Hibridaciones sinápticas: De transfiguraciones: Unica Zürn
Un texto de Iliana Vargas en la columna ‘Hibridaciones sinápticas’
Si está loca, le será posible divertirse sola. Las ideas más hermosas e inconcebibles empiezan a florecer como el jazmín.
Unica Zürn, El hombre jazmín
CREO QUE NINGUNO, o muy pocos de quienes vimos por primera vez una de las fotografías de Hans Bellmer en las que aparece una de esas memorables muñecas de pliegues multiplicados en sí mismos siguiendo la línea de una cuerda que aprieta la piel hasta estrangularla, sabíamos que la dueña de ese cuerpo llevaba por nombre Unica Zürn. Hay quienes aseguran que someterse a estas posturas y a los estrangulamientos que deformaban su figura hasta convertirla en una carnosidad irreconocible para sí misma, detonaron ataques esquizofrénicos y la orillaron a largas estadías en diversos hospitales psiquiátricos. Sin embargo, creo también que pocos de quienes hemos observado tales fotografías y buscado después los rastros de Unica, hemos resistido a la tentación de justificar su trabajo a partir de la locura y la enfermedad. Me parece que ella pertenece a esa enorme familia de mujeres y hombres que han decidido torcer un poco los estándares estructurales de la sociedad y la cultura en las que les toca crecer y desarrollarse, y en las que, por mucho que intenten, no encuadran, a final de cuentas. Hay una necesidad de tocar fondo, de rastrear los límites entre la vida convencional y la vida creada a partir del delirio, de la confrontación con el abismo; hay un afán de entregarse a la magia del impulso irracional, instintivo, determinado por la necesidad de experimentar una visión ajena al dictado del deber ser y el deber hacer, y jugar a los extremos, aunque las reglas y los métodos del juego conlleven dolor, marcas en la piel, en los huesos, en el proceso de una transformación literal donde el cuerpo se trastoca en busca de la cercanía y la posibilidad con lo otro, con lo que parece ajeno, pero que también constituye la propia y extensa identidad, no del todo comprensible incluso para uno mismo.
Así, para mí Unica Zürn representa la posibilidad de desdoblarse en todo lo que el deseo alimenta. Si prevalece el dolor y el peligro en esta búsqueda, es acaso porque ambos entraron muy pronto en su historia familiar, y porque trató de confrontarlos con una vida encaminada a ser aceptada por los cánones sociales. Sin embargo, había ya algo distinto en
su noción de la vitalidad, y ello cobró impulso al conocer a Hans Bellmer y convertirse en su compañera y en su material de creación, dejando para siempre de lado al esposo y a los hijos con los que ya había logrado integrarse al “lado correcto” del imaginario social.
Leo fragmentos de sus textos, observo detalles de sus dibujos, imagino que palpo algunas partes de su cuerpo estrujado, trastocado y reconfigurado a través de la visión de Bellmer, y me pregunto: ¿qué era lo que movía a Unica hacia el lado ominoso, sobrenatural de sí misma? ¿Qué era la enfermedad mental antes de convertirse en padecimiento?: ¿una melodía? ¿Una sensación constante e indescriptible? ¿Una náusea? ¿Una pulsación de incomodidad hacia la hipocresía y la doble moral de la sociedad europea después de la Segunda Guerra Mundial? ¿Una polilla que revolotea alrededor de una luz intermitente que cambia de color e intensidad cuando se percibe una forma distinta de habitar, de concebir, de recrear el mundo?
Acaso era una fuerza, un móvil que la incitaba a sentarse ante el papel y la tinta y hacer fluir los rostros, la naturaleza híbrida del mundo vegetal y animal que asimilaba como parte de sí; las raíces, las plumas, la sangre enlazada en diminutas burbujas; los seres del sueño o del recuerdo o del futuro; las entidades de género y especie indeterminadas, pero que se mueven en su subconsciente, a la luz del día y a la sombra de la noche: la fluidez que hay en esos trazos recuerda a la naturalidad del automatismo surrealista o al misterio del art brut. Yo pienso que ella tenía un poco de ambos, pero que prevalecía la necesidad de dejar ser, dejar brotar, a través del acto creativo, cada una de las identidades que la conformaban como toda ella: única Unica. Por eso dibujaba, pintaba, escribía, frecuentaba a los surrealistas y colaboraba con ellos. Incluso dejarse transformar la carne era otra manera de exaltar aquello invisible y latente en el espíritu y en el cuerpo hasta que éste perdiera su forma humana y se convirtiera en una abstracción sin más referente que el espacio: la carne expuesta como carne sin identidad, pero viva, en un sentido que hoy podemos atribuir a Cronenberg, pero sin mutilaciones extremas ni intervención de la sangre; sólo la transgresión en el cuerpo y el cambio de percepción de la dueña de ese cuerpo, sobre el funcionamiento normal y anormal de las cosas.
