El castillo de If: Los monstruos no son más que imágenes en el espejo
Un texto de Édgar Adrián Mora
DICE FREUD, EL padre del psicoanálisis, que lo ominoso es aquello que se encuentra relacionado con lo terrorífico y que nos genera una sensación de incomodidad; esta proviene de reconocer algo que nos es familiar, común, normal, pero que se encuentra combinado con un elemento extraño y antinatural. Lo ominoso, en ese sentido, es también el reconocimiento de la maldad o lo siniestro que podemos encontrar en situaciones y personas que a primera vista nos parecen irrelevantes.
Lola Ancira (Querétaro, 1987) recurre a este tipo de situaciones y personajes en su más reciente volumen de cuentos, El vals de los monstruos (Tierra Adentro, 2018). En las páginas de este breve compendio, nos encontramos con relatos que aluden a la oscuridad del alma humana, a esa área oscura en la cual los antivalores encuentran buen resguardo. No hay en estos relatos juicios morales o moralejas edificantes, nos encontramos ante la narración descarnada de situaciones que, por su normalidad y completa posibilidad, nos inquietan al sabernos testigos o recipientes de alguna historia que linda con las que la autora nos confronta.
La imagen del monstruo es la elegida por Ancira. No encontramos acá al monstruo mitológico, gótico o terrorífico que las fantasías de la religión, el romanticismo o el cine nos han construido como parte de nuestro acervo del miedo. Encontramos a esos seres grises que viajan por el mundo cubiertos por una piel anodina, pero con deseos y rencores que rivalizan en crueldad con la de aquellas hipérboles que nos hacían temer a la oscuridad de las salas cinematográficas o que nos impedían el traslado de nuestro cuerpo de la cama al baño más cercano después de una dosis de lectura.
La disputa filial de los gemelos que empuja a uno de ellos al asesinato como una forma de justicia indirecta por los crímenes cometidos en la infancia; el rencor de la hija ante la figura materna a la que no se permite morir sólo para atestiguar cómo el dolor y la desesperación se siguen cebando en su cuerpo y su espíritu; la venganza de otra hija contra un asesino serial cuyo clavo en el ataúd será haber cedido al placer de la omisión; el comercio sexual como una condena de los marginados, de quienes han sido despojados del más mínimo rastro de esperanza; la transfiguración animal producto de la ensoñación y la locura; el ajuste de cuentas con el amante que usa sus dones con la palabra para aprisionar a sus amadas, confundirlas y aliarlas en su contra; el padre que realiza una extraña ofrenda a la perra Laika, la primera cosmonauta cuyos ladridos de agonía no se escucharon en el espacio; el peligro latente del engaño, el secuestro, la violación por parte de hombres despojados de piedad contra las niñas que se asoman a intentar descifrar el mundo y cuya primera ventana es la pantalla de un teléfono celular; el ánimo autodestructivo, el maratón frenético sobre el camino de los excesos; el ser perturbado por la oleada de imágenes y situaciones que la clandestinidad del mundo virtual le escupieron a su mente durante todos los días y que decide realizar para sí las mismas proezas violentas y gore; la empatía aparente que, sin aviso, muda en odio irracional e impulso homicida.
Lo valioso dentro de esta colección de monstruos a los que la autora da vida radica en haber vencido de manera consciente la tentación de ubicar las tramas en el terreno de lo fantástico, en esa frontera en donde la alegoría da lugar a la interpretación. Ancira explora en los miedos y realidades de la vida cotidiana. Esa que aparece en los titulares de los periódicos, en las conversaciones con familiares y allegados, en las imágenes inquietantes de internet. Los monstruos a los que alude no están hechos del humo improbable de lo ajeno a este plano de realidad, están ahí, a la vuelta de la esquina. Están, incluso, quizás, en esa imagen que se dibuja justo al otro lado del espejo. La misma imagen que ahora pide que la saquen a bailar.~
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