Las fosas comunes| #Ayotzinapa

(Reflexiones apresuradas -de Édgar Adrián Mora– acerca de los últimos  acontecimientos en Ayotzinapa, Guerrero)

El único análisis que necesitamos es que nos están fregando y hay que organizar al pueblo para contestarles.
(Lucio Cabañas, finales de los años sesenta).

 

(Este texto aborda algunas reflexiones derivadas de los hechos recientes desarrollados en el Estado de Guerrero: la desaparición forzada de 43 estudiantes y la muerte de otros 6, todos alumnos de la Escuela Normal de Ayotzinapa. Así como el descubrimiento, en días recientes, de fosas comunes en las que se hallaron varias docenas de cuerpos. Se presume que tales cuerpos son los de estos estudiantes, pero la confirmación oficial no ha llegado).

 

Marcha por los estudiantes | Fotografía: Manu Ureste / Animal Político

Los primeros cuerpos encontrados mostraban señales de tortura. No habían sido solamente ejecutados. Testimonios recuperados narran que varios de los jóvenes fueron golpeados, quemados vivos, desollados. ¿Por qué tanta saña en estos asesinatos? ¿Cuáles son las razones que impulsan a una persona a renunciar a cualquier empatía con los demás y asumirlos como objetos sobre los cuales se pueden cometer los actos más atroces? Más allá de los motivos de la psique individual podemos acercarnos a una explicación que se relaciona con el poder y la manera en cómo se ejerce éste. La brutalidad con la cual un crimen es ejecutado representa un mensaje. El mensaje, o uno de éstos, es: «lo hago porque puedo hacerlo y porque sé que no seré castigado por ello». El crimen en este país opera en la impunidad. Mientras se concentran esfuerzos por llevar adelante reformas en campos sociales y económicos, se soslaya, se ignora o se niega la necesidad real de reformar el aparato de justicia. Las policías de investigación, las custodias de las penitenciarías, los jueces de todas las instancias. La corrupción y la impunidad se alimentan una de la otra. Y no se consumen entre sí, contra todas las leyes de la física crecen en la misma medida. Hoy son monstruos de dimensiones gigantescas.

 

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Una de las cuestiones que han llamado mi atención de acuerdo a los últimos reportes emitidos desde los medios tiene que ver con la participación de expertos forenses provenientes de Argentina para la identificación de varias decenas de cuerpos encontrados en fosas clandestinas cercanas a la cabecera municipal de Iguala, Guerrero. En ese país el desarrollo en las habilidades para la identificación de cuerpos responde a las consecuencias que dejó la última dictadura militar que experimentaron en aquellas regiones. Fosas comunes que, junto con la inmensa tumba en que se convirtió el mar aledaño al Río de la Plata, arrojaron la posibilidad de identificar a alguno de los 30,000 desaparecidos que el proceso había dejado como saldo ignominioso.

No sólo llama la atención la manera en cómo estos profesionales se integran a los trabajos de identificación de los cuerpos, sino la manera en cómo se ha designado a los estudiantes que fueron bajados de camiones y subidos a otros vehículos para internarse en los caminos de la incertidumbre: desaparecidos. La palabra tiene fuertes resonancias en América Latina: refiere a la manera en cómo los Estados terroristas bajo la forma de gobiernos de facto pretendieron exterminar la resistencia de la oposición a sus gobiernos. Ante el reclamo de madres desesperadas que clamaban por información acerca de sus hijos, a quienes sabían militantes de guerrillas y grupos de oposición clandestinos, el general Rafael Videla, cabeza visible de la Junta Militar del ’76 en Argentina, atinó a responder: «No están muertos y no están presos. Están desaparecidos». El desaparecido es la figura ideal de combate a la oposición: no hay presos de quien reclamar su liberación, ni muertos martirizados a quienes convertir en símbolos de lucha. El limbo en el cual el desaparecido se sitúa aprovecha la urgencia de la búsqueda para la disolución y el olvido de las demandas que originalmente se hacían.

 

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Resulta curioso, sin embargo, que en México, más allá de procurar la permanencia del anonimato, se busque (y la mayoría de las veces se consiga) desvelar la identidad de las víctimas. Las sospechas acerca de los macabros hallazgos de ejecuciones masivas y la identidad de esos cuerpos suelen confirmarse. Aparecen entonces los nombres y apellidos. La indignación generalizada se manifiesta en las pláticas cotidianas, en la maldición entre dientes mientras se escucha-ve-leen los noticieros y en la militancia cómoda que las redes sociales han inaugurado para nuestro tiempo. Pero no va más allá. Pareciera que la indignación se mezcla con una especie de resignación con respecto de lo que asumimos como normal. La normalización del terror trae consigo, también, la renuncia a intentar detenerlo. Asistimos como testigos privilegiados (y aquí aclaro que tal reflexión la hago como habitante de la ciudad de México, ese territorio que se supone inmune a los terrores asociados a las acciones del crimen, hasta ahora) al momento en el cual el terror toque a las puertas y se convierta, para todos, en una cuestión normal. Una apatía que se combina con una especie de entrega, despojada de voluntad, al azar y «lo que tenga que venir». Los ecos del corrido revolucionario de «La Valentina» resuenan con mayor ímpetu en el grito carnavalesco de la borrachera inconsciente: «Si me han de matar mañana, que me maten de una vez».

