El castillo de If: Retorno al presente continuo
Un texto de Édgar Adrián Mora
UNA DE LAS expresiones que han dejado de tener validez a partir de diversas tendencias del pensamiento historiográfico y de análisis de la cultura es la de “espíritu de época”. A partir de ésta se describían diversos elementos estéticos, intelectuales y de comportamiento que caracterizaban a un tiempo en particular. Se relaciona de manera directa con el romanticismo y su aspiración a asumir rasgos distintivos con respecto del transcurso del tiempo y su interpretación de la Historia. En nuestros días dominados por una sensación de superposición de tiempos y espacios, por una aparente abolición de los referentes, pareciera una cuestión naive el uso de tal etiqueta. Sin embargo, a mí me gusta y creo que se puede usar para reflexionar acerca de ciertas obras artísticas y el impacto que tiene en sus receptores.
La novela Nadie es nadie, amor (Camelot América, 2018) de Gabriel Vázquez (Ciudad de México, 1974) me remitió a diversas sensaciones y escenarios que se pueden identificar como característicos de una cierta generación (otro término polémico y en desuso). A lo que voy es que la lectura de esta historia me transportó de manera inevitable a días del pasado reciente, tanto en lo personal como en lo que respecta del contexto que describe.
El trabajo de Vázquez es una historia de amor. O de desamor. O, en cierto sentido, de la indeterminación de éste. A partir de la ruptura entre Lolo y Julieta, el narrador se dedica a recrear aquello que permanece en la memoria como los momentos que lo significan y lo construyeron en lo que a relaciones románticas se refiere. Hay una suerte de sinceridad ingenua en la manera en cómo el personaje desnuda sus carencias y traumas existenciales. Y eso es lo que lo hace entrañable: a final de cuentas no es sino la historia de un hombre que ha decidido no crecer y permanecer en una adolescencia prolongada. Y para conseguirlo, de manera consciente o inconsciente, se dedica a sabotear cualquier posibilidad de establecerse como parte de ese mundo que le parece carente de sentido y, en cierta medida, vedado a partir de sus propias manías: el de la vida adulta.
El protagonista, no se malentienda, no es un adolescente en crisis. Es un varón de 40 años que tiene que lidiar con el fracaso profesional, el juicio de sus padres, las exigencias impuestas por la idealización de la vida conyugal de sus parejas, sus prejuicios de clase, su negativa a reconocer que el futuro es un horizonte que no sólo está en movimiento constante sino al cual ha decidido renunciar. Le gusta el presente, vive en el pasado. En la zona de un instante eternizado.
Hay un eco gigantesco, una referencia ineludible. El modelo que sigue Vázquez es una especie de homenaje o guía a High Fidelity, la gran novela de Nick Hornby publicada en un ahora lejano 1995. Allá como aquí encontramos música y referencias a la cultura popular y de masas que nos acercan a esos tiempos, sobre todo si fuimos protagonistas de esa época. Cada uno de los capítulos refiere a canciones específicas que marcan el mooddel recuerdo a evocar o la narración de ese presente que parece etéreo e imposible. Mientras leemos no podemos sino escuchar en nuestra cabeza las canciones de The Cure, Iggy Pop, Peter Murphy, U2, Pixies, New Order, DepecheMode, Pulp, Faith No More.
El libro transpira referencias a los años noventa. Los años de la clase media desilusionada, los primeros que atestiguaron cómo las condiciones de uso de la vida en el capitalismo se habían modificado. A pesar de diversas reflexiones sociológicas con respecto de esos fenómenos, situación que es parte de la poética del autor junto con su pulsión musical, no nos enfrentamos a un panfleto ni cosa parecida. Lo que hay aquí es la versión particular de un habitante de esos años que no renuncia a la música de la época, a las películas de la época, a la narrativa de la época, al espíritu de esa época. Y hablo del narrador protagonista, no del autor.
Lo único que hay que lamentar con respecto de la obra es el cuidado editorial. La presencia de espacios interparrafales y el apretujamiento de caracteres hacen que la lectura se vuelva un tanto pesada; la disposición de la caja se convierte en un distractor que no demerita el contenido pero sí distrae de su lectura.
Que esto, no obstante, no los detenga para acercarse a esta obra. Sobre todo si la nostalgia, la identidad generacional, la música que sobrevive en sus discos ópticos o duros y la sensación renovada de perplejidad es algo que los caracteriza. Es el espíritu de los tiempos. Nada más.~
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