EL CASTILLO DE IF: Retorno al país de la Aventura

Un texto de Édgar Adrián Mora

 

Nos gusta inventar ceremonias, crear rituales. Crearlos, no repetirlos: eso lo hacen los militares y los curas.

EL AÑO PASADO presenté mi novela Continuum en la librería “Rosario Castellanos” del FCE. Unos minutos antes de comenzar la presentación se acercó a mí una persona que traía consigo un sobre manila y que me preguntó: “¿Eres el autor?”, le respondí que sí, aún sin poder aquilatar lo que implica que alguien te llame así. “Te traje esto”, me dijo, “alguien que escribe una novela sobre Oesterheld merece tenerlo”, y me entregó el sobre. Era una ilustración que Solano López hizo para la celebración de los 50 años de la publicación de El eternauta y 30 de la desaparición del autor. Un regalo inesperado y generoso. Después de la presentación el misterioso personaje desapareció sigilosamente. Me enteraría después que esa aparición furtiva era Roberto Bardini, escritor y periodista admirador de la obra de Oesterheld. Argentino en México y orgulloso adoptante de la identidad argenmex. Establecimos contacto por redes sociales. Por esta razón me enteré de que había ganado el Premio Literario Lipp La brasserie 2016 con su novela Un gato en el Caribe. Me dio un gusto enorme y esperé con paciencia que la editorial Resistencia sacara al mercado el volumen. Finalmente lo conseguí en la pasada Feria Internacional del Libro del Zócalo de la Ciudad de México.

autor_roberto_bardiniUn gato en el Caribe es un libro que despertó en mí la fruición por la lectura que no había sentido desde la adolescencia. Es un homenaje a las novelas de aventuras, pero también a la novela policíaca de viejo cuño, a la novela de denuncia de las dictaduras latinoamericanas, al realismo sucio rayano en lo naturalista y a otras muchas cosas. Ahí, como estudioso de la historia de América Latina, pude encontrarme con una cronología que al mismo tiempo que ordenaba la trama de la novela, aludía al camino accidentado que nuestra región vivió durante el siglo XX y, en particular, durante las décadas de los setenta y ochenta. Pocos años después de esa época tormentosa es donde podemos ubicar la trama, aunque podría tratarse, sin problemas, de una historia que estuviese ocurriendo ahora mismo en algún rincón selvático de Centroamérica.

La novela se divide en cinco partes que son una alegoría de la propia historia latinoamericana: “El descubrimiento”, “La conquista”, “La colonización”, “Las fiestas agostinas” y “La emancipación”. Hay en esas páginas: Historia, experiencias, reescritura, conocimiento de los ambientes descritos, recuperación de las herramientas periodísticas; en suma: literatura. El personaje principal es Bugnicourt O’Hara, descendiente de irlandeses que tiene su primera aparición literaria en “Irlandeses detrás de un gato” de Rodolfo Walsh, y que el protagonista asume como identidad de hombre que ha recorrido mundo y cuyas experiencias se puede comparar a las de aquel personaje ya crecido y peregrino por los diversos países de Latinoamérica. Walsh es una presencia constante, una referencia de la cual la novela no se desprende. Walsh es personaje y, al mismo tiempo, modelo literario. Y lo que hay es, en la mejor tradición del negro policíaco, un antihéroe. Un personaje con ambigüedad ética pero cuyas acciones conducen a la búsqueda de la justicia. No la regulada por las leyes de los países, sino la íntima, la propia, la que se ha construido a través de los años y de las cicatrices. Las que se ven y las que no. Marcas de guerra, de múltiples guerras:

Y mientras fumo un cigarrillo […] pienso […] en mi propio destino (la implacable jauría de niños huérfanos o abandonados persiguiendo por sombríos corredores a un semihuérfano medio abandonado, aquellos irlandeses detrás de un gato, y luego el escape del país del sur al que no regresaré, y mi fascinación por los cielos caribeños, las selvas y las fronteras ocultas de América Central como un abanico de azarosas posibilidades se diluyen, los momentos de gloria se esfuman, los finales felices duran poco. Todo se diluye y se esfuma: te persiguen en Argentina, te excluyen en Nicaragua, te expulsan de Honduras, hay que mendigar en México y, un día, de pronto, lo único que ves por delante son calles, semáforos y edificios de ciudades como cárceles, habitadas por oficinistas, empleados y comerciantes, por pálidos seres apresurados de mirada vacía y mandíbulas tensas, un extenso territorio desconocido por el que caminas solitario y nunca ocurre nada y es lo mismo que caminar por un túnel en penumbras que no conduce a ninguna parte, donde la vida gotea lentamente y a desgano. Entonces eche pa’ lante, compañero, váyase a Tijuana, échele, compa, que aunque usted no lo sabe, allí, en la cantina La Ballena, tiene una cita con dos agentes federales y una propuesta: transportar droga en un avión Comander, le dirán, como una trampa para narcotraficantes o simplemente, y no se lo dirán, como un negocio de policías; ándele, mi carnal…

