Por qué defender a bin Laden. ¿Estamos dispuestos a vivir en un mundo en el que se decida asesinar a una persona, sin darle una oportunidad de defenderse, aunque sea de decir por qué lo hizo?
Sí, bueno… Tiene razón el señor de la séptima fila. El cerebro mío lleva de vacaciones desde hace mucho tiempo. Pero dejando a un lado el chiste fácil… Es que le he cogido gusto a esto de no escribir artículos de opinión de índole deportiva. La verdad es que ello desgasta aunque lo que se diga pueda ser —o parecerle a alguno— poco interesante. Quien suscribe trata de plasmar en un par de folios lo que tiene en mente y procura que sea digestible.
Quizá lo interesante sean todos esos blogs futboleros que han surgido de un año a esta parte cual champiñones después de una mano de agua. Aunque personalmente encuentro que se repiten más que el ajo. Cámbiele usted los colores al blog y oriente el forofismo hacia otro equipo y verá que en esencia son clónicos.
¡Qué aburrido! Para encontrar una opinión interesante se ha de peregrinar por esos bites del ciberespacio. ¡Suerte que han inventado los lectores de feeds! (a buen seguro algún parroquiano hastiado de leer una y otra vez lo mismo).
Opiniones únicas hay pocas. Opiniones independientes aún hay menos. Trataré de ilustrar a dónde quiero llegar con un acontecer protagonizado por un gran amigo. Espero que no se me enfade cuando lea lo que sigue puesto que va a ser escrito sin su autorización. Aunque muy posiblemente cuando lo lea me echará en cara que no haya citado la marca.
El caso es que mi buen amigo tenía un dinero ahorrado y decidió comprarse un coche deportivo (por algún lado tenía que aparecer el deporte en esta bitácora). Le aseguraron en la casa central de esa marca en nuestro país —en Madrid para más señas— que de ese modelo y color sólo se habían importado siete coches para toda España.
Mi amigo es un gran aficionado a los deportes de motor. Y un experto en esas modalidades, hasta el punto de que podría escribir una bitácora dedicada a esos deportes —¡a ver si te animas!—. Y por fin se compró uno de los vehículos de sus sueños.
El coche resultó ser un petardo. Fallaba por todos los lados, incluido el ordenador de a bordo, que unas veces funcionaba mal y otras no funcionaba. Al menos cuando funcionaba mal lo podía arrancar.
El hombre hizo muchos viajes desde este Cantábrico hasta Madrid para llevar el coche al taller de reparaciones de la casa, puesto que la garantía estaba vigente. Pero no daban con el fallo; que si mecánico, que si electrónico… Llevaba mi amigo más de un año con el dichoso coche arriba y abajo cuando por fin se le acabó la paciencia (y puedo dar fe de que su paciencia tiende a infinito).
Recopiló todos los informes de entradas y salidas del garaje. Un día le cambiaban una pieza, a la semana siguiente le cambiaban un componente, después lo sometían a un chequeo, pero la avería no era localizada por el comité de expertos. Así que con la documentación en la carpeta, y aprovechando una de sus estancias en Madrid para llevar el coche a reparación, decidió presentarse en una serie de editoriales de revistas independientes que tratan el mundo del motor —y que son de tirada nacional— para trasladarles su situación y que la hicieran pública.
Tras visitar a la primera desistió de continuar visitando las demás. Allí le hablaron muy claro (cosa que siempre es de agradecer). Le dijeron que comprendían su problema. Que le asistía toda la razón para elevar sus quejas y reclamaciones contra la marca. Que la compañía no se había portado bien con él. Incluso le llegaron a decir que compartían su opinión de que eran unos sinvergüenzas. Pero que, lamentándolo mucho, no podían exponer su queja en sus páginas. Mi amigo quedó atónito. Les estaba dando información documentada.
Preguntó los motivos. El redactor cogió el último número y se lo alcanzó a mi amigo, quien repuso que era lector asiduo del semanario y que no necesitaba releerlo. El redactor, pacientemente, tomó la revista y comenzó a pasar las páginas delante de las narices de mi amigo. Y le fue señalando: aquí, aquí, aquí… y aquí. Y aquí también. Así le explicó que esa marca anunciaba varios modelos de forma habitual en la revista, siendo el anuncio más pequeño de media página.
Todas esas revistas siguen luciendo en su mancheta la palabra “in-de-pen-dien-te”, pero eso es sólo un eufemismo que significa que las revistas no son editadas por una marca de automóviles.
