EL CASTILLO DE IF: ¿A dónde van los desaparecidos?
¿A dónde van los desaparecidos?, se pregunta Édgar Adrián Mora. Ilustración “Identidad”, de Ignacio Vexina (pintura industrial sobre tela, 2005)
¿Adónde van los desaparecidos?
Busca en el agua y en los matorrales.
¿Y por qué es que se desaparecen?
Porque no todos somos iguales.
¿Y cuándo vuelve el desaparecido?
Cada vez que los trae el pensamiento.
¿Cómo se le habla al desaparecido?
Con la emoción apretando por dentro.RUBÉN BLADES, «Desapariciones»
EL MES PASADO acudí a la ciudad de Guadalajara, en México, a presentar mi libro Continuum. Una novela sobre Héctor G. Oesterheld. En las preguntas que me hicieron algunos de los periodistas que publicaron notas sobre esto, había una que se repetía de manera sintomática: ¿qué diferencias había entre los desaparecidos de las dictaduras latinoamericanas y los de la actualidad en nuestro país? Tal cuestión me parece pertinente de reflexionar, en tanto el término se utiliza con una ligereza tal que hace sinónimos dos situaciones que responden a contextos distintos.
Comencemos por el término. La idea del «desaparecido» es una de las aportaciones más trágicas que América Latina haya dado al mundo. Representa la estrategia más eficaz para el combate a la subversión. Un desaparecido es alguien que se ha esfumado de la faz de la Tierra. Que tiene a la incertidumbre como su principal característica, lo que genera un dolor más duradero que tener la certeza del destino que corrieron quienes fueron víctimas de esta forma de operación. Su fundamento es claro: el desaparecido implica que no existe cadáver que hacer mártir, ni preso del cual reclamar su libertad. Es un ser en el limbo. La primera vez que se escuchó fuerte y claro el término fue cuando Jorge Rafael Videla, miembro de la Junta Militar que asaltó el poder en 1976 en Argentina, declaró, en una conferencia de prensa el 14 de diciembre de 1979, ante los reclamos de quienes pedían claridad sobre el destino de muchas personas: «Es un desaparecido, no tiene entidad. No está ni muerto ni vivo, está desaparecido… Frente a eso no podemos hacer nada».
Las desapariciones de los años sesenta y setenta tuvieron un componente político. Implicaba la manera en cómo el Estado, apoyado por el capitalismo norteamericano en el contexto de la Guerra Fría, pretendía impedir que ideologías como el comunismo o el anarquismo encontraran cabida dentro de sus países. De tal manera, la persecución se dio de manera sistemática desde las cúpulas del poder político, aunque utilizando métodos al margen de la normatividad vigente en ese entonces. Los denominados «grupos de tareas» eran grupos paramilitares y parapoliciales que, al abrigo de la protección estatal, recorrían los países secuestrando, trasladando a campos de concentración clandestinos, torturando y asesinando a quienes concebían como opositores al régimen. Prácticamente ningún país de la región se salvó de engrosar las estadísticas de tan atroz crimen. Guatemala tiene el indeseado privilegio de encabezar esa lista con sus 50, 000 desaparecidos; le sigue Argentina con 30, 000; y detrás Chile, Uruguay, Brasil, Paraguay, México, Honduras, el Salvador… La impunidad, en la mayoría de los casos, ha prevalecido sobre la rendición de cuentas ante la justicia. En ese sentido, Argentina es quien encabeza la lista de militares enjuiciados, sentenciados y encarcelados por los crímenes cometidos durante estas épocas. En ese sentido, ni siquiera quien puso en la mesa de los elementos de análisis de las dictaduras el término salió bien librado.
En el caso de los desaparecidos actuales, el tema aparece más complejo pero tiene factores en común: la corrupción generada por las relaciones del poder con el crimen organizado y la impunidad que el primero garantiza al segundo. Por un lado, las desapariciones se refieren a «levantados» por las policías porque representan un riesgo para la imagen del gobierno de la región en la cual tiene influencia la opinión de estos desaparecidos. En este caso, los periodistas se constituyen en el sector más afectado por esta forma de inducir el silencio alrededor de las cuestiones que son vox populi, pero que estos comunicadores se encargan de documentar. La razón fundamental para acallar estas voces disidentes, o sólo descriptivas en muchos casos, es evidente: afectan los negocios de los gobernantes en turno.
[pullquote]La conclusión a todo esto es terrible. […] Los otros, los actuales, podemos ser cualquiera. Nadie está exento. [/pullquote]
Por otro lado, tenemos el caso de los desaparecidos que lo son porque representan una posibilidad de capitalizar su cautiverio y desaparición. En este caso, los grupos del crimen organizado son quienes llevan la responsabilidad de los hechos, aunque no es raro que éstos se encuentren coludidos con las policías locales. Unas de las víctimas más afectadas en este sentido son los migrantes que cruzan el territorio mexicano en búsqueda de llegar a los Estados Unidos, estas personas se constituyen en víctimas en dos sentidos: como secuestrados que pueden ser liberados al pagarse un rescate, o como carne de cañón obligada a trabajar para los cárteles. Un texto aparte merece las desapariciones que tienen como motor la explotación de mujeres para el comercio sexual.
En el caso de los 43 normalistas desaparecidos en la ciudad de Iguala, Guerrero, hoy se sabe con certeza que la responsabilidad de su desaparición recae sobre los grupos del crimen organizado que operan en la zona, además de las policías municipales de las alcaldías; el Ejército, mientras tanto, se reserva la información que pudiera aportar a la investigación ante la sospecha de responsabilidad por omisión. La importancia que revisten «los 43», como ya se les llama coloquialmente, radica en que puso en evidencia mediática y ante la opinión pública cuestiones fundamentales para la comprensión del fenómeno de las desapariciones contemporáneas en nuestro país: la relación crimen organizado-gobierno, la inutilidad de la alternancia política de partidos en el gobierno, la omisión de las instancias federales, la falta de estrategia ante los problemas derivados por la presencia del crimen organizado, la diversificación de las fuentes de financiamiento de éste último más allá del narcotráfico; en suma, la crisis de confianza en las instituciones y en las figuras de gobierno que hoy nos aqueja a los mexicanos.
La conclusión a todo esto es terrible. La diferencia que existe entre los desaparecidos de las dictaduras militares y los actuales estriba en que los primeros respondían a un perfil específico: de alguna manera, esas personas representaban un riesgo para el sistema político impuesto en esos países. Los otros, los actuales, podemos ser cualquiera. Nadie está exento. Cualquier mexicano puede ser víctima de desaparición. Por criticar al gobierno, por ser una fuente de ingresos a través del secuestro, por ser susceptible de ser explotado en el comercio sexual, o, tristemente, por tener mala suerte y estar en el lugar equivocado. Vivimos tiempos aciagos.~
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