Como de otro mundo
Crónica de Elisa Aceves | Fotografía Xinhua/David de la Paz
EN LA COLONIA Del Valle, en el centro-sur de la ciudad de México, leía para mi tesis. La alarma sísmica había sonado hace unas horas, pero por tratarse de un simulacro del que todxs estábamos enterados, nadie salió de casa. Estaba en un segundo piso. El suelo y el techo comenzaron a crujir de repente. Aún no han pasado dos días y siento como si hubiera sido en otras épocas, hace mil años, o en otro planeta quizás. Lo recuerdo y siento como si hubiera estado flotando, lento, moviendo los brazos y las piernas en círculos. Es como si observara mi cuerpo desde arriba, sin poder hacer una conexión. Juan Pablo, mi pareja, levantó al perro y con empujones gentiles me bajó por las escaleras de la casa donde vive con sus padres. Su madre gritaba desde la puerta. La llave no quería ceder, pero salimos de la casa cuando estaba todavía temblando. No lograba registrar lo que estaba pasando, mis oídos estaban saturados. El 19 de septiembre de 2017, a las 13:14 en la Ciudad de México, se registró un sismo de 7.1 grados que derribó una gran cantidad de edificios, tanto en la Ciudad como en los estados aledaños de Morelos, Puebla, Hidalgo, Guerrero, Tlaxcala, Estado de México, Oaxaca y Chiapas. El saldo de muertos es de 273, a las 19:05, del 21 de septiembre.
Y, a pesar del ruido, silencio. En la calle, los carros se habían parado en seco. Llamé de inmediato a mi madre y hermano menor, a mis mejores amigos, a mis tíos. A mis profesorxs, y a la familia de Juan Pablo. Todxs respondieron, excepto su padre. La angustia era evidente. Todxs dijeron estar muy espantados, pero bien. Llegó el padre de Juan, que venía de un supermercado. Relató que habían caído televisiones de los estantes. Todos respiramos al verlo a salvo. Llegaron Paty y su novio Pablo, que venían desde su oficina. La gente ya se había movilizado, y el silencio en la calle era ensordecedor. El silencio desapareció, y con él esa sensación de vivir en el siglo XXI, de un lugar más o menos ordenado. Ahora ese orden era parte de la prehistoria, pero la gente había salido a ver en dónde se podía ayudar. Mientras las historias se sucedían, Fernando, mi cuñado, contó que vivió el sismo dentro de un elevador. En la televisión comentaban que no era para tanto y en las redes sociales la información era que había sido muy fuerte. Paty y Pablo fueron a informarse y ver dónde ayudar. Volvieron a la casa en busca de cubetas, picos, palas y algo con qué cubrirse la boca; y salimos todos – Juan Pablo, Fernando, Paty, Pablo y yo – corriendo hacia Gabriel Mancera, un eje vial en el centro-sur de la ciudad, a la calle de Eugenia, esquina con Ferrol. Se había caído un edificio. Haciendo una cuenta rápida, se habían congregado unas 400 personas.
Recién llegaban, era el inicio de lo que después se vería como un gran movimiento de solidaridad: Muchos hombres venían vestidos de traje; sin duda habían salido de trabajar y se habían movilizado al punto más cercano para ayudar.
A estas alturas, ya había perdido la cuenta de los mensajes y llamadas en mi teléfono. Todxs preguntando cómo ayudar. En el lugar de uno de los muchos derrumbes, en la calle de Gabriel Mancera, no había cabida para la cantidad de voluntarixs que querían apoyar con algo, con lo que fuera. Los jefes de brigada comenzaban a pedir lámparas y plantas de luz, pues caía la noche y la visibilidad sería cada vez más reducida. Pedían pilas y víveres, pero ya había superávit de gente, agua y comida. Varixs nos preguntaron: “¿faltan manos?” Juan Pablo y yo respondimos que no, que únicamente estorbábamos. Asintieron con la cabeza y se fueron. En Eugenia y Ferrol, vi a gente de mi edad, moviendo a sus pares, haciendo cadenas, pasando cubetas, ofreciendo desde comida hasta agua y tapabocas a gritos. Puños cerrados, pidiendo silencio. Aplausos. Brigadas de bomberos. Boy Scouts, que querían ayudar a toda costa. Polvo. Muchísimo polvo. Escombros, pedazos de varilla. Carritos de supermercado llenos de loza y de azulejo, de pertenencias. Un cajón lleno de ropa interior femenina. Por mis manos pasó una bolsa que había sido de alguien que no estaba. Pedazos de la vida de alguien. Suéteres. Marcos de ventanas atestados de clavos. Gritos que lo advertían. Nosotros nos fuimos poco después.
Me fui a la casa de mi madre en el barrio norteño de Satélite. Llegamos al Chedraui de Satélite, a unas cuadras de la casa, a comprar algo con qué apoyar. No quedaba material de curación. No quedaban atunes, casi. Bolsas de frijol. Compramos lo que pudimos y lo dejamos en el carro.