La línea crítica de la revista se limita a no sobrepasar ciertos márgenes tácitamente aceptados por ambas partes. Cuando la editorial los sobrepasa la marca en concreto se vuelve sensible con su dinero; pero sólo hasta que las aguas vuelven a su cauce, ya que se necesitan mutuamente.
Superar cierto umbral crítico podría abocar al cierre de la revista. No porque esa marca le retire definitivamente su confianza —económicamente hablando—, sino porque existe la probabilidad de una reacción encadenada de desconfianza de todas las demás marcas.
¿Medios de comunicación independientes? Seamos sinceros. No existen. Las bitácoras sí podrían ser un medio de comunicación independiente (comunicación de información o/y comunicación de opinión). El escritor se convierte en su propio redactor, editor y censor. Pero la caterva de bitácoras existente impide conocer (todas) las que son críticas con la línea oficialista. Y lo hace de dos formas. Acallar las voces “rebeldes” en el océano de ruido bitacoril es el primero de ellos.
El otro es más sutil. El público consumidor de bitácoras es bitacorista él también en gran medida, y por afinidad busca aquellas cuyo contenido y formato es similar al suyo. Como lo que abunda es un perfil medio/bajo, estadísticamente las más demandadas mantienen ese nivel. Y esas son las que llegan al “gran público”.
Como siempre, existen excepciones; pero vemos que las más visitadas son precisamente las políticamente correctas (hace rato que he dejado de hablar únicamente de bitácoras deportivas). Parece que esta situación se da en la blogosfera hispana, y me dicen que el universo de bitácoras anglosajón —en líneas generales— sí es más crítico con el sistema que les ha tocado padecer.
No es necesario haber completado una licenciatura para ser crítico, como pretenden algunos, muy eruditos ellos. Cualquier persona con buena ortografía puede escribir críticamente sobre aquello de lo que tiene conocimiento; y hacerlo con un alto grado de credibilidad. Puede plasmar su crítica con soltura, e incluso conseguir que sus escritos sean amenos (cosa que no consiguen algunos doctores para desesperación de ellos mismos). Para ser crítico hace falta ser in-de-pen-dien-te. Además de otros factores añadidos sobre los que me explayaré otro día.
¡Ah!, ya se me olvidaba. Por lo que me había puesto yo a escribir era para decir que como estoy instalado —y muy a gusto, por cierto— en este dolce far niente bitacoril, me temo que no comenzaré a emborronar pantallas hasta el comienzo de las clases escolares, allá por septiembre.
Dirección para comentarios (plataforma antigua): http://www.agujadebitacora.com/2007/08/a-quien-interese#dejacomentario
Hace poco hablábamos de la naturaleza del cosmos, descubriendo la inmensidad en la que nos encontramos. También hemos hablado de la inmensidad del alma humana, de sus sueños, de sus relaciones, y de cómo a pesar de ser tan nimios en comparación con galaxias y estrellas, un sueño humano puede llegar a ser algo increíblemente maravilloso. Dos ideas que hacen templar, espero, la concepción que tenemos de nuestra importancia, y de la de nuestros problemas.
Pero hay una tercera cosa que me inquieta, porque podría ser, en comparación, mucho más devastadora y terrible para nuestra comprensión de nosotros mismos que las ideas anteriores. Y es la respuesta a la pregunta de si estamos solos en el Universo. Porque, ¿se imaginan la revolución, el choque cultural que sería que nuestra creencia más arraigada, que es nuestra única diferencia con el resto de los seres vivos, lo único que nos hace especiales a nuestros ojos, que es la inteligencia, fuese algo común en el universo?
Ya antes ha existido por lo menos, otra especie inteligente, el Neandertal. Esta especie, que se extinguió hace unos 30.000 años, era inteligente, casi tanto, sino igual, que nuestros antepasados. ¿Qué hubiese sucedido si ellos hubiesen seguido vivos al igual que lo hicieron los Cromañón, de quienes descendemos, es una bonita tarea de creatividad?
Pero no deja de ser inquietante que haya existido otra especie inteligente, aunque ahora ya esté extinta. Ni que haya animales, como los delfines, los pulpos, o los primates que se parecen más a nosotros de lo que a algunos les gustaría. ¿Qué pasaría si los aparatos del SETI, un programa para buscar vida inteligente fuera de nuestro planeta, encontrasen algo?
Sin contacto ninguno, sólo una pequeña señal de radio que confirma que a muchos años luz, la medida de distancia en el universo, existe otra civilización inteligente. No habría intercambio, pues estarían muy lejos, pero vamos a hacer un esfuerzo creativo y a imaginar qué clase de impacto tendría esta noticia en nuestra propia civilización.
