EL CASTILLO DE IF: Un animal literario verdadero e inclasificable

Un texto de Édgar Adrián Mora


 

Quizá si uno combinaba algo que no existía con algo que sí existía, resultaba algo nuevo. Una canción petrificada.

(Rafael Villegas, Animal verdadero)

RAFAEL VILLEGAS (Tepic, Nayarit, 1981) SE encuentra en camino de convertirse en un autor inclasificable. De añadirse al tipo de escritores cuya obra resulta tan variada en temas, tratamientos, recursos y preocupaciones que, más allá de poderse ubicar en alguna categoría estanca en términos literarios, generan una poética que los diferencia del resto. Un escritor de márgenes. Márgenes que tocan diversas aristas: la preocupación por la Historia y sus “evidencias” (y en muchos sentidos, por lo que Francis Fukuyama denominó en los confusos años noventa como el fin de ésta); la imaginación como conjunto de posibilidades casi infinitas; el diálogo interno que abreva del existencialismo; el fin del mundo como un tópico recurrente (veáse si no el universo construido en Juan Peregrino no salva al mundo (Paraíso Perdido, 2012); la simulación como parte inherente de las realidades desveladas por la narrativa de la ciencia ficción (evidente en Louisiana (Paraíso Perdido, 2013); la influencia que el arte audiovisual, y en específico el lenguaje y la historia del cine, tiene dentro de sus narraciones (interés que es evidente a partir del estudio profundo de tópicos no frecuentados por la crítica y la academia especializada; para muestra su ensayo Monstruos de laboratorio. La ciencia imaginada por el cine mexicano (Instituto Mexiquense de Cultura, 2014); y, de manera cada vez más clara, la forma en cómo la Historia es una fuente de historias cuya interpretación se puede desgranar en una cantidad tremenda de posibilidades para hechos cuya anécdota principal genera derroteros casi infinitos (esa pulsión fabuladora alcanza su cumbre en su experimento narrativo más ambicioso hasta el momento y en donde su obsesión acerca del “y qué tal si” genera un libro de relatos interesante y, en muchos sentidos, perturbador; hablo de Apócrifa (Paraíso Perdido, 2017) un volumen que son dos libros que es una historia).

Varias de esas preocupaciones se manifiestan en uno de sus más recientes artefactos, Animal verdadero (Ediciones B, 2017). Que la portada no los engañe. Ésta remite más a necesidades mercadológicas que a un reflejo fiel del contenido de esta novela. La historia aborda la biografía de Luther Morán en diversos momentos de su vida. Todos marcados por la condición extrema de sus experiencias. El desencuentro con el padre en la infancia, la condición de outsider en la adolescencia, la suerte aderezada con grandes dosis de ironía en el paso del umbral a la vida adulta, el retorno al origen en la madurez y la expiación final.

Es una historia que remite a temas que se han tratado en otros sitios, en otras obras, pero que acá se mezclan de manera tal que aquello que resultaría en pastiche no lo es; por el contrario, se configura una historia bien contada acerca de lo que la identidad (o la falta de ésta) representa. Hay un guiño a Rage de Stephen King en el motivo que desencadena todo el relato: la masacre de 23 personas en una guardería en los Estados Unidos. Lo que podría prestarse para ser una novela aleccionadora o terrorífica se convierte, de pronto y sin que el lector esté preparado, en otra cosa: en una novela distópica. Cuando todo apunta a la persecución de un criminal en apariencia sin motivos, la Historia experimenta una de sus jugarretas: China lanza bombas atómicas en territorio norteamericano y desata una guerra de proporciones mundiales que trastoca por completo la faz del planeta. El protagonista se enrola en un ejército que no es muy distinto al que hemos visto en acción en las pantallas, tanto de cine como de los noticieros “reales”. La guerra concluye y en el retorno, Morán arriba a su pueblo natal para toparse con la desolación, las ruinas y la aparición de cultos religiosos asociados a eventos realizados en un pasado que se percibe remoto, pero que no es más antiguo que la propia vida del personaje principal.

Rafael Villegas

Villegas se mueve con soltura y habilidad entre todos los referentes que, a cada página, aparecen de manera casual pero contundente: la ucronía de un mundo que termina como lo conocemos/conocíamos en 1998 y se transforma en un mundo alternativo en deuda tanto con El hombre en el castillo de K. Dick, como con los ambientes enrarecidos de Kubrick (más que de Burgess) en A Clockwork Orange, como con el exterminio evidente de La carretera de Cormac McCarthy. Entre todo eso que nos parece familiar pero que, al mismo tiempo, reconocemos como algo distinto, el autor se da el lujo de reflexionar sobre los temas más diversos: la volatilidad de la Historia, la guerra (“En la guerra todo es superstición. Se inventan formas de hacerla verdadera y sagrada. Porque no hay nada más ficticio y profano que la guerra”), la identidad sexual, los nacionalismos, la amistad, el bullying, la transitoriedad del cuerpo humano (“El cuerpo humano es fascinante sin piel. Uno se da cuenta de que todos nuestros defectos están en la piel. Dicen que la piel es un órgano, el más extenso de todos. El más horrible, también. Quizá el más horrible después de la vesícula biliar, verdosa y pequeña como un alimento que ha pasado demasiado tiempo a la intemperie”), la circularidad del destino de los sin suerte/ sin valor (“Me molesta esa… ¿cómo decir?, esa superioridad moral de los que se quedan donde nacieron. Es como esa gente que tiene sueños cuando es joven. De joven todo mundo cree que va a poder hacer lo que se le antoje. Y todo el mundo se cree el mejor hasta que llega la hora de hacer lo que se supone que ibas a hacer. Y entonces todo se va al diablo. Lo que eres capaz de hacer no se parece a lo que creías que podías hacer. Y bueno, cuando ya nada te sale, te das cuenta de que debes tener una esposa y un hijo. Una buena casa con un buen jardín, si se puede. Y con que el hijo salga vivo después de cumplir veintiún años significa que ya lograste algo en la vida”), la justificación de los propios pecados (“Ya de vuelta en nuestros campamentos, los soldados sobrevivientes debatimos si el enemigo también mea sus pantalones. La mayoría de las veces acordamos que no, que el enemigo no los mea, o los mea sólo cuando está muriendo. Son especiales, no son humanos. Entonces podemos salir a matar con más coraje y sin culpa alguna. También matamos por envidia. Los enemigos mueren, uno tras otro, con los ojos abiertos y las piernas mojadas”).

Eso contiene esta novela cuya portada podría engañar a algún adolescente incauto que busque escenas gore, sexuales y violencia a granel. No digo que el relato no tenga tales elementos, sino que eso no es lo más importante. Lo más relevante de esta historia, como en toda buena historia, es lo oculto, lo invisible, aquello que todos sospechamos, pero cuya presencia percibimos. En la novela de Villegas ese algo tiene, literal, forma de jovencito alado, descalzo y cubierto con un vestidito blanco. Si permitiéramos que nuestros fantasmas cobraran vida y se aparecieran como imágenes claras, seguro nos llevaríamos una buena sorpresa. Nunca tan buena como la lectura de este libro.~