Un huerto en la azotea

«Pero, ¿me dices en serio que en reuniones de vecinos como ésta se pueden consensuar cosas?» Francisco Romero nos cuenta sobre Cohousing.

Raúl arrastraba sus pasos por la calle porque no tenía ninguna prisa por llegar a su destino. No quería llegar a casa. Sabía que ya le estaban esperando, y que alguno ya le estaría criticando por no estar, pero a él le daba igual. Si no fuera por María se habría hecho el enfermo o hubiera puesto alguna excusa de que tenía mucho trabajo para no asistir a la reunión, pero ella seguía insistiendo en que era su obligación como vecinos, aunque les quedasen solo unos meses para cambiarse de casa.

Cuando reparó en que la abuela Micaela le decía adiós mientras le adelantaba, se avergonzó de lo despacio que andaba. Las farolas de la calle aún no se habían programado para ajustarse al nuevo horario de invierno y Raúl creía que la oscuridad le hacía pasar desapercibido. Pero no. Si la abuela Micaela le había reconocido, cualquiera en la calle podría adivinar lo que pasaba. Raúl empezó a sospechar que todo el mundo le apuntaba con el dedo y le miraba con reproche por su actitud.

—¡Mira a ese! Con tal de no llegar a la reunión de vecinos.
—¡Qué vergüenza!
—Y nada menos que el día que se decide lo del ascensor.

Raúl apretó el paso. Al rebasar a la abuela Micaela le devolvió el saludo. No es para tanto, se repitió tratando de convencerse a sí mismo, la del año pasado no fue tan mal. Sí, es cierto que Pilar la del tercero insultó al presidente de la comunidad y se fue dando un portazo, pero hace unos meses volvieron a hacer las paces y ya se saludan por la escalera. Suponía que era porque ahora habían hecho migas: ambos estaban de acuerdo en cambiar el ascensor que ya estaba viejo. Habían hecho una verdadera campaña casa por casa para que hoy se aprobara la obra porque los vecinos del bajo y del primero decían que no era prioritario, que antes que el ascensor tocaba pintar la escalera.

Lo peor era que hasta que no supo de la existencia del Cohousing todo esto le parecía de lo más normal. Él era uno más dentro de ese mal rollo generalizado que desprendía la comunidad entera. Pero ya no. Ahora entendía perfectamente que las malas relaciones entre vecinos eran lógicas porque todo estaba diseñado para que fuera así.

Cuando decidieron cambiar de casa tras el nacimiento de la pequeña, siguieron la pauta habitual. Visitar decenas de portales en internet para dejarse los ojos en cientos de fotografías de pisos y más pisos, hasta no llegar a distinguirlos. Exterior muy luminoso, tercero sin ascensor, finca con portero, bien comunicado, 3 habitaciones, a veinte minutos del centro, 2 baños, calefacción central, excelentes vistas, piso muy céntrico, reformado, comunidad tranquila… todos descritos igual, todos cortados por el mismo patrón, da igual que fuera de segunda mano o recién se fuera a construir, todos pensados para cualquiera.

Fue sin querer como acabó en una web que le hablaba del Cohousing. No había fotos de casas, ni precios, ni calidades… solo personas. Gente que explicaba cómo le gustaría vivir y que buscaba otra con inquietudes similares.

—María, tengo que contarte algo realmente sorprendente.

Aun recordaba la cara de ella. No hizo falta mucho para que se entusiasmase con la idea.

—Esta gente reúne a personas que están buscando casa en una zona determinada y con un nivel adquisitivo similar. Las junta y pregunta ¿cómo quieren vivir?
—Así, ¿sin más?
—Parece que es más fácil de lo que pensamos.

Los hogares son mucho más que casas. Mucho más que espacios limitados por paredes. En los hogares se forjan las relaciones más importantes de una vida, se ama, se quiere, se comprende y se perdona. En un hogar se cría a un hijo y se le educa, se le ve crecer y desarrollarse. En un hogar se es feliz… y aunque Raúl seguía argumentando, hacía mucho tiempo que María le había comprado la idea.

—Imagínate vivir en una casa ecológica con grandes espacios comunes donde nuestros hijos jueguen o con un jardín.
—Pero, ¿cómo es eso de que nosotros vamos a diseñar nuestra casa? ¿No será algo para arquitectos?
—No, María, esos entran luego en juego. Lo que vamos a hacer es decidir todas y cada una de las cosas importantes de nuestro futuro hogar junto a los que van a ser nuestros vecinos. El tamaño de nuestra casa, las zonas comunes, dónde queremos vivir, cuánto podemos pagar… ¡todo!
—¿Incluso un huerto?
—Sí, María, incluso un huerto. Será la casa que siempre soñamos…

Entrando en el cuarto de reuniones de la comunidad de vecinos, aun le duraba la sonrisa y eso no le ayudó. Varias caras se volvieron hacia él reprochándole ese gesto frívolo en un debate tan serio como el del ascensor. ¿De dónde vendría a estas horas? Se sentó junto a Sara, su vecina de al lado.

—Buenas tardes —susurró— ¿Me he perdido algo?
—Lo de siempre. Doña Engracia contra el Presi. 1-0. ¿Y tú? ¿Vienes del Taller de Cohousing?
—Sí. Acabamos de decidir que tendremos una lavandería común para todo el edificio.
—¿De veras?
—Sí, en la azotea.

Sara le miró sorprendida.

—Pero entonces, ¿no ibais a poner el huerto también arriba?
—Sí, pero hemos hecho un Taller de Espacios Comunes y hemos visto que caben ambos. ¡Ah! Y un comedor colectivo para las fiestas.
—Pero, ¿lo habéis votado ya?
—No, no votamos. Lo hemos consensuado. Es gente muy maja…

Sara le miraba con la boca abierta.

—Pero, ¿me dices en serio que en reuniones de vecinos como ésta se pueden consensuar cosas?
—Es que no tiene nada que ver. Yo llevo un año ya trabajando con los que van a ser mis vecinos, pactando las normas de convivencia, llegando a acuerdos, confrontando intereses pero con buena voluntad… ¡Si hemos hecho ya hasta tres fiestas! ¡Les conozco mejor que a esta gente con la que llevo diez años de vecino!
—¡Yo me voy con vosotros! —gritó Sara sin darse cuenta.

Todos en la sala giraron su cabeza hacia ellos en forma de reprobación. La votación había comenzado y Sara y Raúl no se habían ni enterado. Algunos mantenían la mano en alto y esperaban que pidiesen perdón por interrumpir el momento cumbre de la reunión: la votación sobre si había que cambiar o no el ascensor.

El presidente tomó la palabra. Serio, contundente.

—Entonces, Sara, Raúl, vosotros qué votáis: ¿Hay que cambiar o no hay que cambiar el ascensor?

Raúl se levantó asiento y dijo:
—Lo que hay que cambiar es de vida.

A continuación, se levantó, dijo adiós con la mano y mirando a Sara le preguntó:
—¿Te vienes?

Sara recogió sus cosas, y salió junto a él de la sala entre risas.

El Presidente se encogió de hombros y siguió la reunión:
—Queda aprobado el cambio del ascensor por 8 votos a 6.

—¡Hay que joderse! —sentenció Doña Engracia.~