El no saberse únicos, el conocer ya de hecho que podrían existir otras especies vivas capaces de usar su inteligencia para producir una civilización técnica, supondría romper, de forma irreparable, los cimientos de lo único que nos queda para afirmar nuestra superioridad en el cosmos: La inteligencia.
Primero cayó el mito de que el continente europeo era el único, después, que el que aseveraba, sin dudas, que la tierra era el centro del universo. Ahora, sabemos que somos un planeta pequeño, el quinto en dimensión, que gira alrededor de una estrella corriente, en un brazo lejano del núcleo de la galaxia. Una galaxia que pertenece a un grupo de varias, un cúmulo, que es atraído por algo llamado “el Gran Atractor” que es inmensamente más grande y masivo. Y que a su vez es pequeño en comparación con el tamaño de este universo, que además podría no ser el único.
Ahora sabemos que nosotros, con nuestros logros de una vida de ochenta años, nos vanagloriamos, cuando deberíamos ser humildes, y trabajar porque esos logros tuviesen su reflejo positivo en el mundo y el universo. Nosotros, que vivimos toda una vida, ni más ni menos, somos como polillas al lado de la vida en la tierra. Los dinosaurios se extinguieron hace 68 millones de años, los primeros animales nacieron hace 300 millones de años. A nuestra estrella, el Sol, le quedan unos diez mil millones de años de vida, la mitad.
Diez mil millones de años, mientras que el universo se creó, se supone, hace unos 13.000 millones de años. Muchos creemos, suponemos, quizás, pues ni nuestro conocimiento es completo.
Así que nos agarramos a lo único que nos queda que creemos que nos hace especiales, la inteligencia, nuestra superioridad para con otros animales, y para con otras personas. Y nos agarramos a nuestro concepto de nación, de religión, de grupos étnicos y culturales, a nuestros amigos y familias, creyéndonos los mejores. Superiores.
Y ahora llega una pequeña onda electromagnética, una simple señal de radio que nos dice, hay otros como vosotros. No estáis solos.
Toda nuestra superioridad se hundiría, toda nuestra grandilocuencia debería verse en perspectiva. Y nuestros logros, y nuestras metas. Así como nuestras divisiones y temores, nuestros proyecto y alianzas, nuestras vidas al completo, pasarían a ser sólo, (con toda la importancia que tienen), una más.
Desde luego habría reacciones para todos los gustos. Habría gente que se alegraría, pues encontrar vida, diferencia, diversidad, siempre es motivo de alegría. Otros, temerían lo que esa civilización representa. Un pavoroso Quizás.
Un quizás ellos no se han dedicado a matarse y destruir sus logros mutuos, estás más desarrollado. O son más antiguos, o son más jóvenes e inteligentes, o son… Posibilidades.
Y el ser humano odia las posibilidades. Las odia porque no sabemos dónde nos sitúa. En qué parte de la cadena alimenticia. Pero peor aún, porque no sabemos dónde dejan esas posibilidades todo el sistema económico, social y militar que hemos construido. Porque tal vez, ante la perspectiva de que haya otros como nosotros, inteligentes, nuestras divisiones durante tantos siglos son algo ridículo. Y más ahora, que la ciencia, Internet y los transportes permiten unir el mundo.
Tal vez las guerras, los asesinatos, las epidemias mundiales permitidas, toleradas, nos serían echados a la cara, como motivo de vergüenza y como señal de lo que hemos estado haciendo mal.
Quizás sería un motivo para unirnos. Otros lo verían como un motivo para afianzar su control sobre los demás. Usando el miedo a lo desconocido, la historia de siempre.
Pero cabe preguntarse si el saber que nuestras divisiones no han sido más que una muestra de la estupidez humana no nos haría mejores. Y comprenderíamos que al igual que europeos ya asiáticos, americanos e iraquíes, judíos y musulmanes, después de tantas guerras y odio, al final hemos resultado siendo iguales, pese a nuestras diferencias. Me pregunto si no veríamos que esa otra civilización, esos otros seres inteligentes, también pueden ser iguales a nosotros.
Y me pregunto si eso no despertaría nuestra curiosidad hacia el mundo, y hacia el universo, y trataríamos de lograr, entre todos, metas más altas de las que podemos lograr separados. Y el hombre podría ponerse, por fin, a buscar un destino propio. En lugar de matarse entre si por un falso sentido de la superioridad.
