El castillo de If: Escribir lo que se es, ser lo que se escribe
Un texto de Édgar Adrián Mora
SE QUE HAY libros que los escritores escriben para otros escritores. Como si estuvieran hechos a partir de un código que sólo quien se enfrenta a una hoja en blanco con las herramientas de la ficción, u otro aspecto de la palabra letrada, puede entender. Este tipo de libros, a partir de ser designados con tal clasificación, suelen insertarse dentro de una especie de categoría que predispone a los lectores alejados de esos aparentes misterios. Son libros difíciles, se cree, libros que sólo los iniciados entenderán y apreciarán. Libros destinados a convertirse en fracasos de ventas porque su reducido público no será suficiente para solventar un tiraje numeroso ni repetidas ediciones. Libros que quienes aspiran a relacionarse con el mundo letrado, por aspiración auténtica o por simulación snob, traen bajo el brazo como una forma de decirle a los demás que ellos sí tienen las capacidades para encarar este tipo de misiones.
No es fácil encarar la escritura de libros de este tipo. Pero, más difícil aún, es conseguir una obra que logre derrumbar esos límites impuestos de manera arbitraria. Es decir, escribir un libro que pueda remover la cabeza de quien se dedica, o se esfuerza por dedicarse, a la literatura y de quien el sentido lúdico y de reto que la lectura propone es su único aliciente. Creo que La vaga ambición (Páginas de espuma, 2017) de Antonio Ortuño (Zapopan, Jalisco, 1976) lo consigue.
Este conjunto de cuentos, acreedor al premio Ribera del Duero del año de su publicación, explora de manera diversa y desde puntos de vista múltiples la tarea del escritor y la naturaleza de su actividad. Como una especie de viñetas que giran alrededor de un personaje central, Arturo Murray (a excepción de “Provocación repugnante”), las tramas nos sumergen en una serie de situaciones en donde el acto de escribir y la vida que surge a partir del éxito o el fracaso que de ello se desprenda, guían los actos y los pensamientos de los protagonistas de esas historias.
Desde concebir la escritura como una posibilidad de venganza a partir de un hecho violento y traumatizante; pasar por el desprecio y burla que arrastra consigo la aspiración (la vaga ambición) de dedicarse a la literatura y, más aún, la práctica con las herramientas a mano en la adolescencia; insertarse en la polémica acerca de la “pureza” de la vocación o del compromiso con la propia poética opuesto a la posibilidad mercenaria y utilitaria de los propios talentos; reflexionar acerca de la amenaza que con respecto de los fascismos de cualquier naturaleza implica la tarea del escritor, el compromiso político del marginado; asomarse a las estampas tragicómicas de la vida del narrador, personaje incómodo dentro del contexto del entretenimiento que debe simular tener cosas importantes que decir ante públicos que simular tener cosas importantes que escuchar; hasta llegar al cuestionamiento interno (ese monólogo interior que los realistas convirtieron en arte) acerca de la manera en cómo se vive estar atado a la necesidad y el goce de las palabras. Llegar al punto final que se convierte, también, en punto de arranque de la misma actividad: escribir.
Más que Murray, el personaje principal es la escritura. Esa especie de espíritu que se pasea por todas las tramas hasta convertirse en el objeto (¿sujeto?) sobre el cual se hace foco. Es la espada vengadora en “Un trago de aceite”: “—Tú escribes —dijo con lentitud y torpeza, como si la lengua se le hubiera quedado inmanejable. /[…]-—Escribe esto un día. Un libro. /[…] —Que lo lean. Que arranquen las hojas. Y se las traguen”. Se convierte en la exposición de los métodos iniciales de escritura del futuro narrador en “El caballero de los espejos”: “Quería escribir una historia sobre espartanos pero la olvidé y en lugar de ello decidí copiar el Quijote. Cuando me venció el aburrimiento, me puse a inventarlo y fue muy placentero, pero ahora estoy agotado y por eso me ves así, en la sala”.
Se desnuda, en las páginas de “Quinta temporada”, como una femmefatale que tiene dos caras, la del oropel y aquella que se añora, la que se ama con la verdad del amor primero: “Y se preguntarán qué cosa escribe uno cuando se volvió un retrato, una estatua, un diploma, cuando se deformó para pensar en el placer de una multitud sorda antes de pulsar una letra del teclado, cuando parte los textos en incisos para abrir espacio a que los demás coloquen acotaciones y comentarios. /Tengo la respuesta:/ Escribe esto. /Y también un mensaje: /Ayúdenme. /Estoy aquí. /Atrapado. /Todos, en verdad, lo estamos”. Se transforma, súbitamente, en un paria perseguido por el poder, por quienes ven amenaza en la manera en cómo la naturaleza humana es expuesta en tinta y papel o sobre un escenario, esto en “Provocación repugnante”: “Ustedes son basura, basura pasada. Y no lo entienden. Incluso si pretenden acompañar la revolución con sus textos y críticas […] La literatura colapsará. La literatura debe ser destruida. Y eso sucederá. O, cuando menos, ustedes serán destruidos, borreguitos. Ustedes perderán. Los aplastaremos y los degollaremos yo y mis hermanos. Hoy, mañana, o en catorce años. Lo mismo da”.
La literatura es, también, la encarnación del homenaje hacia quienes creyeron que podía ser posible que ésta se hiciera realidad en la cabeza y los dedos de quien aporrea un teclado convencido de que su destino es ese que vive sin más cuestionamientos: “[Mi madre] Me decía que escribir era la vaga ambición de guerrear contra mil enemigos y salir vivo. Que me leyó y supo que no debió permitir que la sacaran del combate. Que escribiera contra todos, me decía, y a pesar de todos. Que no les llevara la paz sino la espada. Me decía que el enemigo estaba en todas partes y aunque yo estuviera cansado, solo, rodeado, había que marchar, marchar y pelear. Que pensara en ella en la batalla. Que sabía que iba a poner los ojos en blanco al leer esa línea. Que dejara de hacerles caso a todos y de una puta vez”. También, en “La Batalla de Hastings”, que la escritura puede ser guerra, muerte, silencio: “Es mejor que tengamos la Ilíada, el escudo de Arquíloco y la Eneida, que tengamos el Cid y el Roland, a que no. La guerra sólo puede ser trocada en belleza mediante la mentira, lo sé, pero con la vida es igual. […] Escribir es caer en una telaraña y no salir más, les digo, pero a veces uno cae y se queda paralizado, sin nada que agregar”.
Hay en este libro, con respecto de trabajos anteriores del autor, un desplazamiento de la rabia y una casi apología anarquista a favor de la ternura; no la cursilería, entiéndase, sino la posibilidad de tener capacidades para mirar aquello que se hace de manera consciente y darle el significado preciso de pensar en cómo la literatura toca, transforma y emociona a quienes se ponen en contacto con ésta. Sea el protagonista narrador de los cuentos, los personajes que lo rodean, o el lector que se asoma a estas historias y cree saber algo del autor a partir de lo leído (esa magia de la ficción). La vaga ambición es, quizá, el mejor trabajo de Ortuño hasta la fecha. Muy recomendable.~
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