EL CASTILLO DE IF: La madre tirana

«Las malas madres […] no existen. Intentar plantear una idea de este tipo resulta tabú.» En El castillo de If: La madre tirana, de Édgar Adrián Mora /ilustración “Catalina Creel”, de Skodt McNalty


 
ilust_SkodtMcNalty_Catalina CreelDaré la nota discordante, con toda seguridad, al escribir esto en medio de canciones de Denisse de Kalafe, miles de postales con rosas-rosas y lavasecadoras para la «reina del hogar». Sin lugar a dudas, una de las figuras más importantes dentro de nuestra concepción filosófica del mundo como mexicanos  es la madre. Y no cualquier construcción de la madre, sino aquella que la educación sentimental vía el cine mexicano de la época de oro y la tradición telenovelera nos ha dejado: la madre abnegada que está dispuesta a dar todo por sus hijos. Una madre crística. Una materialización del sacrificio para que sus vástagos sean salvos. ¿De qué? Del resto del mundo.

Esa representación recorre nuestra cultura popular de manera tal que se vuelve tipo descriptivo. Decir madre mexicana es decir Virgen de Guadalupe, Libertad Lamarque, Evita Muñoz y Sara García. La imagen de una mujer que, a través del martirio, se redime de su pecado original: haber nacido mujer en tierra de machos. La abnegada madrecita mexicana es aquella que se quita el pan de la boca para que su hijo pueda estrenar el traje tan mono que necesita para ir a la escuela, lugar al que ella misma no tuvo acceso. Es aquella que aguanta los maltratos e infidelidades del marido porque sus hijos no tienen la culpa de vivir en un hogar escindido y, si religiosa resulta, refugio del pecado. Es la santa a la que Guillermo Aguirre y Fierro, en un clásico de la cursilería nacional, cantó: «la que me brindó sus embelesos/ y me envolvió de besos/ la mujer que me arrulló en la cuna./ La mujer que me enseñó de niño/ lo que vale el cariño/ exquisito, profundo y verdadero;/ la mujer que me arrulló en sus brazos/ y que me dio en pedazos/ uno por uno,/ el corazón entero».

Pero, ¿qué ocurre en el otro extremo? El de la madre tirana que construye su mundo a expensas de los demás. La madre que decide que sus hijos no podrán tener más destino que aquél que ella esté dispuesta a darles. El caso de la madre de Tita en Como agua para chocolate, personaje que más allá de ser exagerado estereotipo refleja el comportamiento de numerosas mujeres en la vida real.

La madre que castra a los hijos manteniéndolos artificialmente a su lado: aquejada siempre de dolores eternos e intensísimos, dependiente de la necesidad «de un hombre en casa» que obliga a los varones a convertirse en frustrado apéndice de su progenitora. La que intenta, y no pocas veces logra, convencer al hijo de que en su casa (la de él) debe hacerse sólo su voluntad (la de ella). La que cría hijos que reconocerán como inferiores a todas las demás mujeres del mundo y que nunca se acercarán al modelo idealizado que ella representa. La madre que se acabará las manos en el lavadero y la estufa, aunque tenga más años de los que pueda soportar, sólo por darse el gusto de que su hijo no encuentre en ningún otro lado camisas más blancas o chilaquiles más deliciosos.

[pullquote]Las malas madres […] no existen. Intentar plantear una idea de este tipo resulta tabú.[/pullquote]

La madre que castra a las hijas. Que les niega el ejercicio de su sexualidad que, a su vez, le fue negada a ella. Que no permite que sus hijas se queden solas con el novio a riesgo de perder, siempre perder, su «valor» ante el susodicho. La que no dejará, bajo ningún motivo, que su hija salga con minifalda a la calle, o escotada, o con ese pantalón ajustado que dibuja las formas de esa mujer a la que no se le permite serlo. La primera que juzgará el comportamiento de sus hijas: la risa estridente, el atrevimiento de querer estudiar «cosas de hombres», la posibilidad de empinarse una cerveza, la primera ausencia nocturna.

La madre que se desentiende del destino de sus vástagos. La que los explota en el gran cruce de calles y los pone a vender mazapanes y cigarros. La que los droga para generar la lástima del transeúnte y extender la caridad a sí misma. La que los golpea porque no caminan rápido, porque van muy de prisa, porque gritaron, porque nunca hablan. La que aterroriza con el abandono. Las que abandonan efectivamente. Las que ponen precio a sus hijos y los negocian con singular aptitud.

Las malas madres, en México, no existen. Intentar plantear una idea de este tipo resulta tabú. Y, sin embargo, las primeras que reconocen que las malas madres existen y las pueden nombrar con todo y apellidos son las mismas progenitoras. Pocas madres reconocerán el mérito de las otras. Para la mayoría, las demás hacen todo de manera inadecuada: no se sacrifican lo suficiente. En idioma maternal: no están dispuestas a sacrificarse en la misma medida que yo, si tuviera tal necesidad.

Requerimos tomar un respiro en la beatificación constante de la figura materna y cuestionarnos acerca de las consecuencias que ha traído consigo el hecho de no reconocer esta singularidad: hay madres que son semilla de maldad. Que ejercen ésta de manera consciente e inconsciente sin darse cuenta (o haciéndose las desentendidas) del daño que generan en sus hijos. Que se ponen a la defensiva cada vez que alguien menciona el hecho de que pudiese haber cierta responsabilidad en el desequilibrio vital de los hijos debido a la relación que tuvieron con su, tal vez, desequilibrada madre.

En un país en el cual las opciones simbólicas de la madre son múltiples y contradictorias: Guadalupe, La Chingada, La Malinche, La Abnegada; resulta explicable la ambigüedad esquizofrénica con la que intentamos definirnos a nosotros mismos. Nunca lo logramos.­~

 

* Fuente de la ilustración “Catalina Creel”, por Skodt McNalty
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