El castillo de If: Una fábula perrona
Un texto de Édgar Adrián Mora
LAS OBRAS LITERARIAS que incluyen un contrato de verosimilitud en donde los animales se convierten en personajes tienen, fatalmente, dos posibilidades: que el contrato dé como resultado una lectura gozosa en donde no hay cuestionamientos acerca de lo que ocurre en la trama; o que se fracase monumentalmente.
Arturo Pérez-Reverte (Cartagena, 1951) traza, en Los perros duros no bailan (Alfaguara, 2018), una historia protagonizada por perros que, a semejanza del Flush de Virginia Woolf, asumen una existencia que ocurre en un mundo compartido con los seres humanos. La obra de Woolf se decanta por la mirada y los sentidos de un perro que cuenta la biografía de sus dueños humanos; lo que hace Pérez-Reverte, en cambio, es crear un mundo autónomo en donde los perros se comportan como seres humanos a partir de asumir las convenciones de un abordaje particular: la literatura negra.
La historia narra la vida de Negro, un callejero que ha vivido varias vidas y se ha sobrepuesto a un destino terrible. De alguna forma logró evadir la muerte infinidad de veces mientras divertía a los humanos en un sitio de peleas clandestinas donde sus congéneres tenían sólo dos opciones: morir en la arena o convertirse en leyendas sobrevivientes de ese bajo mundo. Negro alude a sus ancestros romanos, los canes que acompañaban a las huestes romanas a las conquistas de nuevos territorios. Hacia el desenlace aparece también, de manera nada gratuita, la imagen de Espartaco, el esclavo rebelde, como una cristalización de la resistencia contra la opresión.
Conocedor de los mecanismos de la épica y diestro en el arte de mantener el suspenso, Pérez-Reverte teje una historia por igual emocionante que llena de reflexiones acerca de la relación que tenemos con los animales de compañía. La suerte de Negro, como perro callejero, es compartida por una gran cantidad de colegas suyos que se la tienen que apañar como pueden en las calles inclementes que la humanidad ha construido. Tal es el caso de Tequila, metáfora del dominio del crimen organizado transnacional, acá convertida en una xoloitzcuintle mexicana que domina los bajos mundos de los callejones y la información clandestina.
Recorriendo la ciudad, desde un émulo de bar de mala muerte que en esta alegoría no es sino el escurridero de una fábrica de anís hasta las instalaciones clandestinas de los coliseos de peleas de perros, Negro acude en auxilio de Teo (su mejor amigo, un perro domesticado y con dueño, de quien se distancia por la disputa causada por una pelirroja hermosísima) y de Boris, El Guapo (galgo de concurso que deberá enfrentar las consecuencias de ser un ejemplar digno de reproducción). Los dos compañeros de vida han desaparecido y, después de ciertas pesquisas, Negro decide que no puede dejarlos echados a su suerte.
La trama se teje respetando la mecánica de la novela negra, en donde por igual aparecen policías corruptos y prostitutas. Seguimos las acciones guiados por la voz protagonista de Negro que, entre memorias, escaramuzas y diversas estampas, muestra la diversidad del mundo perruno (que no es sino el espejo transparente de la diversidad humana): perros neonazis, perros inmigrantes, guardias sobornables y agradecidos, buscapleitos imprudentes, cantineras feministas, cobardes cuyos talentos no alcanzan ni para bien morir.
Los perros duros no bailan es un divertimento de folletín, es cierto, pero también es una serie de guiños acerca de temas que hoy se convierten en materia de debate: la corrección política, la normalización del fascismo, la persecución a los marginales, la suerte diversa del azar de cuna y, sobre todo, los límites atroces a que puede llegar la crueldad humana. Y, como guía de todo esto, la mirada de un perro valiente y atrevido que, a pesar de que podría ser adoptado por múltiples bienintencionados, nunca podría aceptar otra vez una sumisión de ese tipo. El Negro pertenece a la calle, ahí habita, ahí morirá. Y, aunque parezca extraño y después de conocerlo, esto no es ninguna tragedia.~
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