El castillo de If: Las cosas que perdemos a diario
Un texto de Édgar Adrián Mora
EL EJERCICIO DE la escritura es una las ocupaciones que entraña la construcción de las imágenes más excéntricas. Desde el ideal romántico del escritor sumido en la miseria que desde una buhardilla reflexiona sobre la belleza y su relación con un mundo que recrea lleno de obstáculos y tragedias terribles, pero donde la belleza triunfa; hasta el estereotipo del escritor exitoso cuya vida sólo es comparable a la de un rockstar rodeado de fama y desenfreno en sus múltiples manifestaciones. Las situaciones reales de ese ejercicio no son, en apariencia, material literario. A nadie le importa saber que alcoholizado hasta los límites de la inconsciencia es un estado en el que difícilmente podemos escribir gran cosa. O que el silencio necesario para concentrarnos y plasmar algo digno de ser leído sobre el papel o la pantalla de la computadora es una de las tareas que más trabas encuentra en nuestro mundo cotidiano. Más allá: pocos reparan en el hándicap que implica la escritura cuando se está rodeado de miles de estímulos tecnológicos y posibilidades cada vez más accesibles para entregarnos a los placeres de la diosa procrastinación. No se diga de la constancia y vocación que implica escribir a sabiendas de que los lectores reales de aquello que escribimos sean unos cuantos o, en ocasiones terribles, ninguno.
Estas sensaciones quedan plasmadas en algunos de los cuentos que José Miguel Tomasena (Ciudad de México, 1978) incluye en su volumen ¿Quién se acuerda del polvo de la casa de Hemigway (Paraíso Perdido/ ICED, 2018), trabajo acreedor del Premio Nacional de Cuento San Luis Potosí en 2013. Conformado por doce sólidas piezas narrativas, los temas de este libro deambulan por las vicisitudes de la escritura, la exploración onírica, el absurdo como preámbulo de la revelación y los dramas íntimos que configuran personalidades atormentadas o que miran con desilusión el transcurrir del tiempo.
De esta manera nos acercamos a los dramas paterno filiales que implica la necesidad obligada de la migración hacia los Estados Unidos desde pueblos en donde las condiciones hacen imposible pensar siquiera en una vida de sobrevivencia; asistimos a las pequeñas guerras que representan los divorcios y en donde los cadáveres de las perras de los protagonistas son al mismo tiempo misterio y metáfora; observamos con empatía la manera en cómo un manuscrito extraviado se concibe, para quien escribe, como la pérdida de una obra maestra que se hundirá en el olvido; o en cómo la convivencia conyugal de personas con distintas prioridades pueden constituir un pequeño purgatorio para quien no encuentra el espacio ni la manera de concentrarse para escribir; de ahí, sobrevolamos entre ambientes oníricos y sobreinterpretaciones de lo cotidiano las enseñanzas que recibimos a diario de los personajes menos esperados; los misterios en las biografías de los héroes guerrilleros cuya existencia dista mucho de las crónicas librescas; los desencuentros amorosos que se encadenan hasta convertirse en espirales que no se comprenden; el apocalipsis que no deja espacio para la empatía o que desnuda el desagrado que siempre tuvimos por los otros; las presiones laborales de ocupaciones como el periodismo sobre las cuales es mejor no hablar, sobre todo con los más queridos; las aventuras librescas de quienes hacen de la venta de libros contrabando de ideas, sensaciones e Historia.
Hay, en conclusión, sensaciones múltiples en estos cuentos. Manejo eficaz del pulso narrativo y, en varios, la posibilidad de la sorpresa. Y, sobre todo, una reflexión acerca de la importancia que tienen todas las cosas que perdemos a diario: un hijo, un manuscrito, una pareja, una mascota, la libertad, la vida, la posibilidad de asirse al mundo de alguna manera. Una manera eficaz de hacerlo es, en cierta medida, la literatura. Aquí hay una buena muestra.~
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