El escenario de la escaramuza próxima, de la relatada, es Belice. Una tierra casi ignorada por los latinoamericanos, y por el resto del mundo cabrá decir. Una frontera viva. Entre América Latina, el mundo británico y el mundo indígena; y la historia caprichosa que junta ahí contrabando, guerrilleros, piratas y leyendas de pescadores. Reggae, playa, prostitución, naturaleza y placer a raudales. Es ahí a donde llegan los más variados personajes: jamaiquinas exóticas, matones hondureños, indígenas guerrilleros, ingleses exiliados de la inteligencia británica, colombianos narcotraficantes de fachada respetable, veteranos gringos de Vietnam enloquecidos por la guerra y la posguerra, mestizos garífunas, contactos mexicanos de la  frontera sur, asiáticas que saben usar de sus variadas artes, exguerrilleros sandinistas, artistas plásticos dueños de fincas rurales, periodistas negros que sobreviven en medio de la selva predicando un nacionalismo a grandes voces, contrabandistas de armas, piratas renacentistas y fantasmas de nazis que navegan submarinos.

El libro es ilustrado por Edu Molina y la portada desgrana algunos de los faros de El Gato. O’Hara y Bardini. Volúmenes de Salgari, de Verne, de Allan Poe, de Jack London. Un volumen apaisado de El eternauta de Oesterheld. Lo que hay en este libro es Aventura, parece anunciar su portada. Y no engaña en ese anuncio.

Todo hombre siempre será tres hombres: el que él cree que es, el que los demás piensan que es y el que realmente es. Y nadie -ni él, ni los demás- sabrá nunca quién fue.

Ese hombre en quien recae la narración, El Gato, hace honor a la Aventura, así con mayúscula, como le gustaba escribirla a Oesterheld. De él y de todos los que abreva nombres y referencias como personajes y como artífices de Aventura (Joseph Conrad, Joe Zonda, La (El) Sombra, Gregorio Selser, Kipling, Salgari), O’Hara obtiene elementos para mezclar de manera verosímil la realidad con la ficción. La posibilidad de que, sin ser realismo mágico, lo que se relata en el texto sea por completo posible en las tierras donde se ubica.

[pullquote]Roberto Bardini consigue tal proeza […] la sensación casi adolescente [del] retorno a la Aventura[/pullquote]

Otro de los elementos caros a Oesterheld era la idea del cambio de domicilio de la Aventura. La posibilidad de que las historias no tuvieran exclusividad en cuanto a los escenarios donde se desarrollaban. Una invasión alienígena en Buenos Aires, una novela policíaca de altos vuelos en medio de la selva y la playa beliceña. Hay aviones, hay espías, ametralladoras, cuchillos, barcos y mucho plomo. Mujeres hermosas, inteligentes, brujas evolucionadas y vengadoras de afrentas ancestrales. Hay traidores y actores secundarios y colectivos que llenan de ruidos la espesura de las páginas por donde el Gato se desliza como jaguar. La idea de Revolución como utopía está presente. La posibilidad de apoyarla también. Pero no la confianza ciega en que se consume. El idealismo queda atrás. Es este un diario de motocicleta sin construcción épica ni mítica.

La lectura de Un gato en el Caribe ha sido para mí el retorno a las tardes nubladas de mi pueblo, ése enclavado en una selva distinta y nada cálida, en las cuales me perdía en la Malasia al lado de Sandokán; o miraba cómo se bombardeaba Veracruz al lado de Morgan y Yolanda; o andaba entre brumas con Sherlock Holmes y el Dr. Watson; a la cabecera de la cama donde D’Artagnan agonizaba; o atestiguando con un placer infinito la manera en cómo Edmundo Dantés daba cuenta de su venganza acariciada por décadas. Fue el retorno a la Aventura. Y a la sensación casi adolescente que ese retorno infunde. Roberto Bardini consigue tal proeza. Una mayúscula en tiempos donde la Aventura es un bien tan escaso. Bougnicourt O’Hara toma un vaso de whisky mientras lanza una advertencia:

—No existen los finales felices, flaquita. Y si existen, duran poco. Al día siguiente del final feliz, o a la media hora nomás, hay que volver a cocinar y lavar los platos sucios y pagar las cuentas de luz, gas y teléfono. Sales a la calle y la vida es una mierda.

Al terminar mi lectura de la novela yo mismo tomo un vaso de whisky, no Glenlivet sino Jonny Walker, es lo que hay. Miro el retrato de Oesterheld disfrazado de Eternauta que me ha regalado El Gato disfrazado de Roberto Bardini. Levanto el vaso y simplemente digo: “Salud”. Ojalá nos esperen muchas aventuras por leer en el futuro. Le quedan aún vidas al Gato Bardini. Y se ha visto que no le gusta desperdiciarlas.~

Roberto Bardini, Un gato en el Caribe, México, Resistencia, 2016. Ilustraciones de Edu Molina.