El castillo de If: Crónica de un (otro) rencor vivo

Un texto de Édgar Adrián Mora

La literatura no te elige como si fueras un dios del Olimpo o alguien con poderes extraordinarios. Tú elegiste este oficio y debes escribir hasta las últimas consecuencias.

Nunca más su nombre

LA SOMBRA DE Pedro Páramo cubre gran parte de nuestra literatura. No es una cuestión que se reduzca sólo a la escritura creativa, sino una especie de sino cultural. La sombra del padre ausente, del padre tirano, del padre violento, del padre macho es una constante tanto en los relatos de conocidos en la vida real, como en aquellos que surgen de la ficción. O, para confundir más la línea que separa a un plano del otro, los que abordan a esta figura desde la mezcla entre uno y otro.

Esto es lo que hace Joel Flores (Zacatecas, 1984) en su libro más reciente Nunca más su nombre (Era, 2017). Ganadora del Premio Juan Rulfo para primera novela, esta obra explora el tema que el gran escritor jalisciense convirtió en mito a través de su única novela. Porque Nunca más su nombre pareciera dar sentido a la frase que Abundio dice a Juan Preciado en las primeras páginas de Pedro Páramo: el cacique, también su padre, es un rencor vivo. Flores nos conduce a través de las más de doscientas páginas por la genealogía, fisiología y construcción onírica de ese padre que no quiso ser pero que dejó más huella que si lo hubiera sido. Mario Flores, el padre militar, es un rencor vivo.

Y ese rencor es heredado por el Joel protagonista que narra en primera persona lo que implica tener a un padre que lo niega como hijo, que funge como el violador-golpeador-abusador de la madre y el fracaso reiterado para los tres hermanos de esa familia escindida por las malas decisiones. “Soy un hijo sin padre”, inicia el protagonista una perorata escrita en un blog (ese anacronismo de los crecidos en los albores del siglo XXI) que se convierte en manifiesto de vida. Y también en credo cuasi blasfemo: “Yo soy mi padre,/ Yo soy mi hijo,/ Padre nuestro que estoy a mi lado,/ Santificado sea mi nombre,/ Hagamos nosotros mi reino,/ Hagamos mi voluntad,/ Hagamos mi tierra como se hace el cielo,/ Aunque la tierra se hunda y el cielo se desplome”. El sentido de orfandad mezclado con el impulso del self-made man; una aspiración que mezcla por igual una rancia esencia asociada a lo mexicano y la aspiración ética del sueño americano. Hombre de fronteras, Flores lleva esa naturaleza a la escritura de esta obra.

Si en El amor nos dio cocodrilos (vozed, 2012) el autor explora la sensación de lo extraño inspirado en el trabajo de Ámparo Dávila, en lo que Flores ha llamado la “trilogía del semidesierto” esas intenciones desaparecen para dar paso a un realismo que planea entre lo descarnado, lo social, lo introspectivo y lo autobiográfico. El volumen de cuentos Rojo semidesierto (Foem, 2013) da noticias de ese realismo que explora la violencia desatada por la guerra contra el crimen organizado impulsada por Felipe Calderón a partir de 2006 y en el cual aparecen las referencias a espacios reales como Zacatecas y, al mismo tiempo, las construcciones alegóricas de actores de esa realidad como La Compañía, eufemismo que representa a ningún y a todos los cárteles, al crimen organizado y desorganizado.

Ese ambiente enrarecido por la presencia de la violencia criminal se filtra en las páginas de Nunca más su nombre a través de la historia de Francisco, el amigo de infancia del protagonista, que se convierte en un desaparecido que engrosa las listas de desvanecidos de los últimos años en nuestro país. Al mismo tiempo contraste y alter ego, Francisco es el otro que se pudo ser; Joel, como narrador protagonista, apunta que sus vidas eran líneas paralelas en donde la suerte tuvo un papel importante para ponerlos en lados distintos de la historia y de la vida.

Al mismo tiempo, la novela aborda una historia de amor que matiza y vuelve complejo el tono del relato; la relación de Joel y Paula construye una historia en donde la ternura, la solidaridad, la comprensión y el amor pleno se reflejan. Uno de los momentos mejor logrados del texto es el referido a la muerte, sepelio y remembranza del padre de Paula; hay una emotividad estremecedora que no se consigue en otros tramos de la novela.

Para quienes conocemos de alguna manera la vida personal de Joel, nos queda claro que mucho de biografía deformada por la ficción se encuentra en este libro. Quizá el momento revelador de esa estrategia se encuentre en una de las escenas en donde Francisco le cuenta al protagonista historias que se suponen verdaderas pero que resultan fabulaciones del muchacho caminante en la delgada y peligrosa línea de la ilegalidad. “Al describirme las peleas y detallarme cómo separaba a unos y a otros, terminaba riéndose de mí. ¿A poco me creíste, cabrón?, me decía. Debes ponerte machín, si vas a ser escritor. Que no te apañe la mentira […] Yo prefería no creerle. Se me figuraba que quería calarme con la mentira y, al verme envuelto en sus palabras, me diría trucha, cabrón, ya te estoy mintiendo de nuevo y tú ni en cuenta”.

Esa estrategia de mezclar ficción con hechos reales (o una versión de ellos) se convierte en un reto para descifrar hasta dónde la biografía se ha colado en las páginas de la novela. Uno puede encontrarse en una ficción, eso siempre es una sorpresa. En mi caso, me vi en esa novela como personaje, lo que, al mismo tiempo que sorpresivo fue inquietante. Joel usó su visita a una de mis fiestas de cumpleaños, junto con el escritor Juan Gómez Bárcena, para enlazar alguna de sus experiencias como habitante de Tijuana. Ese involuntario cameo me hizo reflexionar en qué tanto la estrategia de Francisco, el personaje, no es sino la estrategia de Joel Flores, el escritor: ponte trucha, te estoy mintiendo de nuevo.

Es claro que la novela es más de lo que apunto. Es un eslabón consolidado en esa trilogía planeada como proyecto de la poética de Flores. Pónganse truchas, busquen lo verdadero en medio de las mentiras tostadas por la luz del semidesierto.~