Hibridaciones sinápticas: Si digo Alejandra, ¿escribiré?

Un texto de Iliana Vargas en la columna ‘Hibridaciones sinápticas’

no
las palabras
no hacen el amor
hacen la ausencia
si digo agua ¿beberé?
si digo pan ¿comeré?
en esta noche en este mundo
extraordinario silencio el de esta noche
lo que pasa con el alma es que no se ve
lo que pasa con la mente es que no se ve
lo que pasa con el espíritu es que no se ve

Alejandra Pizarnik [de “Esta noche, este mundo”]

 

HACE POCO ESTABA pensando en que no es lo mismo leer a Alejandra Pizarnik a los 19 que a los 39 años. Me di cuenta de que las primeras impresiones que me causó su obra estaban rodeadas de una especie de agitación existencial propia de la juventud y del ambiente de asombro  que viví de manera particularmente intensa durante los años dedicados a la licenciatura. Yo estudié Letras Hispánicas en la FFyL de la UNAM, y fue gracias a la clase de Filosofía y Literatura que conocí no sólo a Alejandra, sino a Jean Paul Richter y a Lautréamont, quienes influenciaron de manera definitiva mi percepción del mundo, y en consecuencia, de la escritura.

Era 1997, y, por extraño que parezca, resultaba imposible conseguir libros de ella: o estaban descatalogados o simplemente no se distribuían en México, y ni qué decir de encontrarlos en las bibliotecas. Al igual que en el caso de muchos otros autores a quienes estudiábamos pero cuyo trabajo no estaba a nuestro alcance, pudimos leer una selección de poesía y prosa poética que formaba parte de Semblanza, gracias a un juego de fotocopias que nos compartió la profesora. A partir de ahí, mi fascinación por Alejandra Pizarnik se convirtió en un detonante  de búsquedas literarias: para comprender su mundo poético, su angustia, sus terrores y su obsesión con el lenguaje, yo tenía que intuir qué autores –vivos o muertos-  habían forjado el sendero que daba luz a su voz. Recuerdo que leerla era como soltar anclajes a distintas visiones de mí misma que hasta el momento no había logrado / o me negaba a / encontrar. La honestidad con que hablaba del amor platónico, de la complejidad de relacionarse con otras personas, la fijación por el silencio, por la soledad –a la que amaba pero rehuía al mismo tiempo- y sobre todo la creación de los microuniversos en los que habitaban sus personajes y temas emblemáticos: las muñequitas de papel, las cenizas, los espejos, las jaulas, los pájaros, la noche, la palabra, el bosque, el mar, el vacío, el desamor, el abandono, los barcos, eran imanes que me atraían porque guardaban secretos que yo necesitaba descubrir. Sé que de alguna forma, a mis 19//20 años de edad, yo me sentía identificada con lo que ella repetía sin cesar, casi como mantra, cuando hablaba, por ejemplo, de la confrontación latente con uno mismo; con la desesperanza; con cada uno de los “yos” que se van revelando poco a poco durante el paso de la adolescencia a la juventud, y con los que aprendemos a lidiar con los años; con la idea del amor y la realidad del amor; con el querer y no querer al mismo tiempo:

¿A qué, a qué
este deshacerme, este desangrarme,
este desplumarme, este desequilibrarme
si mi realidad retrocede
como empujada por una ametralladora
y de pronto se lanza a correr,
aunque igual la alcanzan,
hasta que cae a mis pies como un ave muerta?
Quisiera hablar de la vida.
Pues esto es la vida,
este aullido, este clavarse las uñas
en el pecho, este arrancarse
la cabellera a puñados, este escupirse
a los propios ojos, sólo por decir,
sólo por ver si se puede decir:
<¿es que yo soy? ¿verdad que sí?
¿no es verdad que yo existo
y no soy la pesadilla de una bestia?>.
Y con las manos embarradas
golpeamos a las puertas del amor.

[de “Mucho más allá”]

