El Chopo de cada sábado, dánoslo hoy
«La ciudad los inventa y los anula», señala en el poema Nocturno de San Idelfonso, Octavio Paz. Hace más de tres décadas se inició un movimiento contracultural en el Museo del Chopo, primero como un sitio de intercambio al interior del recinto»… La cultura popular alrededor de un museo. Un texto de Javier Ernesto Contreras Hernández.
Entonces los músicos, los coleccionistas y los melómanos se apoderaron de la calle Doctor Enrique González Martínez 10, colonia Santa María La Ribera, afuera del citado museo, también conocido como El Palacio de Cristal. La reunión era los sábados, empezaba como a las diez de la mañana, en la calle, que ya tenía entre la plebe el conocido nombre de El Chopo. Todos los asistentes acudían a conocer, a intercambiar Revistas, Libros, Botones, Camisetas, Ropa en general, Accesorios, Zapatos, Tatuajes, Inciensos, Casetts, Discos de Acetato, Instrumentos Musicales, pero principalmente a platicar, a discutir y beber por cualquier motivo.
No había comercio, sin embargo algunos de los discos se vendían, pero prevalecía el intercambio, era el motor para que los dueños pusieran los acetatos recargados en el cancel del museo, con su funda de plástico para que no se maltrataran. Mientras distintos personajes deambulaban, buscando el disco de su preferencia, acetatos raros o de sellos independientes, muchas veces grabados en cassettes. Había constantes encuentros, desencuentros, descubrimientos de música, de percepciones, de sonrisas, de miradas evasivas, todo en el mínimo espacio en la orilla de la calle, la banqueta.
En ese espacio se discutía constante, había trueque, una mínima venta. Sin embargo se bebía más y la cagüama se convirtió en el punto de llegada; en la búsqueda de otros ritmos, de otras percepciones; la cerveza familiar era el centro de todo ese intercambio o el inicio de una caminata sin fin. Algunos de esos incipientes jóvenes melenudos se recargaban en los autos estacionados y se escuchaban las risas, el movimiento, los gritos de la fauna urbana, El Conejo, El Rata, El Caballo, El Pixie, El Güero, El Camarón, el apodo como identidad y trasgresión, en y con la banda. Poco a poco la banqueta fue insuficiente, y cada resquicio entre carro y carro se convirtió en sillón, en mesa, en puesto de venta, así los compradores, ocuparon toda la banqueta y parte del arroyo, dejo de ser un tianguis banquetero.
La ciudad se construye y se destruye diariamente, pues al considerar el espacio donde se dan estas transformaciones, como son la intimidad de sus calles y el ensimismamiento solitario de la muchedumbre al cruzarlas, la urbe deja de ser una sola. Se convierte en múltiple, contradictoria, extensa. Desaparece así la percepción unívoca de ella. Hay tantas ciudades como hombres la habitan, tanta inconformidad, percepción, transformación en unos cuantos metros, que se reúne desde el norte, el sur, el oriente y del poniente de la ciudad de México. El Chopo se convirtió en lugar de cita y referencia para todos los jóvenes.
Casi todos los asistentes llevaban bajo el brazo discos de vinil, con portadas vistosas, parecían estudiantes bien portados con cuaderno en mano, la gran mayoría vestía pantalón de mezclilla, roto y sucio, chamarra de mezclilla, pintada de negro, o llena de dibujos; playeras, con algún dibujo o diseño, traían en el hombro un morral de baqueta, otros uno de mezclilla, los más políticos usaban su barba de escudo, sus huaraches, algunos con botas mineras, muy pocos con tenis [calzado deportivo].
Caminar mirando el suelo, ver portadas de los discos vistosas, muy pocos libros, de editoriales mexicanas, algunas extranjeras, principalmente españolas, era una caminata de zorro, olisqueando con la mirada el rastro de un autor, de un grupo de rock. Era una sorpresa encontrarte de frente con una portada, detenerte, tomarlo, darle la vuelta, leer el índice, y transar para adquirirlo. Otros más avezados, con más callo, llegaban con un morral de la Compañía de Luz, de esos cuadrados de mezclilla, con o sin logotipo, con varios elepés, y caminaban poniendo como estandarte las portadas, al ver a otro caballero, extender la mano y ofrecer tu paquete de discos para que otro lo viera. No había güey de por medio. Otros llevaban casi siempre un libro, sudado, ojeado, ajado, bajo la axila, apretado, mientras miraban hacia el suelo y muchas veces se agachaban para recoger o mirar con asombro el libro que siempre quisieron leer, o el disco que siempre quisieron escuchar.
