EL CASTILLO DE IF: Las razones de la matanza

Un texto de Édgar Adrián Mora

En 1997 Stephen King decidió que una de sus primeras novelas, Rage (publicada bajo el seudónimo de Richard Bachman), no fuera reimpresa más. Lo anterior debido a diversas acusaciones que indicaban que la trama de ésta había incitado a diversos jóvenes a imitar el comportamiento de Charles Decker, el protagonista. Rage narra la historia de un joven que, un día cualquiera, decide llevar un arma a la preparatoria en la cual estudia y secuestra a sus compañeros después de haber ejecutado a la profesora en turno.

Los comentarios que apuntaban a Rage como una obra que incitaba a la violencia surgían después de que se dieran variados incidentes de tiroteos en escuelas norteamericanas. Situación que se ha convertido, tristemente, en una característica de la catarsis radical de diversos malestares, individuales y sociales, de la sociedad norteamericana. King decidió, en conjunto con sus editores, dejar de publicar la novela. Esa decisión cumple en estos días veinte años.

Pero que una novela, una obra artística radical y precoz (fue la primera novela escrita por el autor, como menciona en su autobiografía-manual-novela On Writing), desapareciera del mercado no terminó con los tiroteos. En cierto sentido, y después de las primeras experiencias, estos se han multiplicado. Uno de los más célebres es el caso de la preparatoria de Columbine, que el cineasta Michael Moore documenta en su maravillosa pero inquietante Bowling for Columbine (2002). En esa cinta se puede ver también cómo diversos personajes relacionados con el caso culpan a la TV, los cómics y a la música popular como la causa de que los chicos ejecutores de la matanza se hayan decidido a realizarla.

En este documental aparece Marilyn Manson, un músico que añade a su trabajo sonoro aspectos visuales provenientes del performance que buscan impresionar a sus audioespectadores merced la violencia mostrada; con una lucidez insospechada, los prejuicios son fuertes con aquellos que tienen fama en exceso debido a su exposición en los mass media, menciona una situación que revierte toda la responsabilidad que se pretende, en un primer momento, endilgar al consumo de productos mediáticos. El rock star menciona, ante la pregunta de qué es lo que le diría a los chicos si pudiera, Manson responde que no les diría nada, que se limitaría a escuchar qué es lo que tienen que decir.

Los analistas exprés de las redes sociales, un espacio en donde el odio crece con una velocidad pasmosa, han comenzado a otorgar explicaciones con respecto de lo ocurrido el día de ayer (18 de enero de 2017) en una preparatoria particular de la ciudad de Monterrey, en México. Algunos de ellos, situación preocupante en cuanto se trata de funcionarios públicos, han declarado que la exposición a videojuegos violentos e internet es una de las causas que pudo orillar a este chico de 15 años a disparar a varios compañeros, la maestra en turno y a sí mismo. Los políticos oportunistas no han tardado en hacer exhortos para reforzar “los valores familiares” (que acá habrá que acotar: lo que ellos creen que deben ser esos valores). La explicación del hecho, y la solución implícita, siempre se busca en el exterior de los involucrados.

Aquellos que ven hacia el ejecutor justifican su actuación a partir de otro de los argumentos preferidos de quienes deciden no hacerse responsables: la locura. El chico contaba con un cuadro de depresión, el cual habría generado el episodio violento en que se vio envuelto. Ese foco sobre el ejecutor es una de las cuestiones características de la sociedad contemporánea que habitamos. Las víctimas quedan en el olvido. He leído, escuchado y visto casi nada con respecto de la maestra que hoy se debate entre la vida y la muerte en un hospital. Tampoco se ha dicho mucho sobre el hecho de que la mayor parte de los heridos eran mujeres, dos chicas y la propia maestra.

Otras versiones, en un país donde la sospecha se ha convertido incluso en método explicativo (el “sospechosismo”), apuntan a la participación del adolescente en un grupo radical que busca “desestabilizar a la sociedad”. Lo que conviene a un gobierno en un punto álgido de cuestionamiento por parte de sus ciudadanos y en plena efervescencia de protestas. La conclusión también es transparente: la protesta radical está integrada por loquitos que son más peligrosos que nosotros. Y esa conclusión, sin decirse, se anida en las mentes de muchas personas y limitan su propia capacidad de reaccionar ante los abusos del poder.

Las verdaderas razones, con toda seguridad, no podrán saberse. Horas después del atentado, el chico murió. Con él se llevó la versión más objetiva del por qué ocurrió esto. Lo que venga a partir de ese momento será sólo ficción narrativa. Reality fiction, para los cazadores de términos efectivos de publicidad. “Escuchar lo que tienen que decir”, decía Marilyn Manson. ¿Desde cuándo nos hemos convertido en una sociedad sorda e indiferente con lo que quieren expresar nuestros jóvenes?

La virulencia con que se ataca la identidad de esos jóvenes nacidos en el periodo de entresiglos, resumida en la etiqueta millennials, se presta más que a graciosos memes que, en paradoja, refuerzan la identidad de los aludidos. Esa disputa generacional viene de siglos. Los viejos contra los jóvenes. La característica de esta época es que los viejos se resisten con todas sus fuerzas a concebirse como tales, no tardará en decirse que “los sesenta son los nuevos treinta” o alguna estupidez por el estilo. “¿Qué haremos con los millennials?”, cuenta Michael Moore que le preguntaron, y él mismo responde: “Nada, ¿qué podemos hacer? Son mejores humanos que nosotros. Más conscientes, más tolerantes. Y quién no lo crea sólo basta ver el mundo que les hemos dejado”.

Nunca sabremos las razones por las cuales ese chico regiomontano hizo lo que hizo. Y quizá en ese oído atento hubiera estado la vacuna a la violencia que vino después. Un oído atento. Eso es lo que pedía el protagonista de Rage. Fue lo que obligó a hacer a sus compañeros, esa alegoría que King utilizó para representar a la sociedad norteamericana de los setenta. El final de la novela es optimista para los involucrados. La novela plantea, quizá sin proponérselo, que una de las soluciones está en escuchar y ser escuchado. En dialogar. En no tirar por la borda la posibilidad catártica y curativa de la palabra. A estas horas del día en que se lee esto que escribo, ¿con cuántas personas hemos realmente platicado? ¿A quién hemos obsequiado nuestra conversación atenta? ¿A quién le hemos expresado que nos sentimos contentos, tristes, eufóricos, enojados? ¿A quién? ¿Qué esperamos?~