Jodorowsky sin fin | El rincon del celuloide
‘El rincón del celuloide’, #columna sobre cine, con Daniel Arellano en los mandos
LO CONFIESO, NO sé mucho de eso a lo que se le puede o no llamar “arte”, pero no es nada más mi falta de comprensión de la estética o el hecho de que he fracasado en el intento de realizar casi cualquier tipo de expresión artística, es también porque no puedo coincidir ni siquiera mínimamente con los supuestos artistas modernos y sus productos que, se supone, deberían aportar nuevos horizontes al arte y expresar mínimamente un ápice de sentimiento. Por ejemplo, hay una famosa obra en la que un hombre colgó un ladrillo a escasos centímetros de un cristal y fue parte de toda una exposición que pretendía transmitir no sé qué cosas; lamento mucho no coincidir con la visión que haya tenido ese supuesto creador, pero eso para mí simplemente era un ladrillo colgando a escasos centímetros de un vidrio, ni en mis sueños más aberrantes podría llamarlo “arte”. ¿De verdad pretenden estos estúpidos que miremos un vaso de agua sobre una mesa a mitad de la sala de un museo, de la misma forma en la que podríamos mirar una escultura de Miguel Ángel? Lamento mi falta de fe, yo no puedo.
Pero no soy el único que piensa de esta forma, por ejemplo Avelina Lésper, bastante cabreada en un video que circula por internet, da su punto de vista en esta segunda década del siglo XXI. Ella dice que vivimos en el momentos más fetichista, ególatra y superficial en la historia del arte. Asegura que los que se denominan artistas posmodernos realizan “performance” donde exponen sus excrementos, sus nalgas y su cuerpo bañado en pintura suponiendo que lo reconozcamos como una obra que trascenderá generaciones. Dice Guillermo Fadanelli, parafraseando a Daniel Sada, que la poesía debería prohibirse para que se le pueda otorgar otra vez un poco de valor, para que los estúpidos, que ni su nombre pueden deletrear, dejen de intentar mancillar la palabra escrita con rimas burdas de menos de ciento cincuenta caracteres y sólo los verdaderamente apasionados se atrevan a transgredir al sistema, escribiendo poemas que tengan un valor mayor al que le dan los imbéciles. No cabe duda que mucha gente coincide con la idea de que vivimos en un momento muy raro para lo que podamos determinar como “arte”, hasta la literatura se ve afectada por todos esos que aprovechan la fama efímera que la vox populi le ha otorgado para vender un libro tras otro de porquerías literarias que de inmediato se convierten en best sellers. Todos nos sentimos fotógrafos porque tenemos Instagram y somos capaces de hacer que nuestra propia mierda salga con un bonito filtro; y mientras el cine esté plagado de bodrios infumables que rompen records en taquillas no podemos, los que amamos las películas, alzar la cabeza y llamar “séptimo arte” (con todo lo que el significado que la palabra pueda otorgarle) al oficio del celuloide. Es bastante difícil generalizar si seguimos llamando “cine de arte” a las películas que no encajan con las expectativas de un público consumista. Y el panorama se torna todavía más oscuro si tomamos en cuenta que cada año aumentan en número los decesos de las grandes figuras que caminaron en el panteón de la inmortalidad durante el siglo pasado.
Probablemente ya están preparando epítetos contra mi persona y mis palabras ya dichas, porque seguro conocen a muchos grandes artistas que se alzan para alcanzar la inmortalidad con verdaderas muestras de arte. Aún en este siglo posmoderno no dudo que estén ahí, pero han de comprender que mi ignorancia a veces nubla mis declaraciones. Además, todo esto no es más que una vomitadera de pesimismo que pretende servir como introducción al análisis de una figura del cine del siglo XX que todavía da muestras de genialidad a pesar de sus 88 años. Hablo de nada más y nada menos que del gran Alejandro Jodorowsky.
Cuando hablo de Jodorowsky con mis amigos y conocidos, muchos aseguran que es un viejito que se la pasa twiteando locuras desde su celular. No puedo contradecirlos ni darles menos que la razón porque el señor se ha convertido en una caricatura de lo que algún día fue pero, como dice mi madre, él ya está más allá del bien y el mal. Frase que pretende darle redención a una persona que tiene más pecados que recuerdos, en el caso de Jodorowsky no podría ser más cierto. El hombre en cuestión es un rockstar, una figura alabada por leyendas mucho más grandes que él mismo, pero hablar de su biografía sería entrar en terrenos sinuosos porque hoy mismo forman parte de un metaverso casi fantástico cuya veracidad sólo podría determinar el mismo Dios en persona, así que mejor limitémonos a hablar de él desde el punto de vista del cine, algo que a pesar de lo que podría suponerse, más o menos me sale bien.