Mi madre había pasado momentos terribles, recordando el sismo del año ’85, justo el 19 de septiembre de ese año. Hacía exactamente 32 años, otro sismo de mayor magnitud había despedazado la capital de México, dejando a cientos de miles sin vida y a otros millares con solo la ropa polvosa que llevaban puesta y nada más. Me detuve a pensar que las probabilidades de que pasara el sismo en el aniversario de uno igual o peor eran seguramente demasiado pocas. Insistí en que todxs comieran. Nos pasamos toda la noche pegados a la televisión, viendo historias despertar en tiempo real. Historias de un colegio caído llamado Enrique Rébsamen, donde quedaron atrapadxs niñxs y profesorxs entre los escombros. La calle de Petén. La calle de Gabriel Mancera. El centro de la ciudad. Divisón del Norte. Eugenia y Ferrol. Ámsterdam y Laredo. Anaxágoras. Álvaro Obregón. Pacífico.
Había silencio en mi casa. Nos escribíamos entre todos. Los mensajes de fuera llegaban –expresando dolor y solidaridad. Mucha información. Demasiada información. Demasiadas publicaciones, demasiadas personas sintiendo la necesidad de compartir lo poco que sabían. Satélite, mi barrio, no fue afectado en lo más mínimo, pero todos mis vecinos armaron centros de acopio en sus propias casas. Pronto, los víveres y suministros médicos escaseaban. En su lugar, fotos y fotos en redes sociales. Hashtags. Los mensajes en cadena por WhatsApp estaban a la orden del día, compartidos ya una y mil veces. Buenas intenciones. Fotos de animales. Frida, Titán y Evil, perros de rescate que han sacado de entre los escombros a decenas de personas en ésta y más ocasiones. Los cuerpos de rescate laborando horas y horas. Muchas razones para estar orgullosa.
Al día siguiente, nos despertamos relativamente temprano. Todo se movía lento. Mi hermano y sus compañeros de equipo se alistaban para salir a ver en qué ayudaban. Llevaban casco, botas, chaleco, guantes. Se despidieron de nosotras y los abrazamos fuerte. En el Costco, un enorme supermercado, no únicamente se había agotado cualquier tipo de material para curación o médico, sino que las bodegas también habían sido vaciadas. Un grupo de hombres llevaban bolsas tamaño industrial para hacer tortas. El departamento de comida preparada del Costco, de charolas enormes, había sido vaciado. No era la sucursal de la ciudad –estábamos en Zona Esmeralda, realmente lejos de la zona afectada. De cualquier forma, la gente se estaba reuniendo para ayudar. Federica y yo nos volteábamos a ver. Volvimos a la casa y vi a mi madre sacar desde cobertores hasta zapatos y trajes viejos de alguien que alguna vez vivió en la casa. Todo a las bolsas de plástico transparentes. Todo a los centros de acopio. Todo a ayudar. Federica y yo nos subimos al carro y salimos hacia la Universidad, pero antes de llegar nos dijeron que había ya demasiadas personas ayudando. Que mejor canalizáramos la ayuda para otra parte. En la Cruz Roja de Polanco no se podía pasar de la cantidad de autos llevando víveres. Tuve que estacionarme a tres calles y cargar lo que llevaba en el auto. Vi a la gente, la gente de mi ciudad, levantando y moviendo cajas, organizando víveres y medicamentos. Extranjeros había en cantidades enormes, todos movilizándose para apoyar. De buenas a primeras se escuchó tremendo estruendo y llegaron flotillas de motocicletas, a cargar víveres, medicinas y cobijas y salir volando a zonas como Xochimilco, a los hospitales, a partes afectadas, y lo que se consideraba zona de desastre. Los vi pasar en Periférico. Conté más de 20, y eso era sólo un grupo.
Al volver para la Del Valle, donde vive Federica, afuera de su edificio nos encontramos con camionetas de mudanza a dos inmuebles, y la calle detenida; gente empacando sus vidas en cajas, obligadas a evacuar sus departamentos por ser completamente inhabitables. No podíamos ver a la gente a los ojos. La tragedia era inmensurable, nadie realmente entendía lo que estaba pasando, pero salían de las casas desde muebles hasta plantas en macetas. Otra vez sacando pedazos de vida por el marco de una puerta. Entramos a la casa. Nos mostraron otro departamento con cuarteaduras enormes y severas. Subimos al quinto piso. Las fracturas y grietas eran mínimas. Respiramos un poco. Fuimos a comer, intentando lograr algún grado de normalidad, pues fuimos a nuestro lugar favorito.
Me quedo con mucho. Vi un gobierno ineficiente. Unos medios de comunicación totalmente viciados. Unos egos del tamaño de una habitación completa. Vi una sociedad civil volcada completamente en ayudar con las mejores intenciones, con cajas y bolsas de todos los tamaños, desorganizados pero movidos. Vi necesidad de tachar códigos de barras para que no existiera la reventa de víveres. Vi un grupo de gente de la élite más preocupado por sus bolsillos. Vi brigadas de Topos, de bomberos, scouts, Protección Civil, todos unidos. Vi gente difamando lo que es ser mexicanx. Vi miles más poniendo en alto el nombre de mi país.~
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