TRIBUNA VISITANTE: La ruta al mar
Cariló, Pinamar
Provincia de Buenos Aires
18 de julio de 2013
Estimados todos:
Rentar un auto en Hertz es un protocolo sencillo: hay que ir a una concesionaria, llenar el formato, dar los documentos, pagar y listo. En una agencia cualquiera de Argentina, te hacen primero el cobro de cinco mil pesos ‘por si algo pasa’, para después decirte las ochocientas restricciones que probablemente terminarán desapareciendo tus fondos en las Islas Caimán. Lo anterior no es un comentario racista, es un cumplido para los mejores vendedores del mundo. Así pues, el martes pasado decidimos rentar un auto para cubrir el trayecto entre Capital Federal-Mar del Plata-Cariló. A una distancia parecida entre la Ciudad de México y Acapulco (poco más de 400 kilómetros), la ruta hacia Mar del Plata es una recta infinita sazonada con un flanco plano a cada lado. Las incontables cabezas de ganado se juntan debajo de las veletas con estructura de metal y, por un momento, pareciera que el paso de los autos interrumpiera el alimento de los colosos de carne, animales que sólo se distraen de la calma eterna con el paso de las moscas que espantan con la cola.
A poco más de cien kilómetros de la salida de Buenos Aires, sobre la ruta dos, se encuentra Chascomús, hogar del Parador Atalaya. Esta construcción alberga el almuerzo de los viajeros de paso desde hace setenta años. Una orden de medias lunas con jamón y queso y café con leche son el equivalente de unas quesadillas de queso y Coca-Cola de Tres Marías en la ruta desde el Distrito Federal hacia Cuernavaca, en México. Es casi convención internacional que para que el viaje en auto tenga sentido debe servirse con un tentempié, de preferencia con queso caliente como aperitivo y, en este caso, los pequeños cuernitos de pan horneado con un toque de miel y relleno salado fueron el estímulo Proustiano de mis incontables viajes en carretera. Trescientos kilómetros más adelante se encuentra uno de los principales destinos turísticos de los argentinos en la costa atlántica: Mar del Plata. Con menos de setecientos mil habitantes, aquí se parece a Buenos Aires con la única diferencia de tener una costa de mar y calles de subibaja. El malecón separa la playa de un trazado lleno de departamentos, y el centro evoca la brisa de la década de los setenta con grandes construcciones de arquitectura inglesa que le dan a la mirada una postal para el recuerdo.
Este invierno Mar del Plata está igual de frío que siempre, y los diez grados de temperatura se acentúan con el viento del mar. La estancia en este país me ha implantado la tradición de las medias lunas y café como ideal de desayuno y, en este caso, me llegaron las mejores que he probado hasta ahora. Con el cuerpo dorado y las puntas hinchadas con miel, el pan de la confitería Boston fue uno más de los ases bajo la manga que María suele sacarse en sus recomendaciones. Después de la breve iluminación provocada por un pedazo de pan perfecto, la caminata de varios kilómetros sobre el malecón me continuaron demostrando que los placeres sencillos aumentan su valor con el paso de los años. Los pescadores se detienen en silencio a preparar la carnada sobre las rocas, los corredores son los únicos que se llevan el calor a zancadas guardándolo en las mejillas rojas, y el vacío de las carpas de verano estimulan el sentimiento de abandono nostálgico típico de la costa en invierno.
Después de dos días en uno de los destinos turísticos por antonomasia de la gente de Buenos Aires llegó el momento de volver a tomar el auto y manejar poco más de cien kilómetros hacia la localidad de Cariló. En más de una ocasión me habían recomendado este destino como un lugar obligado por un factor sencillo: es un bosque con mar. Ubicado en el partido de Pinamar, tiene poco más de dos mil habitantes en una especie de fraccionamiento de casas de fin de semana en el que las calles de barro serpentean hasta llegar al mar. Los pinos altísimos son francotiradores de bellotas que adornan las calles de tono marrón con un recuerdo navideño en un lugar que se parece mucho a la campiña sueca. El plato fuerte de Cariló fue estacionar el auto en el parador Hemingway y sentarnos a comer una porción rebosante de rabas fritas con queso parmesano y salsa de jitomate con especias. Este restaurante de tono pistache sobre el mar mira hacia una costa helada del Atlántico en una especie de los Hamptons argentinos.
Llegó el tiempo de tomar la ruta de regreso a Buenos Aires en un viaje silencioso y tranquilo; el ganado seguía pastando y el camino reflejaba el sol de invierno. La playa se quedaba con la melancolía del frío con el tránsito de los vacacionistas de invierno. A últimas fechas, la población de Argentina tiene demasiado restringida la vida turística, es una realidad que este país se cierra cada vez más hacia el mundo de afuera. No obstante, la gran extensión territorial alberga puntos que hoy en día son una tradición más que atractivos turísticos, todos ellos con sus rincones ideales para desayunar medias lunas con café y comer con un Malbec extraordinario. El gran beneficio de la rutina alimenticia de Argentina es que tan pronto se reconoce, se convierte en un placer sencillo con la posibilidad de repetirse prácticamente en cualquier punto del mapa.
Besos,
Denisse.~
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