El castillo de If: Instructivo para construir una enfermedad a la medida

Un texto de Édgar Adrián Mora


 

Puede ya afirmarse, a estas alturas, que nosotros hemos forjado la depresión, y que, simultáneamente, la depresión nos forja. La depresión es un riesgo que nosotros, occidentales, corremos, y que nos diferencia de los demás. Debido a razones que no dominamos, una de las características de esta perturbación es poder “desatarse” de manera incontrolada, adquiriendo entonces la forma de una epidemia.

Philippe Pignarre

PARA LA GENERACIÓN X, a la cual pertenezco, fue una situación casi natural el hecho de vernos insertos e identificados como la primera generación que reconoció las perturbaciones depresivas como una parte de su identidad. Tal situación se magnificaba por el comportamiento y destino de figuras del espectáculo que recorrían ese camino hasta circunstancias fatales. Kurt Cobain y su suicidio quizá sea el caso más representativo en ese sentido.

La aparición de Prozac Nation (1994) de Elizabeth Wurtzel puso en evidencia que la generación acudía a medicamentos desarrollados para combatir los síntomas asociados al diagnóstico de depresión. Los antidepresivos como el Prozac (fluoxetina) ganaron un mercado gigantesco en una sociedad que se asumía como ápatica del mundo, desilusionada, falta de voluntad e incapaz de plantearse la posibilidad de actuar para que su situación cambiara.

A partir del contexto de la Guerra Fría en extinción, las sucesivas y desastrosas crisis económicas del último tercio del siglo XX y la emergencia de una juventud que se asumía amputada de las oportunidades que habían tenido sus padres y sus abuelos, se intentaba explicar el desencanto generalizado que se diagnosticaba individualmente como «depresión».

Philippe Pignarre, investigador especializado en la historia de los medicamentos y profesor de la Universidad de París, hace una descripción densa de cómo la depresión se convirtió en una epidemia de proporciones catastróficas. Se calcula que para el año 2020 será la segunda causa de discapacidad a nivel mundial. En La depresión: una epidemia de nuestro tiempo (Debate, 2003) realiza una radiografía crítica que inicia planteando el crecimiento inusitado de este padecimiento. Hacia 1970 se calculaba la existencia de cien millones de deprimidos en el mundo; para el año 2000 la cantidad se habría multiplicado por diez y se proyectaba un crecimiento acelerado en esas proporciones.

Quienes hemos asistido a terapia sabemos que el diagnóstico de depresión es uno de los más frecuentes. Tanto si la terapia es de análisis sin medicamentos (aquellos que buscan la causa en un evento catastrófico que al ser revelado puede ser asumido), como si es psiquiátrica (del tipo que pugna por encontrar en la biología las causas que originan el desequilibrio químico y procura reestablecerlo a través de psicotrópicos u otras sustancias), o incluso con versiones que son una combinación de ambos enfoques. Pignarre analiza de manera profunda los mecanismos de estos enfoques al mismo tiempo que plantea ideas inquietantes.

¿Puede una enfermedad inventarse? ¿O, más que inventarse, construirse? El autor no niega la existencia de la depresión, antes advierte lo terrible que es padecerla; lo que plantea es la posibilidad de pensar en ésta como una enfermedad cuyos síntomas fueron acomodándose de tal manera que la sociedad occidental (hay una reflexión muy interesante sobre esta denominación de origen de la enfermedad) comenzó a reconocer(se) en estos y, en consecuencia, a formarse la opinión preexistente de padecerla.

Hay en el texto una revisión histórica de la manera en cómo se consigue que un medicamento sea autorizado como solución para un padecimiento o una serie de síntomas asociado a éste. Describe de manera detallada el procedimiento que siguen los estudios dirigidos a validar la eficacia de determinadas sustancias; es decir, cómo el método científico (una normatividad de éste) valida la inclusión de nuevas sustancias en la nómina de medicamentos dirigidos a la curación. Tal validación se realiza de maneras diversas. No pertenece al Estado o a las universidades la posibilidad de regular de manera exclusiva este proceso, dadas las complicaciones de jurisdicción que entraña. Los más interesados, aunque en un principio fueron los más reticentes a los estudios clínicos, son los laboratorios farmacéuticos. Son estos últimos quienes se encuentran a la vanguardia en el estudio y desarrollo de estos tipos de fármacos.

Hay una idea interesante en esa progresión de argumentos que el autor expone: el más reciente fármaco descubierto siempre será el penúltimo. La investigación de los medicamentos dirigidos al tratamiento de este tipo de males busca siempre la innovación y aplicación para el tratamiento de un espectro más amplio de síntomas. O más exclusivo, como el desarrollo de fármacos específicos para la depresión masculina en contraste con la femenina. El hecho de que no exista un «testigo fiable» en la regulación de la investigación, sino que mucho remita al relato y la subjetividad del paciente magnifica la sospecha de fenómenos como el efecto placebo en muchos de los estudios.

Pignarre cuestiona por igual al psicoanálisis, como a la terapia puramente química, como a la explicación sociológica que intenta culpar al entorno de lo que el paciente tiene. Y, en cierto sentido de manera paradójica, concluye que la solución más efectiva para tratar estos problemas pasa quizá por la interdisciplina y el equilibrio entre todos los enfoques.

Algo que resulta sumamente útil es plantearse las dimensiones del padecimiento, distinguir entre tener un episodio depresivo (o «depre» como el autor la llama), padecer una depresión crónica (lo cual requiere intervención y tratamiento continuo y prolongado) o desarrollar síntomas que se traducen en problemáticas más complejas (como la esquizofrenia).

Los psicotrópicos permitieron, para muchos pacientes, terminar con la política de encierro y aislamiento que caracterizó en tiempos anteriores el tratamiento de estas enfermedades. Pero, desde la perspectiva del autor, generaron otro tipo de problemáticas.

En conclusión, creo que la lectura de este libro nos ayuda a sopesar y mirar con otros ojos nuestro entorno y nuestra propia relación con el trastorno depresivo. No es un fármaco o una terapia. Sólo una ventana para arrojar luz sobre un tema con mucha vigencia en nuestro tiempo.~