La economía del país experimenta un desempeño paupérrimo respecto a su potencial, en buena medida porque en lugar de analizar los problemas y resolverlos, dominan los dogmas, mitos e intereses irreconciliables. La política mexicana se dedica a proteger y preservar grupos, valores e ideologías más que a darles viabilidad de largo plazo y, sobre todo, a cumplir la misión fundamental de la política: conciliar posturas e intereses encontrados. La capacidad de articular una estrategia de crecimiento de largo plazo queda inexorablemente subordinada a los intereses, pero sobre todo a la ignorancia que es producto de una visión ideológica más que pragmática del desarrollo.
Entre los países exitosos en términos del crecimiento de su economía hay dos denominadores comunes: han reconocido la dinámica de la era de la globalización y cada uno ha adoptado estrategias distintas para lograr una inserción exitosa.
China es un caso ilustrativo en más de un sentido. En los setenta, el gobierno chino decidió que era tiempo de salir del letargo en que los dogmas revolucionarios habían sumido a su país. De manera cauta en un primer momento, seguida de un proceso acelerado después, los chinos fueron tomando las decisiones que fueran necesarias para acelerar el proceso de crecimiento de su economía. Su manera de actuar ha sido casi exactamente la contraria a la que ha caracterizado a la política mexicana. Allá, el temor de perder la estabilidad y el control político ha llevado al gobierno a reformar todo lo que sea necesario con tal de que se mantenga un elevado ritmo de crecimiento económico. La prioridad medular ha sido mantener el ritmo de crecimiento. Así, mientras que en México el crecimiento ha sido magro en buena medida por la indisposición política a reformar, en China no hay reforma (económica) que sea imposible.
Chile entendió su posición en el mundo y se ha dedicado a explotar sus ventajas excepcionales, las cuales tienen que ver esencialmente con posición geográfica y recursos naturales. Reconociendo la vulnerabilidad asociada a la inestabilidad económica para cualquier economía, pero sobre todo para una tan pequeña y relativamente vulnerable, el gobierno chileno –igual de derecha que de izquierda- ha hecho casi una religión de la ortodoxia económica, lo que incluye no sólo las cuentas fiscales, sino también el ahorro público (a través del equivalente de las afores). La liberalización de importaciones llevó a los chilenos a identificar sus ventajas comparativas y eso se tradujo en una agricultura industrial de nivel mundial, y en cosas antes inimaginables, como la de convertir lo que muchos veían como una desventaja, sus mares fríos, en una nueva fuente de riqueza con el cultivo de salmón y otras especies marinas. En menos de una generación, Chile abandonó todos los dogmas y mitos típicamente latinoamericanos sobre el crecimiento económico, para convertirse en la envidia de toda la región. Fuera de Europa, sobre todo Irlanda y España, es difícil encontrar un ejemplo más palpable del éxito de una estrategia de desarrollo pensada, planeada y ejecutada.
No hay razón alguna por la cual no pudiéramos nosotros imitar esos éxitos. Pero el éxito depende de nuestra capacidad y disposición para aceptar el mundo como es y adaptarnos a esas realidades. Además, mientras que antes una persona competía por un empleo con sus vecinos en su cuadra o colonia, el niño mexicano que hoy nace va a competir por un empleo con un niño igual que él de Japón, Estonia, Irlanda y China. La posibilidad de que logre un empleo productivo y bien remunerado va a depender de dos cosas: su propia capacidad y capital (salud y educación), así como de las condiciones que haya creado su gobierno para atraer la inversión.
El mundo ha cambiado y exige estrategias de adaptación que sean compatibles tanto con esos cambios como con las características propias del país y su población. Lo que funciona en un lugar no necesariamente funciona en otros. La lección que arrojan los ejemplos exitosos es que hay que construir sobre lo que funciona, por ejemplo la exportación. Pero la visión burocrático-política hace lo contrario: ésta se reduce a tratar de salvar a la planta productiva vieja e improductiva. La clave debería estar en cómo crear nuevas fuentes de riqueza; no en preservar las de pobreza que sobreviven.
El problema es que esta concepción choca frontalmente con la noción que domina la mentalidad política en el país. Todos aquellos que crecimos en un entorno de aislamiento nos formamos bajo paradigmas del desarrollo que ya no son aplicables. El gobierno, los políticos y la burocracia pueden desear muchas cosas, pero lo que hace exitoso a un país en la actualidad es la presencia de un sistema moderno de regulación gubernamental que promueve al crear condiciones propicias para el desarrollo. El crecimiento de la economía mexicana se logrará cuando los políticos abandonen los paradigmas de su infancia y los substituyan con un reconocimiento pragmático de que el mundo de hoy exige nuevas maneras de pensar y actuar.
Artículo inicialmente publicado en el diario El Semanario (México, Marzo 23, 2006). Agradecemos al autor el permiso para la reproducción del mismo.