Popularidad

Soy un deportista de elite, y he participado en numerosos encuentros internacionales representando a mi país. Mi rostro es bastante conocido por haber aparecido en prensa, en revistas y en televisión. Soy uno de esos que han ganado fama, prestigio y dinero disfrutando con mi deporte favorito, que finalmente se ha convertido en mi modo de vida.

Sin embargo, llevo varios meses arrastrando una de esas malas rachas. Mi forma física no ha disminuido tanto como para que sea evidente, pero no acabo de recuperarme de una lesión que me está martirizando. Es una lesión que me permitiría hacer vida normal —la que hace cualquier ciudadano— salvo que para mí hacer vida normal implica realizar varios esfuerzos diarios. Y no puedo. O al menos no puedo en la medida que lo he venido haciendo hasta ahora.

Siempre he gozado de la estima del público, pero de un tiempo a esta parte las críticas de los aficionados han comenzado a caer sobre mi persona. No es que estén haciendo mella en mi ánimo —o al menos no lo creo—, pero he de confesar que no me gusta.

No entiendo por qué la gente se permite criticarme ácidamente sin conocerme. Podría hacer pública mi lesión, pero a mí me sonaría a justificación. Y no tengo por qué justificarme ante la opinión pública. En mi club lo saben y estamos trabajando en ello. Eso es suficiente. Además, sería darles datos innecesarios a mis rivales, a los que me tengo que seguir enfrentando en el futuro más inmediato.

Porque —es lo que tiene esta profesión— no puedo decir que me duele aquí y quedarme en casa esperando a que se me pase. Debo seguir demostrando quien soy y que no flaqueo. Hay unos compromisos adquiridos.

No llego a entender por qué estoy siendo criticado hasta en lo personal por gentes que ni conozco y que ni me conocen. Eso sí, parece que ellos creen conocerme. (Al fin y al cabo me ven casi a diario por todas partes).

Hace unos días entré en un establecimiento a media tarde a tomar un cafelito. En la tele estaban reponiendo una de mis últimas actuaciones. Un grupo de aficionados, que no repararon en mí, comenzaron a criticarme. Que si lento, que si viejo, que si desmotivado, que si ya tengo mucho dinero… Toda esa gente me tenía al lado y ni me reconocieron. Una barba de una semana y una gorra han servido para que no me reconozcan quienes pareciera que tuvieran trato diario conmigo a juzgar por sus expresiones.

¿Qué le debo yo a este público que parece sentirse decepcionado conmigo? ¿Dónde estaban cuando de infantil entrenaba bajo la lluvia y mi padre venía por la noche a recogerme y me tenía que cambiar en la calle antes de entrar al coche para no ponérselo perdido? ¿Dónde estaban las noches en las que mi madre velaba por mí porque tenía 40º de fiebre como resultado del frío que cogía por no abrigarme convenientemente tras el esfuerzo? ¿Por qué no me ayudaron a convencer a mis padres cuando decidí dejar los estudios para dedicarle más tiempo a mis entrenamientos?

Tampoco me acompañaron en aquella operación quirúrgica en la que se jugaba mi futuro deportivo, siendo todavía un don nadie. Sin embargo, y pese a los reproches por mi dedicación al deporte, mi padre estuvo todo el rato al pie del cañón.

Cuando comencé a despuntar y parecía que se perfilaba ante mí un futuro esperanzador, tampoco vi a ninguno de estos aficionados apoyándonos a mi familia y a mí en la durísima negociación que mantuvimos con aquel club que sí que confió en mí pero que por ello se llevó una buena tajada.

Ninguno de estos “amigos míos” guarda uno de aquellos primeros recortes de prensa de cuando mis primeras participaciones profesionales. Los que sí son mis amigos iban diciendo: “Mira, éste es amigo mío desde pequeñitos”, y enseñaban los pequeños recortes a todo el mundo en su Facultad.

Cuando debuté internacionalmente llegaron entonces los flashes, los neones y los contratos publicitarios. Fue, lo recuerdo perfectamente, una participación soberbia. Pero durante las dudas y los temores previos a mi debut, durante toda aquella larga e interminable semana previa, nadie de estos aficionados me llamó por teléfono para infundirme ánimos y confianza, como hicieron mis familiares y mis amistades.

Alcancé, después de mucho tiempo, de mucho trabajo, de mucho dinero invertido, de mucho esfuerzo, de mucho sacrificio, la popularidad en el deporte.

Un rostro joven, sano, y con un futuro brillante y prometedor. Las gentes comenzaron a identificarse conmigo. Todo eran clamores y vítores por donde pasaba. Todo el mundo me jaleaba y me llamaba de tú, con una confianza como si me conocieran de toda la vida (este detalle aún me llama mucho la atención).

He estado en esa cresta de la ola durante cinco años. Ahora mi rendimiento ha bajado un tanto. No, no estoy acabado. O al menos eso espero. Aún soy joven. Y soy joven para mi deporte. Pero el público me critica sin saber, sin preguntar, sin información, sin motivo. ¿Y qué le debo yo a este público otrora enfervorizado con mis actuaciones? ¿Qué ha hecho por mí este público que hoy me vilipendia? ¿Llenar los estadios para verme? ¿No lo habrán hecho por ellos mismos? Si yo no hubiese sido el ídolo del momento lo habría sido otro. Y ese mismo público hubiera acudido en igual tropel. Luego no lo han hecho por mí.

Así pues, me siento decepcionado con las gentes que dicen conocerme y entenderme. Incluso los periodistas parece que se hacen eco de este sentir y noto cómo he comenzado a ser el blanco de preguntas insidiosas cuando antes todo era admiración y respeto.

Volveré a demostrar que soy el mejor. Pero no por ese público ni por esa afición, sino por mí, por mi familia y por mis amigos. Éstos sí se merecen que siga esforzándome día a día.

 

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