Breve historia del barrio Caraculo

Breve historia del barrio Caraculo. Una crónica de de Simón Clarinet, gracias a la labor de investigación de Carlos Dzul/ fotografía de Sr. Smith que, dicen, era uno de los burócratas de la S&S Co.


 

EL BARRIO CARACULO no siempre se llamó así. Antes era conocido como barrio Chido y el que entraba en él estaba condenado, al menos por unas horas, a morirse de risa, porque allí vivían, nadie sabe explicar por qué, los mejores humoristas de PerroPodrido.

Uno encontraba, en este barrio, a la hora que fuera, corros de gente en las esquinas, carcajeándose. De una ventana a otra, de un lado a otro de la calle, las personas lanzaban chistes a los gritos, como el que avienta vejigas de agua, salpicando de risa al que pasaba cerca. Los muchachos enamoraban a las muchachas matándolas de risa también. Y los marchantes en las tiendas no podían comprar ni vender sin hacer alguna broma como al descuido. ¡Hasta cuando discutían, por ejemplo, por algún percance vehicular, a los Chideños les era imposible no reconciliarse intercambiando alguna graciosada!

Las peleas, los amores, los bautizos, los velorios, todo terminaba en guirigay.

Esta fama de “gente chistosa”, claro, no tardó en cruzar las de-por-sí-endebles fronteras de PerroPodrido y llegar al extranjero, específicamente a los oídos de la Smile & Shine Company, trasnacional voraz donde las haya.

La S&S Co. hizo enviar enseguida, con contratos millonarios en sus portafolios, a un ejército de, cabe decir: apuestos burócratas, con la misión de seducir a los Chideños de mayor talento.

Y ese fue el principio del fin.

En el barrio Chido nadie nunca había pensado que la risa pudiera venderse. Que pudiera hacerse negocio con “eso”. La idea seguro les dio mucha gracia, al principio.

Los agentes de la S&S (unos tipos altos, de piel rosa) olían tan bien, no obstante, tenían tan buena cara y les hablaron con palabras tan pulidas y sonoras que los terminaron convenciendo.

Pongamos el caso de Lupillo Perroni.

Lupillo era un borracho lépero, apestoso a orines y a mierda, que poseía (por gracia de quién sabe qué dios atolondrado), el infame talento de hacerse querer por la gente.

Podía ofender, digamos, a una mujer en la calle, gritándole cualquier porquería, y en seguida hacerla sonreír lanzándole una lluvia de piropos. Otras veces parecía que estaba a punto de trenzarse a golpes con los transeúntes cuando, de repente, acababan éstos dándole un abrazo y hasta disparándole una cerveza. Y cuando un niño se cruzaba sin querer en su camino, Lupillo, así estuviera hasta las patas de borracho, se sacaba quién sabe de dónde, de la manga, un chiste pequeño, suave y redondo, un cachorro de chiste, podemos decir, haciéndolo reír al escuincle y las personas que veían esto de forma instantánea morían de ternura, los aplausos retumbaban y… bueno.

Maravilloso, es usted maravilloso, señor Perroni, le dijeron los agentes de la S&S. Y agregaron: queremos comprarle sus gags.

¡Mis qué!, exclamó Lupillo, con recelo.

Gags, jokes, punch-lines, todo, todo lo queremos, insistieron los tipos.

Y Lupillo, que nunca había escuchado ninguna de aquellas palabras, respondió, con seriedad pasmosa (es lo que cuentan los libros), que él era un borracho vagabundo, sólo eso, y que, bien visto, no tenía nada pero nada qué vender.

Ni tardos ni perezosos, los agentes de la S&S le palmearon la espalda, le sonrieron (no es difícil imaginar con qué clase de sonrisas) y le dijeron que estaba pero muy equivocado, que él era un hombre sumamente talentoso, ¡que andaba regalando su talento por las calles! y que eso no podía ser. Y para rematar, antes de que el buen Lupillo pudiera emitir ninguna réplica, le mostraron un cheque, un papelito dorado, de aspecto inofensivo, que Lupillo tomó entre sus dedos mugrosos y observó durante un largo minuto. Dicen que se frotó la barba dispareja de treinta días que cargaba y que eso fue todo. No lo volvieron a ver. No como antes.