Poco después en el tianguis, entre los discos, en los tiempos de Kundera, del Chinasky, los libros irrumpieron, de sobaco en sobaco, de brazo en brazo, muchos de ellos maltratados, forrados con papel periódico; ahí comenzaron a circular textos inconseguibles en librerías, sea por el precio, o porque eran ediciones españolas, pasaban de mano en mano, se discutían, se comentaban. Había un ejército de recomendadores, reseñistas de banqueta, algunos para garantizar la transacción, otros por generosidad ególatra, apantalladores, pseudointelectuales, lectores voraces, otros primerizos, sabios callejeros, chupatintas.
El tianguis del Chopo comenzó a viajar. Aún existía el autoritarismo y la intolerancia, como serpientes se expresaron en los vecinos y la policía. Nadie quería afuera de su casa, o cerca de ella, a los grupos de jóvenes, vestidos con estoperoles, con chamarras negras, de mezclilla, pintadas, acondicionadas como chalecos, con pantalones sucios y rotos, calzados botas negras o tenis desgastados por la batalla del asfalto, de la tierra, o botas mineras, con playeras recortadas, pintadas, diseñados por la fuerza de la calle. Chavos que se apoderaban de la calle, calle donde reían, planeaban eventos, fumaban con temor desafiante mariguana, se empujaban, hacían burla de ellos entre sí, que sábado a sábado se juntaban, bebían, echaban desmadre, discutían, peleaban, jugaban, bromeaban, teniendo como centro los discos, los libros, la botella de cerveza, la tocada. Así, los para ese entonces chavos banda, los punks, antes de los tiempos de lo alternativo caminaron hacia la Alameda de Santa María la Ribera, luego hasta el Casco de Santo Tomás, donde los porros pidieron derecho de piso, o buscaron las islas en Ciudad Universitaria, para tender en el suelo el material discográfico, o los libros ajados, listos para el intercambio, o la venta.
El tiempo se medía en semanas, en sábados, ir al tianguis del Chopo, sacar el libro, ponerlo en el morral, preparar tus pesos, sea para la cerveza o para algún disquito, cinta de cassettes, unas chelas con la banda, la risa, los comentarios punzantes, así que después de largas y aburridas semanas, con excepción de los sábados, el Chopo llega con su hermano el Oyamel, ahí en la zona fabril de la colonia Santa María Insurgentes, cerca de La Raza, todo un paraíso.
Esta calle, poco transitada los fines de semana, en el tramo de Mimosas y Azhares, se convirtió en el centro de la vida juvenil contracultural. Había que bajarse del Metro Tlatelolco y caminar por el Eje Eulalia Guzmán, caminar hasta la calle Oyamel y llegar al paraíso de los lectores, había muchos puestos de libros, algunos ya con estructura, los más con una sola manta de trapo, donde se acomodaba. Mientras otros más llevaban libros en la mano, en el morral, y los sacaban a la vista del transeúnte para intercambiarlo, venderlo, compararlo; la calle fue tomada y las cerveza corría aún más, las pláticas eran sabrosas, instructivas y desmadrosas. Muchas incipientes agrupaciones musicales sacaron su bafle, sus guitarras pringosas, llenas de afiches, con micrófonos usados, muchas veces, y bocinas que distorsionaban el sonido, y se dieron el palomazo, mostraban influencias, covers, algunos letras originales, casi siempre contra la autoridad, sea quien la representara, antes de la era del slam. Y le daban duro a los acordes, mientras muchos más bebían cerveza y criticaban abiertamente, tenían que pasar por encima del exquisito gusto de los asistentes.
