiblemente del mierdero político de aquel año. Ganó de manera tan contundente, que el 2012 sólo parecía cuestión de tiempo. Tenía un candidato carismático (y según el entender de muchas mujeres, guapísimo), casado con una celebridad de televisión (de Televisa, claro está), dos competidores con credibilidad devastada, una añoranza general por el orden. Desde 2009 una cosa parecía dogma en México: el PRI regresaría al poder.

Ese dogma se puso en cuestión hace dos semanas: Peña Nieto, quien ya se comportaba como presidente, quien salía sonriendo siempre en todas las fotos, quien parecía intocable, visitó la Universidad Iberoamericana (UIA). Esa visita estaba planeada para transcurrir de manera pacífica: la UIA es una escuela jesuita que, se supone, es para jóvenes acomodados – es decir: para jóvenes cuyas familias están tradicionalmente con el grupo en el poder. Muchas cosas se han dicho al respecto: que Peña canceló esa visita varias veces porque quería que el 80% del recinto donde hablaría estuviera ocupado por “su equipo”; que la seguridad en la universidad se reforzó como nunca antes. Lo cierto es que para cuando comenzó la visita era evidente que no sería el paseo tropical que EPN había planeado: los alumnos lo recibieron con máscaras de Salinas de Gortari (¿recuerdan ese presidente siniestro de hace algunos párrafos?), con pancartas que consignaban su candidatura. Al terminar el evento, la imagen era una que nadie podía haber imaginado, no para ese día, no con esa gente: los alumnos perseguían al candidato perfecto; le decían que se largara de su universidad. A la mayoría de la gente le pareció que dejar encerrado al candidato en un baño (gracias a dios siempre tendremos esta clase de comedia), que arrojarle zapatos en su caminata triunfal, son modos opuestos a los de la democracia. Yo sólo sé que la democracia a veces también arroja zapatos, y que esa tarde me sentí orgulloso: hace seis años yo estudiaba en la UIA, y sé que hace seis años una manifestación hubiese sido imposible.

Esa sola visita ocasionó la mayor crisis en la campaña de EPN, a la que hace mes y medio Enrique Krauze le propinaba chabacanamente el adjetivo de “perfecta”. Lo que sucedió, muy rápidamente, fue esto: al día siguiente de esta manifestación de repudio, algunos medios (adivinó usted: Televisa y OEM, la empresa de periódicos más grande de México, la que tradicionalmente ha hecho lo que el PRI le ha pedido) publicaron a ocho columnas que la visita de EPN a la UIA había sido un éxito a pesar de un intento de boicot por parte de otros partidos; al mismo tiempo, la inteligencia del PRI amenazó a algunos de los alumnos implicados en las manifestaciones. De inmediato los “revoltosos” sacaron un video en youtube: nadie los había mandado; no pertenecían  a ningún partido, y no iban a permitir que los medios dieran una versión que se ajustara a los intereses de candidato cualquiera. También en youtube empezaron a circular videos grabados en varias ciudades del país, donde se veía a miembros de la campaña del PRI golpeando a la gente que se manifestaba en contra de su candidato. Se comprobó la sospecha: la candidatura perfecta del PRI se había gestado gracias a a) una represión noticiosa por parte de medios que informaban lo que les conviene a unos pocos y b) una represión violenta por parte del PRI.

Los de la UIA hicieron una marcha hacia Televisa. No en contra del IFE, organismo que se supone regula las elecciones; no en contra del PRI. La manifestación fue para lograr veracidad en los medios; transparencia en la información. Por primera vez en varias generaciones los universitarios salieron a la calle. A los de la UIA se les unió gente del Tec de Monterrey, del ITAM, de otras universidades de paga, consideradas también para “niños ricos”. Pero también salieron estudiantes de la UNAM, del Poli. Así que corrijo: por primera vez en varias generaciones todos los universitarios salieron a la calle. A la fecha han realizado dos marchas (la segunda de las cuales fue multitudinaria). En redes sociales se han difundido cada vez más evidencias del abuso de los medios y de los gobiernos; la ventaja de EPN, que se suponía era de casi 20 puntos en las encuestas, se ha puesto en severo entredicho: ¿cómo sabemos que las encuestas no mienten, si todos los demás lo hacen? ¿Quién escoge entonces al presidente: los votantes o los medios?

Para muchos, estos eventos inéditos representan una suerte de Primavera Mexicana; los detractores dicen que no: que lo que a nosotros nos pasa acá nada tiene que ver con los totalitarismos de Egipto y Libia y Siria. Parece que a muchos se les olvida que la mejor forma de totalitarismo es aquella que no es evidente. Hay algo sintomático en que las manifestaciones de repudio sean contra quienes manejan la información; esto es: contra el verdadero poder. Lo que yo sé es que por primera vez en mis casi 30 años estoy viendo algo que me hace echar felizmente de lado lo que escribí hace unos párrafos. Ya no se trata de partidos políticos o de elecciones. Posiblemente ya no somos esa sociedad de resentimientos; posiblemente podemos imaginar, por primera vez en muchísimo tiempo, un México en el que el ascendente indio o español ya no importa tanto.

Esta es la segunda (y dificilísima) versión de un texto que escribí antes de que sucediera todo lo de la UIA. En la primera versión yo terminaba diciendo:

“Hemos llegado, querido lector improbable, a un 2012 electoral que mucho tiene de carga de todo lo que acabo de contar. De la gente, que se sabe botín político, igual de irrelevante y de inútil. Del empoderamiento bruto de los medio de comunicación que, este año más que nunca, han demostrado que ellos tienen el descarado control de todo. Seguimos entendiendo la democracia como un ejercicio de elección de padre, y no como uno de representación social. Ese es quizá el mayor problema de todos: seguimos tirando culpas a los políticos (y sí: las tienen), pero no nos hemos detenido a preguntar qué significa de fondo esta apatía política. La política es un medio, no un fin. Tenemos el mismo botín, que es mi abuela y mi abuelo y mis padres y mis hermanos y todo el país. Tenemos un 2012 que apesta a 2006 y a toda la historia de México. Nico sigue caminando en su monte, con sus zapatos rotos, sin saber que él también es botín, sin preguntarse nunca si quiere ser abogado o arquitecto cuando crezca, sin saber que la única democracia real es la que le traiga a él esa pregunta”.

Lo que ha pasado en dos semanas quizá es la primera muestra de que no es más así. De que este año, al votar, podré sentir que no fue un cumpleaños perdido. De que este año podría ser el primero de muchos, muchísimos, donde nadie nos diga qué hacer o qué pensar. Quizá la manifestación de estudiantes termine y no pasa nada. Pero quedará un precedente: ya no queremos ser los hijos de los tenderos sin suerte, los resentidos del pasado y el futuro. Quizá esta generación puede hacerlo mejor.

Quizá.~