Desde la trinchera femenina | Corresponsal de guerra
Un texto de Elisa Aceves de Ramery, @obviouslyawitch
No me tomo a la ligera mi título de corresponsal de guerra, y menos en tiempos tan serios como estos.
Comparto una realidad, muchas veces más terrorífica que la ficción, con todas las que somos mujeres en México – no, en el mundo. México es donde vivo, pero también respiro en los cuerpos de mis hermanas que están por todo el mundo.
El pasado 8 de marzo, que parece haber sido hace eones (les escribo desde mi encierro semi-voluntario causado por la pandemia del coronavirus,) salí a la calle, pañuelo morado al cuello, cartulina en mano…y leche en la mochila, porque habían amenazado ciertos grupos con atacar a las feministas con ácido. Compré leche en cartones. Compré comida, y bloqueador para compartir. Me fui de casa de mi madre, que me veía desde la puerta. Estuve con mis amigas, con las mujeres que escogería siempre para marchar. Marché con mis abuelas en mente, con mis alumnas en la mente. Marché con los nombres de Ingrid, Fátima, y las otras miles de mujeres silenciadas. Fuimos, como nunca, las voces de las que ya no están.
Las mexicanas salimos al grito de ya basta.
Vi caras desesperadas, sentí todo tipo de enojo, lloré hasta que me secaron los ojos, grité hasta que la garganta me ardió. Lo volvería a hacer un millón de veces, por cada una de las dos millones de mujeres que pintaron de violeta la Ciudad de México, y que se extendieron, como la gran ola morada y verde, por toda América Latina.
Al estruendo de los vidrios que se quebraban, los gritos de las mujeres, de admiración de parte de mi grupo, por el Bloque Negro, las feministas radicales, que tumbaron una por una las vallas.
Me abracé con una antigua compañera, y estuve muy cerca de llorarle en el hombro, llena de orgullo. Me decía que tenía ganas de bailar, y yo también.
Al llegar al Caballito, y al reunirnos con el contingente de la Universidad, nos enteramos que a una compañera la habían matado la noche anterior, en León.
La furia era tangible.
Hay una guerra en México contra las mujeres. Lo escribo desde el sofá, con días habiendo pasado desde la marcha, pero con las marcas de las ampollas todavía en los pies. Mi privilegio me permite estar aquí, hablando. Me permite estar detrás de una puerta cerrada, con una familia que, si yo fuera a desaparecer, tiene los contactos necesarios para, por lo menos, hacer un poquito de ruido.
No quiere decir que yo esté fuera de peligro, pero las mujeres indígenas, o correspondientes a sectores más vulnerables, están en un peligro muchísimo mayor que el mío.
El colegio donde enseño, para aquellos idiotas que piensan que es cuestión de escolaridad, tiene una epidemia de sexismo contra las estudiantes, y contra algunas de las maestras. En ese grupo estoy yo. Llegó a tal seriedad que, sin afán de hacer otra cosa que probar su punto y enderezar las prioridades de los altos manos, una alumna del último grado de preparatoria hizo circular una encuesta. Lo que apareció como resultado en la encuesta dejó fría y con ganas de llorar a más de una. Desde sexto de primaria – por favor lean lo que acabo de escribir – los niños están “calificando” a sus compañeras por sus cuerpos. Desde que salió este artículo del País en 2017, las cosas no han cambiado. Si acaso, han empeorado.
Las niñas, a su vez, están conscientes de esto, y aunque les guste llamar la atención de sus compañeros, preferirían hacerlo por su mente, por su risa, por su sentido del humor, y no por sus atributos físicos. Tienen 13 años. Prefieren dejarse el suéter puesto en época de calor; prefieren estar incómodas en su propia piel a que las estén mirando.
Mi corazón se partió en dos.
Esto corresponde a la primera parte de la encuesta. Estas niñas, a punto de convertirse en adultas muy jóvenes, no tienen permitido disfrutar su tiempo libre. Van de antro, a bailar, a tomar, a aprovechar su tiempo entre amigos…a vivir. Nueve de cada diez DE MIS ALUMNAS han tenido que decirle NO a más de un niño engreído que piensa que, por derecho divino de haber nacido varón, puede exigir besos, invitar tragos, hablar de una “friendzone”, y hasta ponerse violentos. Se les permite. Es más, entre ellos se alientan. Los vuelve masculinos, y deseables. ¿Y a ellas? A ellas…las convierte en voces quebradas, las convierte en exageradas, las convierte en lágrima, y las convierte en parias.
Ya, basta.
Los muchachos que no están en control de sus emociones, mezclados con alcohol y anexos, se vuelve un genuino peligro, y están en todas partes. No terminan de entender que no, es no. Que una feminazi no existe, más que en sus vocabularios machistas, incluida la RAE. Que no se trata todo de ellos.
Intento tener fe, porque existen quienes entienden. El problema, realmente, es la cantidad de violencia que ejercen los que no – que son mayoría. ¿Un ejemplo?
Un hombre fascista – sí, como los Nazis, casualmente – agredió a los grupos feministas en la marcha del 8 de marzo.
Esos dos pedazos de mi corazón se cuartearon un poco más. Yo estoy en la trinchera, ellas están bajo fuego, y nadie hace caso. Los radios están en silencio, aunque esto sea una guerra. Los políticos se llenan la boca, se califican de feministas. Deberían estar apenados, mentirosos infames.
Desde la trinchera, con los ojos llenos de lágrimas, su corresponsal. No vuelvo a ausentarme tanto.~
Love from the US, mi prima!!! We all battle in the trenches with you!
And shame to those moron schoolboys rating their classmates! They need to learn a new definition of masculinity.
Orgullosa de leerte y ver que tu convicción de hacer una diferencia en este mundo y a tu alcance crece cada día mas, love you my ⭐️ !
Siempre es importante hablar desde nuestra pequeña trinchera y propiciar la reflexión en las personas que nos rodean. Siendo maestra me da gusto que utilices ese espacio para generar debate y dar voz a cosas que de otra manera se quedan calladas. Sigue adelante, generando, cuestionando…