Al ritmo africano se vive mejor

«He descubierto en África que un instante no tiene por qué ser corto o largo, o demasiado corto o demasiado largo. Eso depende de cómo te hayan enseñado a apreciar el paso del tiempo. De cómo lo percibe ahora tu instinto, de cómo te late el corazón, y cómo estás acostumbrado a mirar y a escuchar.»

relojAntiguoEN TOGO, UN  diminuto país situado al noroeste del continente africano, aprendí que la vida también puede respirarse a un ritmo desacelerado, sin miedo al presente.

No saboreamos la vida con la misma intensidad ni avanzan nuestros pasos con la misma cadencia según el suelo que estemos pisando. ¿Se han parado alguna vez a pensar en esto? Los tiempos que marcan cada momento de nuestra existencia son mucho más flexibles de lo que imaginamos. He descubierto en África que un instante no tiene por qué ser corto o largo, o demasiado corto o demasiado largo. Eso depende de cómo te hayan enseñado a apreciar el paso del tiempo. De cómo lo percibe ahora tu instinto, de cómo te late el corazón, y cómo estás acostumbrado a mirar y a escuchar.

Desde que tengo conciencia me obligaron a medir mi tiempo, a planificar, a calcular, prever, anticipar, organizar. Aprendí, como cualquier niño proveniente de una cultura occidental, que el tiempo se escapa, que el tiempo no se puede desperdiciar. Me metieron en la cabeza la necesidad primordial de rellenar mis días de actividades, experiencias, formación, movimiento. Fui educada en la visión de un tiempo que inevitablemente se agota, en el que los segundos pasan y los minutos se consumen y las horas se acaban. Y cuantos más años cumplimos nos enseñan a repetir con más ahínco: “es que el tiempo vuela”.

Pero ¿quién dijo que el tiempo podía desperdiciarse? Me pregunto quién nos hizo creer que el vaso estaba más medio vacío que medio lleno. ¿Cuándo empezamos a creer que éramos capaces de evitar lo inevitable, de atrapar lo intrínsecamente efímero de la vida, que es el tiempo? Qué arrogancia la nuestra y qué gran insensatez vivir atados a esa filosofía enfermiza y ya crónica. Nos enseñaron a anticiparnos al futuro, a reflexionar demasiado sobre nuestro pasado, a actuar siguiendo las pautas marcadas por una mente perfeccionista, y ahorrar el tiempo sin descanso cuales magos que pudieran manejar el destino a su antojo.

En ese pequeño país llamado Togo, donde fui a toparme con mi propia realidad, las personas mastican el ahora, agarran el momento presente, detienen el tiempo para observar a su alrededor. No viven bajo la dictadura de la agenda, no conocen el concepto del tiempo malgastado, porque allí el tiempo no se discute, no es manipulable, porque es como el aire que respiran, como las sonrisas de quien les mira, como todo aquello que no pueden ni pretenden controlar.

Estas son las primeras anotaciones que escribí en mi diario de viaje, sobre un despertar interior del que aún no era consciente:

La calle principal del pueblo se asemeja a un tapiz de arena roja bañado por la intensa luz del sol. Hay niños descalzos correteando por todos lados y ancianos escudriñando el paso del tiempo, sentados a la sombra de un baobab. Unas cabras solitarias pasean sin rumbo y algunas gallinas picotean restos de comida alrededor de un puesto de calle que parece abandonado. El cielo se extiende vasto sobre nuestras cabezas e ilumina de azul y nubes el espacio. Se respira calma en el ambiente y los escasos transeúntes, vestidos con alegres estampados, dejan a su paso trazos de color. Me encuentro al fin en Todomé. Hace calor y huele a tierra.

Descubrí en Togo que el reloj africano no es de vidrio y arena, sino de alguna materia elástica, que se estira, se contrae y juega con los instantes. El día de la mayoría de los togoleses no se planifica. Comen cuando el cuerpo y las condiciones lo propician. La puntualidad allí es un concepto importado. Incluso hoy ironizan con la llamada “hora del blanco”, la que indica la auténtica puntualidad, tan nuestra, y no la relativa, tan suya.

Y mientras escribo y pienso que desearía saborear cada segundo como lo hacen los togoleses, sé que no puedo cambiar, que el ritmo que mueve mis pensamientos lo llevo muy dentro, diluido en la sangre que circula por mis venas. Y no dejo de sentir el paso del tiempo, veloz, un tiempo que me sigue pareciendo efímero. Porque el cuento de mi infancia narraba el pesimismo de un final que está siempre por venir, aunque hoy sé que otro cuento lejano, de un mundo negro y vibrante, cree en un presente despierto y lleno de oportunidades, de un corazón abierto y palpitante, que no entiende de relojes ni de tiempo desperdiciado, que huele el viento, que sabe a hierba y tierra, que mira sin miedo de frente el presente y no desiste y vive lento, pisando fuerte.

Quién sabría decir cuánto debe durar un abrazo, cuánto un apretón de manos, cuánto la conversación de un encuentro inesperado. ¿Quién inventó el tiempo?~