De lo real a lo surreal, y la relatividad de la locura

Un texto de Jacqueline Erazo Flores

 

AHORA, A PUNTO de rendirme y a punto de entregarme a la domesticación o a los brazos de la categorización convencionalista, a punto de cantar baladas románticas frente al espejo o casarme incluso, un recuerdo lejano llega a mí, desde la juventud, y como siempre, me salva…

De pronto se me ocurrió redactar mi tesis de maestría sobre la obra de Luis Buñuel, «El Ángel Exterminador». Sí, yo también reí la vez en que se me ocurrió; empecé con toda la emoción e ingenuidad del mundo, con toda la vehemencia y la fe de escribir algo históricamente relevante, y en este contexto, mientras ahondaba en la investigación, empecé a sentir que mi «escudriño epistemológico» se fue convirtiendo en otra cosa y llegó a una nueva etapa.  Una nueva etapa de curiosidad creativa infantil. Estamos hablando de Buñuel y el Ángel Exterminador, la obra magna e ícono del cine surrealista. Documentos largos, entrevistas, archivos, extensos libros, audiovisuales, películas y de pronto,  me acerqué al Buñuel humano, al ser salvaje y al domesticado, y fue en ese momento en que mi emoción comenzó a menguar.

Si he de ser honesta, admiro a la gente con fe, porque para mí, la fe tiene que ver con surrealismo, es decir, con algo que se encuentra profundamente arraigado a el instinto de supervivencia. Un mecanismo para evadir la hostilidad que puede representar a veces la realidad, un elemento catártico que te ayuda a no autodestruirte. Para investigar sobre la vida de Buñuel fue necesario acercarse a él con toda la objetividad que me enseñaron en la facultad, si esto puede sonar serio. Indagando entrevistas y documentos pasados, pude encontrarme con afirmaciones aparentemente salidas de una película de Hitchcook, y ahí precisamente, cayó el ídolo. Pude perder la fe y entrar en un estado de limbo, un estado parecido a esa necesidad de cantar baladas románticas frente al espejo –bueno, no seamos tan fatalistas–. Simplemente mdi cuenta lo que significa la condición humana, con todos sus matices; y fue en ese momento  donde —pienso— que, a lo mejor, el surrealismo ha sido y será la salvación del trozo de humanidad, un elemento catártico, una especie de locura.

Creo que, alejándonos de misticismos (es inevitable en este contexto recordar mi niñez)  todos los niños los maestros del surrealismo. Es obvio, no solamente porque un niño puede crear mundos lejanos a la realidad sino porque los adultos no logran comprender la  magnificencia de su surrealismo; y es que, en este caso, los absurdos y antagonistas son los adultos. Para comprender estos silogismos carentes de una buena porción de lógica convencional es necesario remitirnos a la magnífica obra de Abbas Kiarostami, «¿Dónde está la casa de mi amigo?»

fotogrma_Donde_esta_la_casa_de_mi_amigo_ Abbas_Kiarostami

fotograma “Dónde está la casa de mi amigo”, de Abbas_Kiarostami (1987)

Es claro que esta es una película realista pero echemos un vistazo al mundo del pequeño protagonista. La película narra de una forma sencilla un evento que puede llamarse cotidiano, un niño sale de su casa en busca de la casa de su compañero para devolver el cuaderno que accidentalmente se ha llevado en su mochila, pues tienen tarea para el día siguiente, y si su compañero no entrega la tarea será expulsado de la escuela. Las peripecias que el niño enfrenta a través del camino a casa de su amigo resultan familiar a la infancia, pero increíblemente para todo adulto significa  profundos cuestionamientos. Cuando escuchamos hablar a la madre y a los adultos antagonistas  al niño nace en mí un impulso y  la inmensa necesidad de explicarles lo estúpidos que todos ellos son al no comprender la importancia de la misión del niño.

