CINE CON IRA: De Wild, y dos mexicanas
La ruptura de un romance, el fracaso de un proyecto, un accidente, por nimio que sea, pueden descarrilar la vida. No se necesita tanto para noquearnos.» De Wild, y dos mexicanas, en Cine con Ira.
¿Notan cómo han cambiado las magnitudes de nuestras tragedias? Creo que desde Las tortugas pueden volar (Ghobadi, 2004) —donde cuatro niños de la frontera turco-iraquí se prostituyen y se vuelan las piernas buscando minas para revenderlas— no puedo ver una tragedia clasemediera sin sentir un poco de desprecio. Es como ver películas de superhéroes: uno acaba por pensar que los seres humanos podemos ser brutalmente golpeados y salir ilesos. Hemos perdido la dimensión de lo que nos causa dolor y lo frágil que es nuestra psique. La verdad es que no sé cuándo ni cómo pegó en mí la idea de que si los humanos somos capaces de vivir 20 años encerrados en una mazmorra no deberíamos sufrir tanto por otras pérdidas más comunes, como la muerte de un ser querido (después de todo, la muerte es inevitable). Pero confrontada con la realidad, cada vez entiendo más que las dimensiones de la tragedia son incomparables. Cada una es y ya. La ruptura de un romance, el fracaso de un proyecto, un accidente, por nimio que sea, pueden descarrilar la vida. No se necesita tanto para noquearnos.
Lo digo porque Wild (Valée, 2014) me acaba de regresar la fe en la tragedia pequeña. La protagonista es una joven que camina tres meses para recobrar la vida que tenía antes de que su madre muriera prematuramente de un cáncer fulminante y ella se volviera una junkie con tintes ninfomaníacos. Quizás porque el guión está escrito por Nick Hornby (novelista británico conocido principalmente por sus libros High Fidelity, About a Boy y Fever Pitch) la cinta evade la siempre trasnochada idea de redención vía the-almighty-american-dream. Podría redimirse, vaya que sí. Pero Hornby y el director Valée se enfocan más en contar la historia de lo que algunos hacemos para sobrellevar la pérdida. Unos vamos a terapia, otros a la iglesia. Algunos más avezados se meten drogas o tienen sexo o escriben o dibujan o encuentran a alguien a quien joder (hijos, novia, madre, subalternos). Esta chica hace todo eso y más pero luego camina tres meses y su viaje la revive.
Algo similar ocurre en Güeros (Ruizpalacios, 2014), una de las películas mexicanas más interesantes en cartelera ahora mismo. También es un viaje, un road trip, pero esta vez son tres jóvenes en la Ciudad de México. Como bien comprenden Ruizpalacios y su coguionista Gibrán Portela, esta ciudad está llena de pequeñas tragedias. Cada quien trae la suya, vamos, vivir en la ciudad ya es una. Pertenecer a una clase social, a un grupo racial mixto o dizque puro (al que sea), es otra pequeña tragedia con la que uno aprende a vivir. Ser clase media en el D.F., por ejemplo, es acomodarse a ser el «güero”» de alguien y el «negro» de otro. El rico para unos, el pobre para otros. Siempre el hipster y el naco de alguien. Esta fina sociedad de castas, profundamente racista y clasista nos tiene entrenados como perritos de circo: bailamos al son de las circunstancias, de los entornos. Y perpetuamos cuanto podemos los estereotipos, quizás porque sin ellos nos sentimos perdidos. Nuestra identidad como clasemedieros chilangos ES un estereotipo. Pequeña tragedia.
Y luego están, claro, las tragedias reales. Me refiero al tema del documental «Un día en Ayotzinapa 43» de Rafael Rangel, también en cartelera. La desaparición de 43 estudiantes de la normal de Ayotzinapa, cuna del pensamiento indígena, de las revoluciones agrarias, de la resistencia ante los gobiernos infames —que por cierto son lo único que ha tenido este país—. La cinta es estupenda porque para mí, cierra el círculo y me desdigo: ante la realidad de estos jóvenes que duermen en el piso y pelean cada centavo, cada vida y cada gota de agua que tienen, la verdad es que nuestras tragedias clasemedieras son una estupidez.
O no. Supongo que depende de cuál te toca.~
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