Boxear contras las moscas – Fragmento de “El olvido de Bruno” de Edgar Borges
Boxear contra las moscas
Los días sin Eliana no fueron fáciles para Bruno. Pero había algo que le mantenía vinculado a la belleza de su mujer. Esa belleza era una sensación que le permitía reconocerse entre los otros y las cosas. La voz de Eliana habían transmutado a espacios fragmentados del diario vivir. No jalarse los pelos de la nariz que puede salir sangre; después de agacharse para sacar los libros de las cajas hay que volver a meterse la camisa, que siempre se sale. Era frecuente ver a Bruno sonreír contemplando algo que los otros no veían. Entre la salud y la enfermedad, ficciones. La belleza de Eliana se había convertido en su vínculo invisible, una imagen que giraba a su alrededor para darle respuestas. Sin embargo, a veces, muy a su pesar, la imagen pasaba de la sutileza a la tragedia.
Mujer, ¿quién eres y por qué gritas?
A Bruno le angustiaba creer que, por alguna razón inexplicable, se había hecho un hueco en la memoria. Una caída, un golpe. Sentía que en el centro de su mente algo determinante se había roto. A veces pasaba horas interminables dedicadas a recordar la causa de su rompimiento interior. Entonces escuchaba el llanto…
Mujer, ¿qué te ocurre?
Eliana tensaba el rostro, las manos, la vida, en un vano intento por atajar el dolor. Después sentía la mirada de Bruno y le correspondía con una sonrisa pequeña, pero necesaria.
¡Qué la vida te bendiga, mi Bruno!
Bruno abrió los ojos y no vio la luz. Lo primero que pensó fue que se había fundido la bombilla de la lámpara. Pero no estaba seguro, o no quiso estarlo. Por ello prefirió terminar el desayuno en penumbras. Sin revisar la bombilla, sin correr las cortinas, sin abrir la ventana. Dejó poco más de la mitad de la comida y a puro tacto buscó algo en los cajones de la biblioteca. Sacó un álbum de fotos, lo guardó en un bolsillo interior de la cazadora y salió de su casa a paso calmado. Entonces vio la luz de la calle y sonrió como el hombre perdido que regresa al hogar. En la mente le surgían fotografías, en el camino fue confundiendo imágenes fijas con los movimientos de la realidad. Como la imagen de Lisandro apuntándole a la cabeza con tres dedos en forma de pistola. La risa de Bruno amenazaba con darle movimiento al papel.
Oye, anciano, ¿para qué llevas ese álbum de fotos? ¿Acaso crees que esos papeles te curarán la memoria?
En la mirada reflejaba los dos estados que dividían su nueva vida: el extravío y el detenimiento. A veces parecía que no veía hacia ninguna parte, otras que tenía la vista clavada en un lugar fijo. Su extravío era difícil de interpretar. Podría creerse que estaba triste o que intentaba hallar algo determinado, crucial para su existencia. En cambio, cuando detenía la mirada le crecía una sonrisa desmesurada, como si estuviese frente a un viejo conocido que no había visto desde un tiempo impreciso. Un vecino, dos vecinos, tres vecinos. Un vecino.
Bruno, nunca dejes tu mente en blanco. Pronuncia tu nombre cada vez que te invada el silencio, juega a relacionar tu nombre con el nombre de las cosas. Repite el nombre de las cosas. Ropa, lápiz, techo, calle. Que los nombres de todas las cosas te recuerden tu historia. Que cada vez que digas tu nombre te venga a la mente un relato de tu historia.
La vida de la gente es un boxeo para intentar ser buenas personas, eso pensaba Bruno camino a la librería. Pensaba eso incluso de los cinco hombres de la plaza. La buena fe, para Bruno, no era una condición natural sino un ideal, un anhelo, una intención por definir. El ser buena persona era una batalla que se podía ganar o perder, pero era la batalla. Nadie luchaba para ser mala persona, al contrario, los grandes combates de cualquier individuo se libraban para escapar de la atracción oscura del yo; el yo negado, el yo multiplicado, atrayente, miserable. El individuo emprendía batallas, cuando menos, en nombre del bien, su bien. Bruno le atribuía al sujeto el rol de la heroicidad, como si la perversidad fuese el molde natural de la existencia. Como si la batalla del ser consistiera en desprenderse, liberarse, hacerse, salir de las cuerdas y caminar. Boxear para romper el molde. Boxear contra las moscas desde el espejo, frente a la ventana, en medio de una historia enmarcada en cuatro paredes. Boxear, boxear. Boxear en la cama, en la ducha. Boxear en la mesa, en la esquina, contra las farolas, sobre los cables de alta tensión. Boxear en el aire. Boxear en la mente, en el alma y contra el alma. Boxear cuerpo a cuerpo y contra el cuerpo. Boxear sobre las cuerdas, en el silencio, en el no lugar. Boxear para no caer; boxear, boxear, caminar y boxear.