Hace tiempo se estrenó en algunos países Poesía sin fin, su última película biográfica que da continuación a La danza de la realidad, en 2013, y a pesar de que el hombre es tachado de loco, ridículo, fantoche y farsante, fue alabada por la crítica que la recibió con ovaciones de pie en su estreno. Muchos de sus detractores aseguran que es más la fama que ha acarreado con tantos años y que tiene muchos amigos dentro de la crítica que lo ayudan a obtener puntuaciones altas; sin embargo estas declaraciones me parecen muy viscerales y poco objetivas. Hace poco que pude verla, y me di cuenta de que el hombre sigue siendo grandioso para contar historias, para crear grandes escenas y, sobre todo, para fabricar magistrales momentos visuales, esto último probablemente sea su fuerte. Recuerdo que vi La montaña sagrada en un momento muy raro de mi vida. Yo era un jovenzuelo de 18 años que se quería comer al mundo pero mis referentes cinematográficos eran nada más las películas más recientes de Batman y algunas de Pedro Infante. Un gran amigo mío me prestó La montaña sagrada y desde los primeros minutos comencé a preguntarme ¿Qué demonios estoy viendo? Pero más importante aún, ¿Por qué no puedo poner pausa y dejar de verlo? Y es que cuando uno está tan acostumbrado al cine de Transformes y princesas Disney, cualquier cosa fuera de lo común resulta casi perturbadora. Las escenas de los sapos conquistando camaleones o de los romanos haciendo réplicas de Cristo me retumbaron la cabeza muchos días; a pesar de que no había entendido absolutamente nada de lo pretendía expresar ese señor, que en aquel entonces era desconocido para mí, no podía dejar de pensar en lo que había visto. Ver El topo o Fando y Liz fueron experiencias que sólo podría describir como reconstrucciones históricas surrealistas de una época que no volverá. Un día invité a mi padre a ver una de sus películas y al terminar acuñó una expresión que usa cuando sucede une evento visual que no tiene lógica o es de difícil explicación, “eso está bien Jodorowsky” dijo cuando juntos vimos Mullholand Drive, de David Lynch, o durante la secuencia de los diferentes planos de realidad en Dr. Strange. Y es que por mucho que odiemos al chileno, no podemos negar que hizo escuela en el cine, no es de a gratis que tantos artistas de su época y aún contemporáneos, buscan desesperadamente estar involucrados en sus proyectos y algo a destacar sería el hecho de que el hombre se da el lujo de rechazar a casi la mayoría, como lo hizo en su tiempo con George Harrison (así es, el tercer mejor Beatle fue rechazado por un ridículo que twittea locuras desde su celular).
¿Qué pasa entonces con Jodorowsky? ¿Por qué la figura casi divina que llegó a tener en su momento ahora es burdamente comparada con la de Paulo Coehlo o peor aún, con la de Ricardo Arjona? Es muy sencillo, simplemente el hombre no pertenece a esta época. Tuvo la suerte de haber nacido en la primera mitad del siglo pasado y haber tenido un auge de experimentación en la década del cincuenta y sesenta. Tuvo la fortuna de haber vivido en un mundo mucho más creativo donde el arte (y las drogas) estaban en su máximo apogeo. Las crónicas de su vida incluyen a personajes casi tan fantásticos como él, de los que podemos nombrar a La tigresa Irma Serrano y al japonés Ejo Takata, por decir sólo algunos. Todo esto formó parte de un universo que no se limitó al cine para Jodorowsky, hizo teatro, música, comics, cortometrajes y, por su puesto, el cine que tanto lo caracteriza.
Muchas de sus obras eran transgresoras para su momento (y aquí es donde creo que comenzó el declive de su imagen), hubo mucha crítica negativa no nada más por parte de los sectores más conservadores sino del gobierno mismo (particularmente del mexicano) que, como todos ya sabemos son las grandes instituciones educativas del país. Muchos crecieron con la idea de que todo lo que salía de ese señor estaba “mal” o “incorrecto”, era extraño o te metía directamente a las drogas, cuando irónicamente una de las filosofías del mismo Jodorowsky es precisamente anti narcóticos.
Creo fielmente que habría que hacer una división muy grande entre el hombre y su obra para poder apreciarlo con objetividad, un caso similar con Woody Allen, por ejemplo, que como bien sabemos, ha tenido gran controversia de pederastia y abuso sexual (actualmente está casado con la que una vez fue su hija adoptiva), o con Mel Gibson, que no puede dejar de ser visto como un cabrón racista, antisemita y xenófobo. Todos cineastas que dejan al descubierto lo peor de la humanidad, pero sus obras son magníficas, muy a su propio estilo y sin quitar del renglón el hecho de que su propia personalidad impregna la esencia de sus filmes. Viendo Poesía sin fin me di cuenta de que es maestro para lo visual. Su película fue hecha con muy poco dinero y aun así se las ingenia para tener grandes momentos casi teatrales, donde los detalles sobresalen, donde los colores son un personaje más en la historia, el escenario y todos los simbolismos (los podamos entender o no) son algo que se quedan grabados en el mundo del cine; si mis palabras no los convencen, los invito a que hagan un experimento, vean una de las tantas películas de Transformers y luego vean una de las películas de este señor, ¿Qué escena recordarán en unos años? ¿Aquella secuencia de acción de robots gigantes dándose piñas en explosiones incomprensibles donde no sabes qué demonios está pasando o la de un hombre vestido de cuero negro rodeado de un mar de conejos blancos a mitad del desierto? No podemos defender lo indefendible, y en este caso si comparamos las películas taquilleras del momento (a pesar de tener grandes efectos especiales) son más del montón que se quedarán en el olvido en años posteriores; ¿A cuál de las dos podemos llamar arte auténtico?
Al final podrán llamarme fanático, pirado o baboso ignorante, pero yo seguiré defendiendo al tipo no por lo que es, sino por todo lo que ha aportado al arte. Como dije al principio, yo no seré el más grande conocedor en muchas de las ramas, reitero mi ignorancia ante el tema y hago énfasis en el fracaso que he tenido por experimentar corrientes, pero si mis palabras valen más que un boleto del metro para cualquiera que lee esto, terminaré este texto diciendo que el trabajo que ha hecho Jodorowsky por más de casi setenta años tiene mucho más valor que un ladrillo colgando a escasos centímetros de un vidrio.
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