La batalla de las Bellas

Simón Clarinet fue un periodista que vivió toda su vida (y murió toda su muerte) en Perro Podrido. Fundó, dirigió y escribió (nomás él) para El Sol de Ningún Lado, hebdomadario cuyos ejemplares nadie quiso preservar. En un gesto de humanismo desinteresado, Carlos Dzul (who the fuck is this guy?) se ha dado a la tarea de rescatar y compendiar los trabajos de este oscuro escritor perropodrileño, por si tuvieran (nunca se sabe) algún interés. A continuación: “La Batalla de las Bellas”, el más reciente hallazgo /fotografía de la mujer fumando que –se cree– Clarinet vio al final de la crónica [1], fotógrafo desconocido.


 

HACÍA UN CALOR aplastante en el Gran Foro Sacalacawicha, un calor desvergonzado, de esos que te exprimen como si fueras una naranja. La gente rugía, ladraba, maullaba. ¡Un hervidero! Se trataba de encontrar a la muchacha más hermosa de PerroPodrido. Para eso nos habíamos congregado, para ser testigos de la peculiar batalla.

En el centro del Foro hallábase instalada una pirámide, en la cima de la cual había una silla, un trono dorado, mejor dicho, que iba a ser ocupado por quien resultara ser la más hermosa, la que hubiera liquidado a sus rivales.

Cada uno de los diecisiete barrios de PerroPodrido había mandado una representación. El barrio Caraculo, el de La Ñonga, el barrio Prístino, el misterioso barrio Lóbrego… etc. Las diecisiete muchachas fueron entrando por una pasarela y rodeando la escalonada pirámide, con la cara vuelta hacia el público, al que saludaban agitando sus aleves brazos, enarbolando cada una su más radiante sonrisa. Yo estaba sentado porai de la fila cincuenta (porque había llegado tarde) pero aun desde allí, con la ayuda de unos catalejos, me fue dado apreciar con detalle los rostros, las siluetas, de nuestras embajadoras; debo decir (la honestidad me gana) que eran todas unos esperpentos.

Consistía su horripilancia en que llevaban encima unos vestidos retacados de lentejuelas y colgajos multicolores, la cabeza la traían recubierta por unos tocados de pedrería rebuscadísimos y en los rostros empolvados, para terminar, portaban no una sonrisa sino la caricatura, la hermanastra loca de una sonrisa. Daba miedo aquello, si uno lo miraba con atención.

Pero la gente RRRRugía, insisto, echaba porras, gritaba –como si fuera lo último que fueran a gritar en su vida– el nombre de su barrio; se escupían y cacheteaban unos a los otros, medio en broma medio en serio, al tiempo que agitaban banderolas y… ¡PRAC!

Se escuchó un disparo y la batalla comenzó.

La representante de Caraculo (que es, por cierto, el barrio donde yo vivo), una muchachita escuálida, de grandes ojos claros, que soportaba sobre sí un peinado… un mazacote incluso más grande que ella misma, y cuyas lágrimas de incertidumbre ya la habían desmaquillado, fue la primera en caer. Le fue infligido, no sin arte y discreción, un gancho al hígado, por parte de la embajadora de La Ñonga.

Los habitantes de Caraculo, excepción hecha de quien esto escribe, bramaron al punto, coléricos, y provocaron algunas trifulcas que por suerte no pasaron a mayores.

Las dieciséis competidoras restantes continuaron escalando la pirámide, no curándose de nada, y en su camino a la cima, iban haciéndose trizas unas a otras. De eso trata el concurso, ni más ni menos: con sus propias uñas y dientes (las armas de fuego quedaron prohibidas hace algunos años) cada embajadora debe reducir y liquidar a las demás. Uno desde la grada ve salir volando, por aquí, por allá, los retazos de cuero cabelludo, los jirones de vestido, hasta un desorbitado ojo, de cuando en cuando. Los miembros de un jurado calificador (compuesto por expertos perropodrileños en materias como lucha libre, moda y buenos modales) hacen entretanto un intercambio de opiniones, realizan apuntes. Cuando una competidora, por ejemplo, pierde siquiera un zapato, o si llora de una manera poco elegante o si en algún momento se exacerba, perdiendo la compostura, puede ser descalificada. La batalla de las bellas debe pues desarrollarse con el mayor candor posible, siguiendo el compás de una música tonta (canciones de niños) que se desparrama por los altavoces.

¡No pueden las combatientes, aunque estén despedazándose, ni por un momento dejar de sonreír!

Después de un par de horas, de las diecisiete que habían iniciado, quedaban sólo tres, la del barrio Prístino, la de La Ñonga y la del barrio Lóbrego. Las demás andaban por ahí rodando, escalinata abajo, hechas unos monigotes, o habían sido removidas de la escena por los paramédicos.

El final de la batalla fue sangriento, como de costumbre.

La representante del barrio Prístino (el de los pudientes), una muchacha blanca de mirada fuliginosa, con gran fililí, así como sin querer, como sin darse por enterada, le rebanó con las uñas un buen pedazo de labio a la representante de La Ñonga, quien no pudo evitar emitir (además de un chorrazo de sangre) un grito que más bien fue un gañido simiesco; en seguida recibió una patada en el vientre (so color de fino paso de ballet) que la despeñó de la pirámide, haciéndola rodar como un bulto, escaleras abajo. A la otra finalista, la representante del barrio Lóbrego, no tuvo la del Prístino ni que tocarla porque solita del espanto se desvaneció.

Riendo con donaire, la Victoriosa ocupó la silla, le enjaretaron la corona (un trasto de metal horrible) y fue aplaudida por la multitud. Ella saludaba y saludaba. La noche perropodrileña, que había caído de sopetón, se inundó entonces de flautas y tambores, de botellas de cerveza rotas contra el suelo, de anatemas y piropos. Este cronista, tratando de no vomitar, salió corriendo del Gran Foro Sacalacawicha, a paso raudo, en dirección a su cuartucho de azotea, donde iba a redactar este preciso texto, cuando se topó, en alguna callejuela, bajo un farol, con La Muchacha (ésta sí, en serio) Más Hermosa de Perropodrido.

¡Qué hallazgo y qué celestial gozo! Tenía los largos cabellos rubios enmarañados, la cara sucia de tierra, y la ropa (una blusa gris, una falda amarilla) enteramente arrugada. De haberme acercado lo suficiente, no lo hice porque me faltó el valor, hubiera percibido también, estoy seguro, un sensual aroma rancio. Lo que sí pude apreciar es que fumaba lo que se conoce como un porro y tarareaba, en voz muy bajita, una vieja canción crepuscular.

En torno a la Belleza, esto fue sin embargo lo más impresionante, no había ninguna turba enloquecida sino, al contrario, una hermosa y paradisíaca tranquilidad.~

 

[1] NdE. Tampoco sabemos porqué razón Clarinet la vio rubia cuándo nosotros la vemos morena.