Una mañana de septiembre de 2011 Bruno entró a la librería, le dio la espalda a los libros y se asomó a la ventana. Eran las siete, media hora antes que de costumbre. Hacía frío, mucho frío. ¿O era el frío del observador? En el centro de la plaza los cinco sujetos compartían su rutina de palabras y cigarrillos. Cada vez que la comisaría cambiaba de jefe, se hacían redadas policiales para intentar desalojar el lugar. Pero nunca, por lo menos en horario escolar, les encontraron droga ni licor. En cualquier caso, no era necesario ser muy hábil para conocer los horarios de la policía. Aquella mañana, poco después de las siete, Bruno vio a Marlon empuñar una botella de aguardiente. Marlon era el más hablador del grupo, el más contador de hazañas fallidas, pero también el más agresivo ante los compañeros y los extraños. Él era quien opinaba por el grupo cuando la policía les pedía identificación o la directora del colegio les exigía que se marcharan. De pie, como si pretendiera ser el centro de la plaza, Marlon tomaba un largo trago de licor. Frente a él, sentados en el banco circular, sus compañeros le veían con el anhelo de que terminara pronto.
Uno, dos, tres. La vida.
Al poco rato Marlon ofreció la botella a los sedientos. En eso se dio cuenta de que alguien faltaba. Giró a su alrededor y descubrió que Aurelio fumaba un cigarrillo en un extremo de la plaza. Aurelio era el más alto y corpulento de los hombres; pero su mirada lejana, cercana a la incomprensión, sólo anunciaba la fragilidad de un gigante barbudo. El sujeto daba caladas seguidas mientras contemplaba la fachada principal del colegio. Marlon se acercó, le ofreció la botella y le pidió el cigarrillo. Los dos hombres compartieron sus respectivas necesidades; no hubo palabras ni carraspeos incómodos. No hubo nada distinto al ruido de una bebida, una calada y un barrio que despertaba. Los dos hombres regresaron al grupo, los otros tres les esperaban con ansiedad. Minutos más tarde los cinco compartieron la botella. A la tercera ronda de tragos, Marlon y Aurelio iniciaron una fuerte discusión. Se atribuían el crédito de un asesinato; los dos aseguraban haber liquidado a un «limonero», que era como le decían a los indigentes del subterráneo que comunicaba al barrio con la avenida principal. Marlon levantó más la voz y las manos para decir: «Me cargué al limonero, hermanos, les juro que me lo cargué».
Quince minutos antes de las ocho de la mañana, a Bruno se le asomó una sonrisa limpia. Frente a la librería comenzaron a pasar los niños rumbo al colegio. Primero pasó el hijo del carnicero, luego la hija del matrimonio que vendía frutas en su camioneta. Poco después venían saltando los gemelos de los conserjes del edificio de al lado. Detrás caminaba muy poco a poco la hija del sastre; aquel día la madre no la despidió desde el balcón de su piso. El vestidito de la niña era blanco con una lluvia de puntitos azules.
Capítulo de la novela El olvido de Bruno, coeditada en México como intercambio entre Nitro/Press y Carena Ediciones (España), 2017.
Edgar Borges (Caracas, Venezuela, 1966). Es autor de novelas y libros de apuntes como ¿Quién mató a mi madre?; ¿Quién mató al doble de Edgar Allan Poe?; La contemplación; Crónicas de bar y El hombre no mediático que leía a Peter Handke. Parte de su obra ha sido traducida al italiano, inglés, francés y portugués. Escritores como Enrique Vila-Matas y Peter Handke se cuentan entre los lectores que siguen su ficción con interés. En 2015 Nitro/Press comienza a publicar su obra en México con La ciclista de las soluciones imaginarias, una de sus novelas más celebradas a nivel internacional.
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