Y lo normal y lo anormal (como siempre, tan subjetivo), en este caso gira en torno al recuerdo del abuso infantil y al abandono de una figura protectora, a la persistencia de la sensación de vulnerabilidad y al desencanto, a la desesperanza. Hay, por ejemplo, un cuento suyo en el que se conjugan todas estas ideas y experiencias, y que delata también la identificación de Unica con el deseo objetual de Bellmer a través de la encarnación de sus muñecas. El cuento se llama “Encantamiento”, y trata sobre una costurera que, por quedarse a trabajar hasta tarde, es víctima del intento de violación de uno de los trabajadores, quien, en venganza por no haber conseguido lo que deseaba, la deshumaniza:
—Fue uno de los más viles atropellos que hemos presenciado —terció en la conversación otro maniquí—. Se le acercó por detrás, la agarró por los brazos, la lanzó en ese sofá y…
—¿Y…? —preguntó la señorita Milli.
—¡Usted se defendió! Lo arañó bien. Y me parece que hasta le mordió en una oreja. Usted peleó, señorita Milli, peleó como una heroína, pero…
—¿Pero? —jadeó la señorita Milli.
—Él es muy fuerte, ¿comprende?, no había esperanza, nosotros nos volvimos hacia la pared, temblando de vergüenza, por no poder hacer nada.
—Pero mis brazos… —sollozó la señorita Milli con súbita desesperación—. ¿Qué ha sido de mis brazos?
—Él no consiguió nada, señorita Milli —dijo el maniquí grande con suavidad—. Usted conservó la cabeza, él luchaba y al fin dijo…
—¿Qué dijo? ¿Qué dijo, por Dios?
—Dijo —prosiguió el maniquí con voz dolorida—, dijo: “¡Pues serás como uno de || éstos!”. Y nos señalaba a nosotros. “¡Sin brazos, sin piernas y sin… cara!”
La señorita Milli se volvió lentamente.
—Sin… cara —susurró.
El maniquí grande, turbado, frotó el suelo con su pata de madera.
—Sí —murmuró—. Él…
—¿Qué? ¡Habla, por lo que más quieras!
Del cuerpo de los maniquíes salía un llanto suave que partía el corazón.
—Nos da usted mucha pena —decían entre suspiros.
—Le ha borrado la cara —murmuró el maniquí masculino—. Ya no tiene cara.
Lentamente, la señorita Milli se apartó de la ventana y fue hacia los maniquíes. La piel sonrosada de la mujer hacía un bello contraste con aquellos cuerpos negros. Al fin dijo:
—¿Entonces soy una de vosotros?
—Es un gran honor —dijo el maniquí masculino y, con movimientos rígidos, trató de hacer una reverencia.
Siento que la deshumanización se convierte, entonces, en el proceso permanente de Unica Zürn, y que en vez de resistirse a ello, lo asimila, primero, desde su relación con Bellmer, y después, desde la voz del dibujo, de la escritura, de su sed de conocimiento y apreciación de lo extraño que le rodea, dejándose influenciar y guiar por ello, como sucedió durante sus encuentros con Henri Michaux, por ejemplo, quien le llevaba materiales de dibujo cuando iba a visitarla a los psiquiátricos en los que, por cierto, ella decidía pasar determinadas temporadas, después de las cuales, en vez de mejorar, su situación empeoraba. Lo importante aquí, me parece, es que ella lo sabía, y que tenía consciencia de que nunca iba a curarse, y de que la mejor manifestación de su deterioro quedaría registrada en las huellas de sus anagramas, su prosa y sus dibujos —lenguajes con los que alternaba para comunicarse con un entorno en el que, al notar que cada vez intercambiaba menos códigos de entendimiento, decidió salir de él.~
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