EL CASTILLO DE IF: Sensacional de vaqueros y boxeadores
Un texto de Édgar Adrián Mora.
EL JOVEN ESCRITOR Hilario Peña (Mazatlán, 1979) ha encontrado una manera efectiva de atrapar a su lector en las enmarañadas tramas que teje en sus novelas. Con una vocación por la cultura popular y una poética que de manera consciente se construye alrededor de una trama efectiva, sus novelas Chinola Kid (Mondadori, 2012) y Juan Tres Dieciséis (Random House, 2014) son un elemento refrescante en medio de una literatura nacional que, en ocasiones, pareciera constituirse sólo por la reconstrucción realista y la autorreferencia.
Junto con un grupo de escritores jóvenes que están construyendo de manera consistente una escena de la literatura negra en México, Peña se muestra como un escritor despojado de la solemnidad y la rigidez de la forma, elementos que le otorgan un atractivo especial a sus tramas.
Chinola Kid es un pastiche que abreva de diversas influencias. Desde la portada (ilustración de Jorge Aviña Ávila) podemos ver cómo el western, como producto de consumo masivo en nuestro país, pasó por las páginas del todavía hoy vivo El libro vaquero. Hay en esa portada, más allá de esa estética de cómic popular cuyo auge se puede rastrear durante la segunda mitad de la década de los ochenta y la primera de los noventa, los elementos disruptivos de la historia que contiene. Es un western en la forma, pero una novela sobre narcotráfico en la actualización de la trama. El protagonista, Rodrigo Barajas es, al mismo tiempo, un sheriff que busca establecer la paz en un pueblo donde el caos y el crimen, aliado a la corrupción política, se han enseñoreado, pero, también, es el sicario cuya efectividad ha demostrado en diversas ocasiones.
Chinola Kid tiene el encanto de los antiguos westerns en donde el héroe debe rescatar a la damisela en peligro (aunque acá los personajes femeninos también se configuran de manera distinta a la sexualización extrema que la literatura pulp y el cómic, mal llamado residual, construyó a lo largo de décadas); pero al mismo tiempo muestra cómo el mundo contemporáneo de la realidad rural, construida como universo autocontenido (pero con múltiples fugas referenciales hacia el mundo “real) por Peña, no puede regirse por los valores incorruptibles de los vaqueros de antaño, trasuntos a su vez del caballero medieval y, en cierta medida, respetuoso de códigos como el bushido que le da sentido al camino del guerrero samurái. Una novela entretenida en donde la nostalgia por la forma, el humor, la capacidad para hacer verosímil una situación en apariencia disparatada, así como la referencia a la inevitabilidad del caudillismo propio de nuestras sociedades asoman las narices y muestran colmillos afilados.
Juan Tres Dieciséis, por su parte, es una historia que toma al boxeo como uno de sus elementos contextuales. Si tomamos como referencia el lugar común enunciado alguna vez por Cortázar, esta novela consigue el triunfo unánime por puntos hasta el último asalto. Es contundente, pero se administra a lo largo de las más de trescientas páginas que la constituyen. Aparece uno de los personajes que se han vuelto recurrentes en las narraciones de Peña: Tomás Malasuerte, que no hace tanto honor al apellido-sobrenombre, pues a pesar de su cara y fortuna, termina encamado con varias de los personajes femeninos que rondan sus vicisitudes como detective privado. Malasuerte es un personaje que a fuerza de desarrollarse dentro de las historias de Peña se muestra complejo y lleno de sorpresas. Expolicía, con una intuición que se ve enturbiada por sus vicios personales, padre de un criminal cuyas actividades le impiden estar del lado legal del trabajo policíaco. Juan Tres Dieciséis, por su parte, representa a un buen número de agraciados con ciertas aptitudes pero cuyo destino vital se encuentra atado a la miseria. La novela trata de cómo Juan es uno de estos desventurados que, merced a su capacidad para reventar narices, consigue modificar, al menos temporalmente, su destino.
Hay una elaboración minuciosa del mundo de boxeo en esta novela. Tanto del mundo de los gimnasios de barrio con su caterva de managers y promotores, como del mundo del gran espectáculo, dominado por la exageración, el derroche y la intervención de los medios. Peña consigue, a pesar de tomarse licencias propias del género negro, construir una historia que atrapa y genera empatía con los personajes y la realidad en la que se inscriben. Hay en esta historia: sexualidad desbordada (de maneras que apenas si se imaginan), fanatismo religioso, intrigas políticas, sacrificios casi rituales, lecciones de boxeo (las partes del relato de las peleas recuerda de manera inevitable a Jack London y su boxeador de pulso en “Por un bistec”), biografías disparatadas, activismo millennial, corridos y rocanrol. De todo un poco, pues.
La juventud y productividad de este autor augura una sólida carrera a merced de la evolución de las aventuras de los personajes que ha construido. Augura también la conquista de un público muchas veces despreciado por cierto sector de la comunidad creativa: la de aquellos que buscan, sobre todo, el placer de sentir cercana una historia, de identificarse con ésta y de, en última instancia, terminarla con un gran suspiro de satisfacción. Es un trabajo duro, pero alguien tiene que hacerlo. Hilario Peña lo hace muy bien.~
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