Hibridaciones sinápticas: Como gárgolas que caen del cielo
Un texto de Iliana Vargas
Yo he visto el fin de todo, Hombre Fulminado. He bajado a las entrañas del infierno, y he visto el final. Quien vuelve de un viaje así, por mucho que siga viviendo, es consciente de que una parte de sí mismo ha muerto para siempre.
Paul Auster
PENSABA EN DISTINTAS cosas sobre las que quería escribir para cerrar este año, pero hace rato, mientras regresaba del cine, tuve un clic al ver cómo se movían unos bloques inmensos suspendidos en el cielo, sostenidos por una grúa que forma parte del equipo de construcción de varios edificios en esa zona. Los vi así, tan enormes y tan mortíferos, e imaginé que si acaso se llegaran a soltar o resbalar de su soporte, serían inminentes el caos y la destrucción que provocarían si cayeran cerca o sobre personas o animales que en esos momentos pasaran debajo. Eso me hizo recordar, a su vez, el libro que estoy leyendo: La noche del oráculo, de Paul Auster, cuya anécdota principal proviene de El halcón maltés, de Dashiell Hammet, y que dentro de la estructura de cajas chinas propuesta en la novela de Auster, se convierte en el móvil de un hombre convaleciente para regresar a la escritura. La idea es que el personaje se apropie de ella y la intervenga; en este caso, a partir de la crisis existencial que le provoca el hecho de que una gárgola caiga desde las alturas, rozándole apenas el brazo y después estrellándose contra el piso. La proximidad con la muerte se plantea como una especie de fractura que desajusta todo parámetro racional ejecutado o por ejecutar hasta esos momentos, y ello hace que el personaje se confronte consigo mismo para que acepte que necesita hacer algo distinto con su vida: hacerse otro / ser otro.
Pero, ¿por qué sucede que sólo cuando ocurren cosas que nos llevan al límite, ya sea externas [como los terremotos hace un par de meses] o internas [como el papel que jugamos en la sociedad, en la economía, en nuestros procesos creativos, en las relaciones con los otros y que la mayor parte de las veces nos orilla a diversos tipos de crisis] somos capaces de mirarnos desde fuera, como si no nos conociéramos, y cuestionar lo que hemos hecho y la manera en que lo hemos hecho para llegar hasta ahí, para ser funcionales, y de vez en cuando, felices?
Esa pregunta me llevó de forma natural a las imágenes y los diálogos que acababa de ver minutos antes en la cinta, basada, además, en una historia real: Yo, Olga Hepnarová [Já, Olga Hepnarová], realizada en 2016 y dirigida por Petr Kazda y Tomás Weinreb.
He de decir que no sabía mucho ni del personaje real ni de la película, salvo lo que leí en la sinopsis y que me animó a entrar a verla: en particular, el hecho de que plantearan a la chica con todas las características de antiheroína marginal a la manera de los personajes de Beckett, pero situada en Checoslovaquia, y rodeada de un sistema tradicionalista, duro, cerrado.
No sé si me impresionó más por el hecho de saber que alguien en la vida real había atravesado por tantos maltratos, abusos, conflictos sexuales, inestabilidad emocional y psicológica, pero en varios momentos sentí que no podría ser peor, que nadie podría no sólo aguantar tanto, sino exponerse a sí mismo a todo ello. Sin embargo, a pesar de su fragilidad corporal, acentuada por un ensimismamiento innato, Olga era férrea y congruente con sus decisiones; sobre todo, con la asimilación de las causas que la habían dejado en el gran hastío y cansancio que sentía después de tantos años de ser sometida y burlada. Desde muy joven asumió que no necesitaba a la sociedad, porque no creía ni en sus valores ni en sus modos de educar a la gente, o los modos en que la gente se relacionaba usando la doble moral, y las conclusiones a las que iba llegando, las escribía en largas cartas dirigidas a un psiquiatra, al que pedía ayuda constantemente: I hate people. I wonder how my relationship will look as time goes by. I want the people to not exist for me at all, their words and chatter are indifferent to me. That’s what I want. It’s better for me when I’m alone than when I’m with them… Everyone falls for their smiles and fellowship. They mutilated my soul.
Es curioso cómo esta claridad de pensamiento se logra muy bien gracias a la manera en que la fotografía de la cinta crea una simbiosis entre lo inhóspito del entorno humano y el ambiente natural que rodea a Olga: frío, martirizante, castigador, casi como si el director y el guionista tuvieran la intención de que el espectador se olvidara del drama o el morbo amarillista, y entendiera que un alienado social trata de entender y sobrellevar su vida aunque no coincida con los parámetros establecidos, y que esta incomprensión en torno a sí mismo, a partir de la incomprensión de los otros hacia él, es la que le lleva a decisiones y situaciones radicales. En el caso de Olga, mientras más tiene momentos de lucidez, de cuestionamientos y sobre todo de intentos por asumir lo que es y encontrar un espacio en los ámbitos cercanos y cotidianos, más es excluida, rechazada o negada; cercada, a final de cuentas, y ella enfrenta esa intolerancia e inadaptación de una forma consciente y determinada. Eso es muy importante: ella sabe muy bien cómo está construido el tejido social de Praga en 1973 y entiende por qué no puede integrarse a él. Hay una frase que dice antes de que vaya vislumbrando lo que escribirá en la última carta, en la que explica quién es y por qué está a punto de hacer lo que va a hacer, y donde pide, además, que no se le enjuicie alegando locura: “Soy una psicópata, pero una psicópata inteligente”, es lo que recuerdo que decía el subtítulo de la enunciación pronunciada.
Y eso es lo que me hace volver a la pregunta que detonó toda esta conexión de ideas, y que quiero dejar al aire para pensar en ello recibiendo el año que comienza: ¿por qué no somos capaces de asumirnos como seres que lidian consigo mismos, que están hartos de su condición y buscan una forma distinta de salir adelante? ¿Por qué nos cuesta tanto mirarnos y decir esto no soy yo; esto no me define; esto no es lo que quiero entregar a los otros? Me parece que estamos tan arraigados a lo que se nos ha enseñado que debemos ser, que ni siquiera las situaciones que nos llevan al límite propician un verdadero movimiento en nuestra identidad más profunda. ¿Acaso por eso nos aferramos tanto a la creación? ¿Creamos lo que no podemos permitirnos vivir? ¿Cuántas gárgolas más necesitamos ver caer, para escucharnos y determinar lo que en verdad estamos buscando?~
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