EL CASTILLO DE IF: Recuerdo, luego existo…
Un texto de Édgar Adrián Mora
[…] a pesar de que de vez en cuando la gente quiere cambiar, la memoria es como el agua y se encarga de encontrar el cauce de antes, inundarlo todo y arrastrar los nuevos planes, escupirlos en el mar, dejar que se los lleve a un océano en las antípodas de nuestras efímeras ganas.
Quizá necesite un golpe en la cabeza, pero la memoria es, siempre, la que triunfa.Abril Posas, “El triunfo de la memoria”
UNO DE LOS temas más caros para mí es el de la memoria y los recuerdos. La forma en cómo el cerebro y la propia existencia humanos construyen un entramado en el espacio-tiempo que se anida en nuestra conciencia y nos arroja evidencia de aquello que somos, que hemos sido. Me fascina la idea de Mateo Ricci acerca de construir un palacio en la mente que funcione como una especie de archivero en cuyos cajones, cuartos, sótanos y jardines se guarden los recuerdos de la vida. Esa idea la explota de manera inmejorable Thomas Harris en Hannibal, tercera parte de la saga de Hannibal Lecter, en donde nos es permitido, vía la virtuosa pluma del autor, entrar al palacio de la memoria del caníbal, el sitio al cual acude para no enloquecer en prisión. Lo hace también Ricardo Piglia en La ciudad ausente al concebir esa suerte de máquina de memoria y de recuerdos que alude al Museo de la Eterna imaginado por Macedonio Fernández. Pablo de Santis, otro argentino, lo recrea en forma de teatro en su nouvelle El teatro de la memoria, en donde recurre a elementos del cine de ciencia ficción y monstruos de los años cincuenta, así como a códigos provenientes del cómic, para contar otra historia sobre la memoria.
Quizá por esa especie de obsesión con la memoria y sus mecanismos es que me he dedicado últimamente a leer autobiografías, esas Memorias escritas en primera persona que son, quizá, más ficción que la ficción de sus autores. Quizá por eso quedé traumado más de una semana después de ver Still Alice (2014), la película de Richard Glatzer y Wash Westmoreland sobre el proceso de avance de Alzheimer en una profesora dedicada a cuestiones de lingüística y literatura. No dejo de darle vueltas a una idea recurrente y obsesiva: somos lo que recordamos, somos nuestra memoria. No dejo de sonreír malicioso, por ejemplo, cuando alguno de mis estudiantes, para justificar la no entrega de alguna tarea, afirma “se me perdió mi memoria” (las ubicuas usb en donde, si debemos creerle a Lucy [Luc Besson, 2014] se pueden almacenar todos los secretos del universo).
Es por eso que El triunfo de la memoria (Paraíso Perdido, 2017), ópera prima de la joven escritora Abril Posas (Guadalajara, 1982), causó en mí una agradable impresión que me duró todo el fin de semana. Es este libro un conjunto de cuentos que pueden presumir de una curaduría cuidadosa y cuyo tema central es, precisamente, la memoria.
El volumen abre fuerte con “Bitácora del olvido”, un cuento casi surrealista en donde la protagonista es testigo de cómo la memoria, su memoria, persiste, pero que quien parece perderla es aquello que denominamos “realidad”; ella recuerda lugares, relaciones, libros, anécdotas, música, que misteriosamente van desapareciendo en aras de disolver aquello que la protagonista es. “Estática” es un cuento de fantasmas en crossover con el género negro; en éste, el detective protagonista persigue la sospecha de que varios aparentes suicidios no lo son en realidad, sino que constituyen materia de crimen probable; a la larga, y de la peor manera, descubre que tiene razón.
En “Una promesa”, la figura de Jerry Seinfeld se convierte en una especie de Virgilio o de fantasma de las Navidades pasadas para guiar a un personaje por los umbrales de la muerte, es decir, del otro mundo; lo guía a través de los recuerdos que fueron su vida y le permite atesorar aquellos que considera más valiosos, entre éstos se encuentra una promesa que Lorenzo, el protagonista, hizo en vida y que ni siquiera la muerte evitará que cumpla. En “El triunfo de la memoria”, el texto que da título al libro, conocemos a Rogelio, trasunto de los pasajeros de la vida que no se enteran de que ésta se acaba y consumen el tiempo que se les ha otorgado en nimiedades, hasta que una noticia fatal le hace tomar conciencia de la situación y lo orilla a cambiar radicalmente, o eso es lo que parece.
“La soledad de los peces muertos” es una historia entrañable que la autora ya había incluido en Río entre las piedras (antología que hace un sumario de la narrativa contemporánea de Guadalajara): en ésta acudimos a la historia de un muchacho punk que se enamora, que sueña y que, merced a la represión policial, deberá cargar con un recuerdo de algo que jamás hubiera deseado vivir. “Tu cicatriz en mí” relata una historia que abreva de las sesiones en las que el protagonista de Fight Club, la novela de Chuck Palahniuk, acude para combatir el insomnio: un grupo de personas se reúnen en un local casi clandestino a contar las historias detrás de las cicatrices que muestran sobre sus cuerpos; hasta que aparece un impostor y debe recibir su castigo.
“Cecilia sonríe apenas” habla sobre las relaciones paterno-filiales, sobre la responsabilidad de la crianza de los hijos y sobre las formas de parasitismo que tal relación entraña; una mujer es visitada por sus hijos en un hogar de retiro, cada vez que esto ocurre se convierte en receptora de una cantidad tremenda de quejas; pero hay dos cosas que la salvan: la amistad dentro del asilo y lo que constituye uno de los mejores finales que me ha tocado leer. “El último domingo” describe el inventario de recuerdos e impresiones que se vuelven vívidos en el momento de mayor lucidez: cuando se está a punto de morir.
“Elena” es un relato en donde aquello que llamamos “tradición” asoma como uno de los principales patrocinadores de desgracias; es la historia de una chica que debe cumplir con los rituales y buenas maneras que el catolicismo y los manuales de las buenas familias apuntan que se debe hacer; es, también, el retrato de una sociedad machista, guadalupana y conservadora que se resiste a hacer frente a un tiempo que no es el mismo cuando tales códigos se configuraron. “Vamos a necesitar más cajas” rezuma humor negro por todos lados: la historia del hijo que acude al llamado del padre para cumplir con un ritual de duelo, deshacerse de las cosas de la madre recién fallecida; por debajo del iceberg, lo que se desvela es una hermosa historia de amor en donde la simbiosis de una pareja es llevada hasta las últimas consecuencias. El volumen termina con “Ballenas varadas” en donde el personaje principal se ve reflejado de manera alegórica en el gigantesco cuerpo de una ballena que agoniza en la playa, de la misma forma en que éste decide convertir el dolor en recuerdo y permitir que éstos partan hacia un mejor lugar.
Es imposible no sentirse conmovido por alguno de los relatos que constituyen esta primera entrega de Abril Posas. Hay aquí una sensibilidad que se conjuga con lo riguroso de buscar la mejor manera de construir y concluir una historia. Hay también una congruencia a favor de la anécdota, lo que impide que la ternura implícita en varios relatos se convierta en cursilería chantajista. Hay un germen aquí de una poética que, en caso de persistir, alcanzará alturas insospechadas. Y en donde estos atisbos pasarán a ser, de manera inevitable, sólo recuerdos. Buenos recuerdos.~
Pd. El volumen se puede acompañar con la playlist que la autora diseñó para tal fin. Es bastante adecuado.
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