Después hubo un enfrentamiento con una de las terribles bandas del Nopal, olvidados por la policía, se dedicaban al atraco, a la venta de drogas, se enfrentaron con un grupo de punketos, lo que funcionó como pretexto para que la policía arrasara en el sentido más literal y los choperos fueron nuevamente desalojados, a este episodio histórico se le llamó la Batalla de Oyamel, hasta hubo un sacrificio, la esposa del cantante Rafael Catana murió a causa de un petardo. Batalla sin héroes, todos vencidos; la persecución de la policía hizo que tuviera que emigrar el tianguis.
Ir de viaje, andar, así define el Diccionario Océano, al acto de caminar, de circular, deambular. Pero conjugado en calles de la ciudad de México, debe ser en plural de la primera persona. Sin embargo, al hablar de cada una de las esquinas, aceras, lugares, cafés, se recita en primera persona del singular.
Caminar, mover el cuerpo, uno a uno dar los pasos, mover las manos al ritmo de las piernas y mirar con ojos llenos de asombro las calles de la ciudad de México, descubrir como a cada instante las calles se transforman, tienen otro sentido, otra banqueta, se les nota lo añejo, lo nuevo, el emplaste, la necesidad de ser moderna, algunos dicen de vanguardia.
Hace unos días caminaba por la antigua estación de trenes en Buenavista, ahora todo un centro comercial con varios niveles, nadie creería que el humo y el trajín de las locomotoras llegaba hasta ahí, atravesaba la avenida más grande del D.F., de Los Insurgentes, llegaban trenes de Oaxaca, de Veracruz, de Chihuahua, de Uruapán; trenes de primera, de segunda, trenes cuyo traqueteo rompía la espalda. Ahora sigue siendo una estación del tren, pero solo suburbano.
Atrás de la estación del tren, a un costado de la Biblioteca José Vasconcelos, ahí en la colonia Guerrero, cerca de los talleres de la Comisión Federal de Electricidad, antes la Compañía de Luz, se ubica el Tianguis del Chopo, ya han pasado más de 30 años desde sus inicios. Visitar el tianguis es ya otra experiencia.
Caminar por la calle Aldama, en una pequeño tramo, entre la figura poética de la calle Sol y Luna, es ir sorteando a otros transeúntes, que, en movimiento febril y exigente, utilizan el cuerpo como punta de lanza para abrirse el paso en una banqueta que reúne a las tribus de la ciudad en tan sólo metro y medio. Muchos esperan, otros muestran lo fashion de lo alternativo. Vestir de negro en la ciudad, con medias jaladas, si es mujer, con saco de terciopelo los hombres, con botas altas, plataforma, que por el uso se ven desgastadas de los costados; otros con la gorra ladeada, con pantalones de mezclilla entubados, que se sostiene con una fragilidad a la mitad de la cintura, con playeras vistosas y zapatos tenis de marca, con la agujetas flojas, o ya con los hilos negros y deshilachados, sucios del asfalto, avientan una tabla y se suben con pericia en ella, sonríen y se retan con miradas, con piruetas, con saltos, con giros.
Todos los puestos metálicos tienen lonas azules, venden camisetas, pantalones, botas, estoperoles, agujas, piercings, aretes, gorras, tenis de marca, chamarras… muy pocos tienen discos cd, los menos camisetas negras o chamarras e mezclilla, unos cuantos ofrecen la elaboración artística de tatuajes. Ahí en ese espacio solo hay un puesto de libros, cerca de una de las carpas donde se presentan bandas de música, que previamente fueron programadas, al enviar su solicitud al sitio de internet del Tianguis Cultural del Chopo.
Los asistentes al Chopo caminan como si fuese una pasarela, las mujeres son delgadas, hay muchos adolescentes y uno que otro greñudo, van y vienen, se detienen, preguntan y siguen su paso, parece otra plaza comercial más. En la calle Aldama hay nuevas construcciones, en todas ellas cuelga ropa, tablas para patinar, zapatos tenis, con muchos pequeños locales, caminar es mostrarse, periplo del vacío.~
Efectivamente, El CHOPO nunca será el mismo, sobre todo sin El Caballo, El Pixie, etc. Excelente texto de Javier Ernesto.
¡Tantos años que viví en el D.F., y El Caballo nunca tuvo la atención de llevarme al Chopo! Gracias padrinito, ahora conozco, por lo menos, los caminos de tu memoria.