EL CASTILLO DE IF: Vudú, zombis y manipulación política

En El castillo de If: Vudú, zombis y manipulación política, de Édgar Adrián Mora /ilustración de Eduardo Mora.


 

No todos han venido del África. Algunos han nacido aquí, como el Barón Samedi, dios de solemne andar, negro de negro sombrero de copa y bastón negro, que es el dueño de los venenos y las tumbas. Del Barón Samedi depende que los venenos maten y que los muertos descansen en paz. A muchos muertos los hacen zombis y los condena a trabajar de esclavos.
Los zombis, muertos que caminan o vivos que han perdido el alma, tienen un aire de estupidez irremediable. Pero dos por tres se escapan y recuperan la vida perdida, el alma robada: un solo granito de sal alcanza para despertarlos. Un solo granito de sal. ¿Y cómo va a faltar sal en la morada de los esclavos que derrotaron a Napoleón y fundaron la libertad en América?

Eduardo Galeano, Memoria del fuego

 

LA HUELLA QUE África ha plantado en América se extiende a lo largo y ancho del continente. En términos religiosos, esa huella se convierte en paso vivo en lugares como Cuba, donde la santería es algo más que atracción turística; en Brasil y Uruguay en donde el candomblé representa una de las herencias sincréticas más importantes del animismo africano trasplantado a estas tierras; y Haití, en donde esas tradiciones, perseguidas en muchos tiempos y asumidas como herramienta ideológica después, se reflejan en las manifestaciones del vudú.

El vudú, como la mayoría de las religiones, establece la unidad de lo humano con lo divino a través de los favores que se reciben por parte de las deidades y los espíritus que se conciben como benefactores. Las mambos y los houngans, sacerdotisas y sacerdotes oficiantes, se dedican a guiar a los fieles del vudú hacia las revelaciones que la fe les promete. El origen de la palabra es difuso, se plantea que podría derivarse del francés vadoux («hechicero negro») o del término africano vudú que significa «omnipresente». En todo caso, representa un camino para que lo divino se manifieste en el campo de lo humano a partir de las creencias y códigos que las tradiciones y la historia de sus oficiantes han establecido.

¿De dónde proviene, entonces, la idea de malignidad asociada al vudú? ¿De dónde la convicción de que profesar esta religión es sinónimo de hechicería y satanismo? La explicación tiene dos vertientes. La primera alude a la proscripción de esta fe durante los años de la colonia francesa en este país del Caribe; como los primeros colonos eran católicos, prohibieron la realización de «los actos sacrílegos de los negros», prohibición que se mantuvo prácticamente hasta mediados del siglo XX. Esta prohibición tuvo como consecuencia luchas internas fratricidas entre los católicos y los practicantes del vudú, éstos últimos eran linchados previa destrucción de sus templos y altares por los católicos dispuestos a terminar con la idolatría y la superstición. Hechos de este tipo fueron cosa corriente, tanto en tiempos anteriores al siglo XX como en el crepúsculo del mismo, cuando el ascenso de religiosos cristianos (Aristide, primero, y Préval, después) generó una reactivación de esa intolerancia religiosa. Ahora, resulta siempre problemático hacer diferencia, como en muchas otras prácticas sincréticas, entre los católicos y los «vudúistas». Hay incluso una frase popular que dice que en Haití «el 90% de la población es católica y el 100% practica el vudú».

La segunda vertiente que explica la asociación de lo maligno con el vudú tiene que ver con una de las derivas de la práctica de esta religión: los rituales que son dirigidos por los bokores, esto es, por los sacerdotes que tienen como facultad generar males a quienes ellos decidan. Entre las deidades invocadas por los bokores se encuentra, precisamente, el Barón Samedi (conocido también como Barón Cimetière o Barón La Croix, literalmente «Barón Cementerio» o «Barón La Cruz»): un personaje mítico que representa al guardián de los territorios de la muerte. Es aquel que decide cuál es el destino de cada uno más allá de la extinción física y material. El Barón Samedi viste de etiqueta, es negro pero su cara está maquillada de blanco y las cuencas de sus ojos están vacías, lleva un bastón y un sombrero a la usanza de los caballeros franceses y mulatos de finales del siglo XIX. Quienes conocen de sus poderes no pueden ocultar su miedo.

