Tierras áridas de Níger

Tierras áridas de Níger, una carta de viajes de Rocío Rosa Rubio /fotografía Centro histórico de Agadez, en el extremo sur del Sahara, ciudad conocida como la Puerta del desierto.


 

Primeras reflexiones

VIVO EN EL país más pobre y caluroso del planeta Tierra. En Níger las temperaturas alcanzan los 50 grados y los niños descalzos abundan por doquier. La arena roja flota en el aire y oscurece a menudo el cielo, que parece querer tronar, a ojos de los primerizos en el lugar, pero que nunca termina de estallar en lluvia en esta época del año. El cielo solo se apaga en la noche y vuelve a empolvarse al día siguiente.  En ocasiones el calor amansa y, a regañadientes, deja espacio a una fina brisa que alivia a sus gentes. Hay días incluso en los que uno se sorprende al mirar el cielo: este aparece nuevamente azul, con sus pecas de nubes blancas, y la alta inmensidad vuelve a diferenciarse del color arcilla que hay bajo nuestros pies. La mayoría de las veces la sensación de calor es aplastante, desgarradora, implacable. Caminar a pleno sol del mediodía es adentrarse en las llamas de un infierno terrenal. Solo la sombra que acaricia discreta los muros de las calles muestra piedad ante los transeúntes, que aun así, vencidos en una batalla injusta, se someten a un castigo de fatiga perpetua. Solo la posibilidad de vender su mercancía a un paseante les obliga a despertar de su estado apático. Entonces reaparecen en sus rostros la mirada determinante, las arrugas de una sonrisa forzada, la expresividad de unas manos sedientas, el sonido de una voz amable pero áspera de la lengua local, el djerma o el hausa.

Lo que uno observa desde el primer instante en tierras nigerinas es que la religión musulmana es aquí dueña del mapa y el territorio. Orienta, decide, dicta, presiona el ritmo de la vida cotidiana. Las mujeres visten largos y coloridos ropajes, procurando mostrar la mínima superficie de piel en presencia de los hombres. Estos, por su parte, caminan a sus anchas en una sociedad que les reconoce legítimamente como seres superiores. Se dirigen a las mujeres con seguridad, autoridad y prepotencia en muchos de los casos. La estructura familiar se construye sobre la base de la poligamia: un hombre puede casarse con varias mujeres, siempre y cuando pueda permitirse ofrecerles las mismas condiciones de vida a todas ellas y a sus hijos respectivos, aunque esta condición no siempre es respetada. Cuentan que son comunes las disputas entre las mujeres del mismo marido, e incluso que los conflictos perduran toda la vida.

Una nigerina me explicó un día que las mujeres aquí, a lo largo de su juventud, atraviesan varias etapas socialmente conocidas como «la verde», «la amarilla» y «la roja»; es como si evolucionaran al compás de un semáforo conceptual. Estos colores indican su grado de madurez frente al matrimonio, entendiendo que cuanto más joven, y verde, es la mujer, más apetecible se le presenta al marido, y cuanto más se acerca a la edad de los 30, más roja se pone su situación, ya que, después de ese límite, una mujer es concebida como defectuosa, «alguna tara debe de tener si aún sigue soltera». Así, las niñas aprenden a mostrarse ante la sociedad como sabrosas frutas frescas maniatadas al árbol que les dio nacimiento, obligadas a esperar la amabilidad de un amigo recolector.

Todos los días cuando salgo de la oficina y el sol, agotado de tanto brillar, se calma, se oye el cantar de las mezquitas vecinas que llaman al rezo a sus feligreses. Es una voz lejana, rasgada y cansada, como un llanto amargo, que repite una y otra vez las mismas palabras: «Allaaaah hu Akbar». Y al cabo de unos minutos la monótona e invasora melodía se mezcla con el ambiente hasta tal punto que dejamos de percibirla. En las bulliciosas carreteras asfaltadas los vehículos se impacientan deseosos de llegar a tiempo a su rezo. Las normas de seguridad se dejan para mañana y los atascos se complican. El fluir del tráfico se convierte en intermitente, y, mientras, la noche va cayendo.

[pullquote]Todos los días cuando salgo de la oficina y el sol, agotado de tanto brillar, se calma, se oye el cantar de las mezquitas vecinas que llaman al rezo a sus feligreses[/pullquote]

Al borde del camino, el paisaje inerte observa indiferente el estrés del final de un día de trabajo. Sin embargo justo en esa línea intermedia entre la carretera humana rebosante de vitalidad, y la tierra seca que permanece quieta, se encuentran las personas de la calle. Una familia de entes dispares, vulgares, desconocidos, esparcidos e inhumanamente incansables en su labor diaria de mendigar para sobrevivir. Una labor que supera todos los obstáculos imaginables. Son los mismos rostros conocidos que saludé en la mañana temprano, los que ahora, en la noche, persisten en su ardua tarea, el brazo doblado, algún enser en la mano, los ojos irritados por la arena y un gesto torcido de la cabeza que habla por sí solo de limosna. Me pregunto a qué hora esas gentes volverán a sus hogares, si acaso los tienen y si logran dormir por tan solo unas horas.

Adaptarse a esta cultura, en mi caso, significa acostumbrarme a pertenecer y, lógicamente y en consecuencia, ser juzgada  por el resto como extranjera, como mujer independiente, y como alguien que forma parte de la «clase alta». Puede sonar delicioso, pero no es ese apetito el que he venido a sosegar. He de reconocer que vivo en la diferencia constante, punzante y repetida, en la contradicción entre los valores que me gustaría transmitir y el modelo de vida y de desarrollo al que efectivamente contribuyo, que se halla a años luz de la realidad de mis vecinos. Hablo de una condición difícil de describir, que a la vez me agrada y me desgarra, cual cárcel de oro, de la cual me es imposible huir, al menos por ahora.

Trabajo para las Naciones Unidas como voluntaria de una de sus agencias más, me atrevo a decir en mi corta experiencia onusiana, burocráticas y lentas del país: el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD). En la oficina el ambiente proactivo y activista está tan presente como las bufandas de lana y los vestidos de sevillanas. Vine aquí creyendo –a mi pesar– que en los ojos de todos mis compañeros brillarían la devoción y el deseo interior y despierto de luchar por un mundo más justo e igualitario. Pero alguien dijo hace tiempo que la realidad nunca es como la soñamos.  Sin embargo, lejos de acomodarme en la actitud de frustración, he comprendido que el simple hecho de poseer un empleo, desde la perspectiva de muchos de mis compañeros nigerinos, ya supone una gran victoria.

Estoy aprendiendo a observar antes de juzgar, a rascar allí donde los hechos chocan fuerte contra mi incredulidad y mi manera de mirar y comprender la vida.

Sin duda viajar es como empezar de nuevo, resignarse ante la verdad aunque a veces cueste, aceptar nuestra ignorancia, parar y darnos cuenta de que, hace tiempo, dejamos de escuchar. Es como reeducarse en la paciencia y alimentarse cada día de nuevos paisajes y retos.~