El pequeño finalmente no encuentra la casa de su amigo, pero al siguiente día cuando el profesor revisa la tarea, vemos que el niño ha realizado las dos tareas, la suya y la de su amigo. Aquí culmina la película, cuando el protagonista ha salvado a su compañero de ser expulsado.  Pero, claro, para un adulto resulta extraño las premisas con las que el  pequeño se mueve por el mundo, por ejemplo: su compañero necesita su cuaderno y él debe entregárselo para que no sea expulsado. Razón suficiente para que el  niño haga lo necesario para impedir tal suceso. Otra premisa, la aldea vecina en donde vive su amigo no debe estar lejos, seguro la encontrará, o le preguntaría a un adulto, ellos, al parecer, lo saben todo. Todas las rutas, cada adulto, animal y piedra del camino se convierten en un oponente. A medida que el pequeño descubre la hostilidad del medio, un medio conformado por adultos, comprende también que hay algo que está fuera del control de los adultos, y es su fuerza de voluntad y su determinación, el mundo al que él se aferra, la que no se deja convencer por la indiferencia de su madre hacia su misión o de su abuelo, tampoco de las amenazas o la falta de interés; él ha creado su mundo. Todas las respuestas son ociosas e indiferentes por parte de los adultos ante la insistente pregunta del niño «¿Dónde está la casa de Nematzadeh?» En este contexto, el surrealismo viene a ser lo puro, lo más sublime, lo más elemental y refinado a la vez. La misión que emerge desde lo más profundo de nuestros sueños y pesadillas, nuestros motivos y nuestros rechazos, algo que en el mundo habitual, los adultos difícilmente comprendemos; o escondemos, porque las razones y la lógica nos han dado un nuevo protocolo.

Los sueños, la realidad subjetiva de un niño o las pesadillas más perversas de una ama de casa reprimida, convierte al surrealismo en una realidad más elocuente y maravillosa a la que podemos aferrarnos quienes resistimos.

Personalmente creo que la perfección del surrealismo se encuentra en la niñez. En ella el surrealismo nos salva, y me remito, ingenuamente, a la historia de una niña que, cada día a la media noche observaba iluminarse el espejo donde se abría un portal, miraba claramente a  diminutos personajes caminar por el dintel de la ventana; y ni hablar de la vez en que un ave  volando se acercó  a hablarle y le comentó que se llamaba Ferrera y que le acompañaría a lo largo de su vida para cuidarla; «cosas de niños» o «delirios», sin embargo surrealismo presente. Es rechazo onírico ante una sociedad absurda, pero «civilización» al fin.

A lo mejor, como dice Poe, la vida no es nada más que un sueño dentro de otro sueño. Quién sabe, a lo mejor mañana me encuentre con Ferrera y me rescate volando lejos de la hostilidad de lo que representa vivir en un «mundo posmoderno».

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Y bueno, sobre mi investigación de la obra de Buñuel, existe un sinnúmero de elementos que podría analizar, sin embargo, ninguna cualidad de las que he encontrado en Buñuel me parece tan grandiosa como la de «ser como un niño», como muchos de sus colaboradores y conocidos lo describen. Prueba determinante de que nuestro niño interior y sus preguntas ante las situaciones son las más lógicas pero a la vez absurdas para este mundo. Remitiéndome nuevamente al film del magnífico Kiarostami, extraigo unas sencillas preguntas infantiles: ¿Por qué nadie acompaña al niño?, ¿por qué a nadie le importa que el niño entregue su libro a su compañero?, ¿por qué nadie puede ayudarlo para que no lo expulsen de la escuela? Igual que en el Ángel exterminador: ¿por qué nadie sale de la habitación? ¿Por qué nadie hace algo para impedir lo que está sucediendo?; de hecho, Buñuel, en una de sus entrevistas, afirmaba frente a su propia creación: «¿Por qué no se entienden? ¿Por qué no llegan juntos a una solución para salir de la casa?».

En la actualidad, un niño tendría muchas otras preguntas, ilógicas aparentemente pero totalmente válidas, surrealismo total.~