Me maravillaba la fluidez que encontraba en el ritmo de sus versos, en lo trágico que convivía con lo apasionante de estar vivo, de entregarse al misterio del designio aunque se supusiera que después de todo, lo que quedaba siempre era la fatalidad. Pero en ese entonces yo no sabía que ella se había suicidado después de haber entrado en un trance hipnótico con la desesperación y la locura. Fue años después, cuando empecé a usar Internet, que me enteré de eso y de otras cosas de su vida, y que pude leer más poemas suyos, e incluso algunos fragmentos de su diario. Recuerdo cómo me estremecí la primera vez que oí su voz, mientras buscaba fotos y dibujos suyos en la Red; es más, a decir verdad, en ese entonces, estrenándome en el mundo cibernético, me conectaba sólo para indagar más sobre ella. Entonces algo me empezó a hacer ruido: descubrí que había gente que, al hablar de ella, lo primero que mencionaba era que se había suicidado, como si el suicidio fuera lo más relevante de la vitalidad con la que se había entregado al mundo. Pero claro, pensé, es que ellos seguramente no han leído su poesía completa, ni su diario, ni sus piezas de teatro, o el ensayo que hizo sobre La condesa sangrienta. Ya habían transcurrido diez años desde la primera vez que me acerqué a ella, y yo seguía ahí, o su sombra seguía en mí, o algo de su personalidad y su escritura se había amoldado a mi carácter melancólico y visceral, y definitivamente, no estábamos decididas a abandonarnos.

Por supuesto, he leído otras cosas de acuerdo con mis necesidades y gustos determinados por pequeñas etapas e influencias cada cierto tiempo, pero la presencia de Alejandra Pizarnik se ha mantenido siempre ahí. Sé que hoy en día hay cantidad de estudios, ensayos, tesis, libros, sitios virtuales, puestas en escena, e incluso breves o largos documentales sobre su historia y su trabajo, pues definitivamente es un claro ejemplo de que vida y obra son inherentes y se retroalimentan hasta perder la noción de cuál es consecuencia de la otra. ¿Qué podría yo agregar o descubrir sobre ella a estas alturas? Creo que si soy sincera, diré, por ejemplo, que la escritura en sus Diarios y sus cartas compiladas por Ivonne Bordelois y Cristina Piña en Nueva Correspondencia, hoy en día me atraen más que la intensidad oscura de su poesía hace 20 años. ¿Por qué? Porque en sus poemas es evidente que predomina el ser emocional en busca de una catarsis anímica, que expone las visiones, los ecos oníricos y los juegos y las complejidades del lenguaje en su estado más puro. Pero en sus diarios y cartas, he encontrado a la Alejandra que se conflictúa con cuestiones prácticas de la vida; que mastica y escupe su cotidianidad; que se pregunta hacia dónde va su poesía, su uso del lenguaje; que comunica su consciencia sobre el significado y el peso de cada palabra; que escribe sobre sí y sobre su poesía con una soltura que obedece a no pensar en que lo que está dejando en esas libretas será juzgado con rigor poético; que establece lazos amorosos y de amistad con escritores, músicos, pintores y demás personajes a quienes admira, lee, cuestiona y sobre los que reflexiona de manera constante.

Cada día tartamudeo más. Pero no sé si es tartamudez. En el fondo, no quiero hablar. Así como me alimento sin querer hacerlo sino que lo hago por compulsión o por temor del vacío, así hablo, sabiendo, no obstante, que debería callar. Mi sufrimiento es el ómnibus cuando pido el boleto, mi temor de que mi voz no salga y todos los pasajeros contemplen, tentados de risa y asombrados, a ese ser monstruoso que se debate y pelea con el lenguaje. Mi sufrimiento cuando hablo por teléfono y no me surge la fórmula de despedida «adiós» o «hasta luego» sino una serie de estertores ininteligibles que anulan todo lo que dije precedentemente y transforman mi conversación anterior en una broma, en un simulacro o, tal vez, como alguien que pensó que hablaba con un ser humano y descubre, por un detalle final imprevisto, que no es un ser humano sino algo extraño, ambiguo, no poco repugnante en su misterio.

[Viernes, 23 de octubre, 1959, Diarios]

 

Me parece que eso, el proceso de reflexión, cuestionamiento, e incluso teorización sobre diversos aspectos que habitaban su entorno cotidiano construye un tono de escritura acaso más profundo, más humano, más entrañable con el que puedo mantener un código de comunicación a pesar de que he vivido tres años más que ella. Sin embargo, es impresionante cómo, con sólo 36 años de experiencias, viajes, lecturas, escritura e intercambios epistolares, Alejandra Pizarnik fue capaz de dibujar una senda en la que logró dejar constancia de un trabajo que a muchos otros les cuesta 60 años o más. Es cierto que el dolor y la desesperación porque la palabra se transformara en un ente que hablara y respirara por sí mismo es un referente básico cuando se piensa en ella, pero considero que es necesario acercarse a sus otras voces; a sus breves escritos sobre los autores y los libros que configuraban su dimensión no sólo lectora, sino de conocimiento; al desenfreno lingüístico que comenzó a invadirla en su etapa final, cuando se soltó al experimento y la relación sonora entre las palabras como quien se deja caer al abismo sabiendo que no puede perder ya nada.~