Llueven piedras
«La realidad es áspera, como la literatura. No hay realismo mágico, sino simple realismo. Si en Macondo llueve cien días o cien años, si en Comala el silencio, el polvo y la vida son relativos, si en Gopalganj llueven piedras, si existe una ciudad con ese nombre… La realidad es áspera, como la literatura. Todo es un cuento.»
1986. MIENTRAS EN MÉXICO se ensayaba la inauguración del mundial de futbol, en Gopalganj, cerca de la frontera de India con Nepal, cayeron granizos de un kilogramo que mataron a cien goliaths involuntarios, trajeran paraguas o no.
Hubo al menos una persona que decidió quedarse en casa para no mojarse y cancelar una cita con el médico. Hoy está viva. Otra, en cambio, quizá una mujer acostumbrada a la lluvia, salió con tranquilidad a la calle y murió después de haber visto extrañada cómo cuatro o cinco pelotas de hielo se estrellaban cerca de ella antes de que una cayera directamente sobre su cabeza fracturándole el cráneo. Quizá se pudo observar, de haber estado ahí, cómo la vida se le escurría de ese lugar que ocupa dentro de la cabeza y se confundía, río de lodo abajo, con el agua. Alguna planta se habrá alimentado de ella durante la primavera siguiente.
Mientras en la calle el murmullo era un coro de gritos, Mutah calentaba agua para hacer un té. La lluvia de guijarros podía haber sido una lluvia de sapos, qué tanto da. Mutah miraba cómo el agua se iba pintando de color ocre dentro de la taza y saboreaba ya los olores del té de especias al tiempo en que se miraba los dedos de los pies. Se preguntaba cuántos días habían pasado desde la última vez que se cortó las uñas. Confundió el grito ahogado de un niño sin padres, muerto por un granizo, con el gruñido opaco del cerdo que tenía amarrado al poste del patio de atrás. Se está mojando el cerdo, pensó; pero también pensó en que le hacía falta una buena enjuagada. Lo dejó a la intemperie y el cerdo, más por azar que por destino, sobrevivió la tormenta.
La casa de Mutah era de cemento firme. Una construcción sencilla pero bien hecha. Los golpes se escuchaban apenas como lejanas pisadas de elefante. ¿Qué le hace el hielo al concreto? Para él, la anormalidad apenas rozó la cotidianidad sin inmutarla. No se enteró de lo que pasaba afuera. Abrió el libro que había dejado separado con un pedazo de papel y continuó su lectura, arrullado por lo que en su cabeza se formó bajo la palabra aguacero pero que otros entendían como una señal del apocalipsis.
El libro era La ciudad de Dios, de E. L. Doctorow. Un párrafo exponía una idea interesante: si la religión moderna está abierta al menos a la posibilidad de que otra fe sea la verdadera y, de ese modo, abre sus puertas a la convivencia de religiones, ese mismo hecho supone que la elección por una fe específica es una elección meramente estética. Es decir, que la idea de tolerancia implica que las historias que fundamentan una religión –que el creyente acepta como dogmas― son simplemente las historias que más le han gustado de entre todo el elenco de posibilidades que se hallan en el devenir de la humanidad. Si uno es cristiano es simplemente porque le gusta más la historia de Cristo que las demás, no porque le parezca más verosímil. Eso leyó Mutah, que reflexionaba con recelo. Él no era cristiano, sin embargo.
Al otro día –porque Mutah se quedó dormido leyendo sin haber terminado de beberse el té― se enteró de los granizos. Demasiado tarde para asustarse. La cosa pudo no haber sucedido y Mutah hubiera seguido siendo el mismo hombre, casi exactamente.
Ahora detengámonos un segundo. Piense que si todo esto hubiera estado escrito en un libro de cuentos, se habría calificado de retrógrada y anacrónico realismo mágico, que no aporta ya nada a la historia de la literatura occidental. Pero no, ocurrió de verdad. No sé si el hombre del té se llamaba Mutah o si el cerdo era en realidad un perro: lo demás, ocurrió. Piense también esto: la mujer no murió en el segundo párrafo, murió de verdad en una calle de Gopalganj. El niño también. Por favor, piense un segundo en él. Piense en la muerte. En los familiares de la mujer sin nombre. Piense en ese cerdo que sobrevivió amarrado a un poste como un militar enjuiciado. Piense que en la Biblia se narra una lluvia de ranas. La Biblia es también realismo mágico.
La realidad es áspera, como la literatura. No hay realismo mágico, sino simple realismo. Si en Macondo llueve cien días o cien años, si en Comala el silencio, el polvo y la vida son relativos, si en Gopalganj llueven piedras, si existe una ciudad con ese nombre… La realidad es áspera, como la literatura. Todo es un cuento.
Por lo demás, resulta un desperdicio hacer la distinción taxonómica de realidad y ficción cuando ambas son tan brumosas y tan prescindibles. Cuando hay una historia escrita, no importa si en realidad ha sucedido o si pudiera suceder. En un tiempo suficiente –un tiempo infinito― todo lo contingente se vuelve necesario. Y el tiempo probablemente sea infinito. En esa contingencia encaja lo increíble. En dos palabras: lo increíble se vuelve necesario con el paso del tiempo. Lo imposible sólo es imposible mientras no suceda. Como una lluvia de ranas o de piedras.
Para terminar, le ruego se quede con dos cosas. Primera: usted no acaba de leer un cuento. Y también, tangencialmente: la fe es una bola de hielo cayendo cada tanto en nuestro cráneo metafísico, no salga a la calle cuando esté sucediendo.~
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