Antes Lupillo Perroni era, como su nombre lo indica más o menos, un “perro” que vagaba por el barrio como por su casa, agarrando por tal o cual calle, la que fuera le daba lo mismo, que de pronto se paraba en esta esquina, o en esta otra, y se arrancaba a platicar con alguien, con el primero que tuviera la desgracia de pasar, y al poco rato había una multitud desternillada alrededor, oyéndolo.

Pues bien, desde su encuentro con la S&S, nuestro personaje cambió. Así, de un momento para otro. Compró, para empezar, una casa frente al río; luego tomó un baño (sic), empezó a vestirse bien y a darse aires. Al final resultó que quien quisiera dirigirle la palabra debía llamarlo SEÑOR PERRONI, con mayúsculas todo, y como ahora su sentido del humor se hallaba como quien dice “valuado”, según tarifas internacionales, hablaba poco, por no regalar su dinero.

Cada lunes, a las seis a.m. en punto, recibía la visita en su mansión de Los S&S, quienes entraban armados con cámaras y grabadoras, cables, luces y demás parafernalia, y procedían, no queremos imaginar de que impúdica forma, a succionarle la savia humorística (en esos momentos le sobraba), que más tarde iban a vender alrededor del mundo, enlatada, a precios rimbombantes. Un Gag del Señor Perroni, tan sólo para darnos una idea, podía llegar a costar 500 dólares. Una rutina de stand-up completa: miles.

El señor Perroni (el miserable Lupillo, por mejor decir), terminaba, después de estos “chupamientos” que le hacían, completamente exhausto, rendido y sudoroso y el dinero que ganaba, que no era poco, por lo demás, lo gastaba en puros lujos inútiles y en alcohol, pero no en cerveza (¿qué era eso?), sino en wisqui, coñac, vino, brandy…

Desde luego, era muy infeliz. En la calle, las pocas veces que salía, ya nadie lo saludaba. Ni él buscaba hablar con nadie tampoco. Pero no fue eso lo peor sino que, conforme pasaban las semanas, cada vez eran menos las anécdotas graciosas que se le ocurrían. Estaba extinguiéndosele, qué caray, el sentido del humor, que es peor que si dijéramos el sentido de la vista; las pullas y chanzas que antes le chisporroteaban en las manos, o que le salían chiflando por la boca, ¡por los poros!, incluso sin querer, ahora las trabajaba con paciencia de chino durante horas o días enteros, con la febril esperanza de que fueran del agrado de Los S&S, y cuando estos juzgaban, levantando una impecable ceja, que alguno de sus trabajos (¡eran trabajos!) carecía de valor, se frustraba profundamente.

Acabó fruncido del ceño, Lupillo, con la boca chueca.

Y cuando ya estaba hecho un hombre adusto, amargado de vivir, que no encontraba nada bueno, ni siquiera ligeramente entretenido de qué hablar, los agentes de la S&S, brillando de contento, como de costumbre, le dijeron gracias y ¡poc!, se esfumaron.

Lo mismo, a grandes rasgos, ocurrió con los demás chideños chidos.

Al verse vacíos de alegría, llenos de negrura, estos insignes humoristas de barrio (cerca de dos mil, según las estadísticas) hicieron lo que uno suele hacer en tales circunstancias, a saber: los que no cometieron suicidio salieron huyendo, no sólo del barrio Chido sino de Perro Podrido todo, y nunca se volvió a saber de ellos.

Lupillo Perroni (el cadáver) fue encontrado una mañana, en su cama con adoquines, rodeado de candelabros y espejos, botellas vacías y estatuas de oro, cuando ya llevaba un mes de muerto.

El barrio Chido, como es natural, no pudo continuar llamándose así, de ninguna forma. Ya no le hacía para nada honor a su nombre. Comenzamos a llamarlo entonces Caraculo, porque es un lugar que está lleno (con perdón) de mierda, y no sólo de una clase sino de muchas. Menudean allí, por decir algo, unos peculiares indigentes delirantes cuyas carcajadas resultan peores que cualquier lamento; prostitutas y borrachos hay al por mayor, que pasan sus vidas consumiéndose unos a otros. Y también encuentra uno esta plaga de… “cosas”, parecidas a niños chiquitos, parecidas a ratas gigantes, que salen corriendo de pronto a mitad de la calle, atravesándosele a uno por entre los pies y desde luego, metiéndole un buen susto.

Las casas, en el barrio Caraculo, están sin excepción a punto de irse a pique, de tan derruidas. Y las alcantarillas, abiertas tal bocas, expelen un tufo tan fuerte que no hay quien pueda olerlo sin enfermarse.~