No resulta por tanto extraño que uno de los dictadores más crueles de América Latina, François Duvalier, llamado Papa Doc, se vistiera muchas veces como si él mismo fuera el Barón Samedi. Su llegada al poder estuvo marcada por una represión sin memoria en ese pequeño país y con la utilización de la religión como una de sus armas políticas y de manipulación. De hecho, al encontrar resistencia en ciertos representantes de la jerarquía católica dentro de la isla, no dudó en enfrentar a los creyentes del vudú con los católicos generando matanzas encubiertas por la imposición y defensa de la fe. Tras los discursos de independencia y defensa de la negritud, se escondía una megalomanía creciente y la voluntad de hacer creer a sus gobernados que tenía el poder total sobre sus vidas y sus muertes. Sobre este periodo, apunta el historiador Gérard Pierre-Charles:

El régimen pasó a definirse día con día como un fascismo del subdesarrollo y de la dependencia, utilizando la tortura, los campos de concentración, matanzas de gente en la calle y exposición pública de sus cadáveres. Usó de todas las armas de la violencia física y psicológica para «zombificar» a un pueblo. […]

La escalada de terror alcanzó su punto álgido teniendo como miras y consecuencia la interiorización del miedo en la ciudadanía, en los corazones y en los espíritus, la incorporación a la máquina represiva bajo la ley de Papa Doc, de todas las instituciones.

Al mismo tiempo, Duvalier en una gran maniobra mistificadora se hacía pasar como «líder predestinado» dotado de poderes excepcionales, e investido de un papel histórico. Utilizaba asimismo una demagogia populista y negrista para aparecer como representante de las masas. (En América latina: historia de medio siglo, tomo 2)

Los métodos del caudillismo personalista de Duvalier se combinaron con la aparición de la policía política del régimen. Los temidos Tonton Macoutes (la versión haitiana del «señor del costal”» con quien los padres asustan a los hijos cuando se portan mal) simbolizaron, para la población haitiana, la encarnación del poder maligno al servicio de Duvalier. Y cómo no iban a establecer esa asociación si el encargado de dirigir a estos tenebrosos personajes fue Zacharie Delva, un conocido bokor que aseguraba tener el poder de regir sobre la vida y la muerte de cualquier persona. Bajo esas premisas la Milicia de Voluntarios de la Seguridad Nacional, el nombre oficial de los Tonton Macoutes, realizó multitud de crímenes sin que ninguna ley o fuerza se los impidiera. El saldo trágico de ese dominio se traduce en la muerte de aproximadamente 150 000 ciudadanos haitianos. A pesar de la muerte de Papa Doc, el régimen continuaría con métodos similares en el régimen de Baby Doc, Jean Claude Duvalier, hijo de François: tras una purga en los Tonton Macoutes, cuya influencia política el nuevo presidente veía como una amenaza real, surgieron el cuerpo especial de Los Leopardos, continuidad del reinado del terror que se aderezó con la «capacitación» de la omnipresente CIA norteamericana.

Es en estas épocas en las cuales se afianza el mito del vudú como religión maligna creadora de zombis. De ello da fe el ambiente que retrata, por ejemplo, la novela Los confidentes de Graham Greene, o la investigación que el antropólogo Wade Davis realizó en 1982, La serpiente y el arcoíris, y en la cual se basa parcialmente la película del mismo título que Wes Craven filmó en 1988. El libro de Davis relata la historia de Clairvius Narcisse, un hombre que supuestamente fue enterrado en 1962 por un bokor y desenterrado poco después convertido en un zombi esclavo del sacerdote hasta que éste murió en 1964. Después no se sabe mucho más. Sin embargo, Clairvius sería encontrado dieciocho años después, casi desnudo, deambulando por una carretera sin saber qué había pasado con él.

Historias como éstas son las que alimentan la existencia del zombi haitiano, un personaje que, más allá de concebirse en esta cultura como un ente de ficción, se asume como un elemento real de la tradición del vudú. Max Beauvoir, bioquímico egresado de la Universidad de la Sorbona y uno de los houngans más influyentes del vudú, afirma: «existen los zombis, tienen que existir. Es un castigo capital. En otras sociedades se aplica la pena de muerte. Nosotros respetamos la vida de las personas y le sacamos solamente la parte espiritual que tiene que ver con la libertad de la voluntad. Los zombis son personas malas, personas antisociales que harán cosas que uno no puede aceptar».

Resulta ocioso aclarar que esta tradición difiere de la manera en cómo la cultura popular, vía los mass media norteamericanos, han retratado al zombi, convirtiéndolo en la actualidad en uno de los monstruos que reflejan de mejor manera los temores y los deseos de la sociedad contemporánea. Quede esto, sin embargo, como testimonio del origen de este singular personaje.~

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PD. Sirva este texto para invitarlos a la lectura del volumen Festín de muertos. Antología de relatos mexicanos de zombis, que bajo la coordinación de Raquel Castro y Rafael Villegas ha llegado a las librerías. Pertenece a la colección «El lado oscuro» que publica la editorial Océano. En esta antología se incluye un relato de mi autoría. Pueden checar los datos del libro y un adelanto si dan clic aquí.