 

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Provengo de una familia de maestros. Mis tíos, primos y varios amigos cercanos se dedican a la docencia. Algunos de ellos egresaron de las Escuelas Normales. Una de las cuestiones fundamentales que no se mencionan actualmente es que estas instituciones representan, en muchos puntos del país, la única alternativa de los jóvenes que quieren extender su formación educativa más allá del nivel medio superior. No importa la vocación o las competencias que se tengan para enfrentar los retos que implica la carrera docente: si no se quiere terminar laborando bajo los rayos del sol en un medio agrícola devastado por la migración y las políticas gubernamentales, la opción que queda es buscar ser maestro.

Las Escuelas Normales nacieron bajo el signo del proyecto educativo de corte socialista impulsado por Lázaro Cárdenas del Río bajo su gobierno (1934-1940, el primer sexenio de los que vendrían después). Implicó un reajuste a la política de los «misioneros alfabetizadores» que José Vasconcelos había echado a andar en los primeros tiempos de la Revolución triunfante. Era necesario profesionalizar la enseñanza y llevar educación a las zonas más alejadas del país. De ahí que varias de las instituciones formadoras de docentes se encuentren en zonas que derivaron centros de relación y dispersión para los profesores que se internaban en las montañas más alejadas de lo que aún concebimos como «civilización». Esa idea de «lo civilizado» es el principal obstáculo que enfrentan los maestros rurales al intentar conseguir algo de empatía por parte de sus críticos más acérrimos que no pueden concebirlos más que como «mugrosos y revoltosos». Las normales rurales surgen en un contexto de pobreza, en zonas en donde la lógica caciquil (herencia también de la Revolución y que hoy asume el eufemismo de «clase política») impera en beneficio de sus propios intereses, están dirigidos a atender a una población despojada por completo o en parte de los requisitos básicos de sobrevivencia (alimentación, seguridad, salud, techo digno), y, en tiempos recientes, en donde manifestaciones como el narcotráfico y el crimen organizado extienden sus tentáculos de manera cada vez más desafiante (en algunos casos) o coludida (en otros) con respecto de los actores del Estado.

Un Estado, por otro lado, que en la forma que actualmente toma, decide y afirma que la educación requiere una reforma de fondo. Una reforma que se plantea como una cuestión idealizada en donde lo que salta a ojos vista es la disparidad de criterios con los cuales se piensan «medir» los resultados de todo un sistema educativo. En donde los referentes que tienen los encargados de la elaboración de tal reforma son los de una educación urbana, privilegiada con respecto de la situación de los planteles rurales y, en algunos casos, comparada de manera injusta con los estándares de la educación privada a la que han tenido acceso. Nadie habla de escuelas sin baños, sin piso firme, sin pizarrones, sin sueldos seguros para sus profesores. Es más, nadie habla de escuelas sin escuela: los grupos de chiquillos que se juntan bajo la sombra de un árbol (a falta de edificio) a intentar entender qué es lo que el maestro quiere transmitirles. Eso también es una escuela. Y el maestro que está allí, casi con seguridad, ha egresado de una Normal Rural.

 

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Dice Diego Osorno en una de sus últimas columnas que la escuela de donde salieron los estudiantes desaparecidos es incómoda para el poder porque sus aulas (y sus dormitorios, la escuela es un internado para varones) albergan estudiantes que son lectores, críticos y, sobre todo, jóvenes. Que se reconocen como iguales al comparar los contextos de los cuales provienen: en general, sectores marginados, urbanos y rurales, de la sociedad mexicana. Que creen con honestidad que pueden conseguir un cambio en el sistema. Como jóvenes no tienen miedo de gritar, de enfrentarse a las autoridades, de desafiar lo que al parecer es su destino manifiesto: conservar la situación de marginalidad de ellos y sus familias. Hasta hace poco las protestas de estos grupos, unidas a las de los profesores agrupados bajo la Coordinadora  Nacional de Trabajadores de la Educación que tiene presencia importante en la zona y varios de cuyos integrantes son egresados de esas normales, habían sido ignoradas o «capoteadas» de acuerdo a los usos y costumbres que el particular ejercicio de la política tiene en estas regiones.

Este sexenio, como retorno del régimen político que durante 70 años se encargó de hacer posibles las demandas de la Revolución en la misma medida en la que se dedicó a socavarlas, marcó desde sus primeros días el cariz autoritario que confirmaba sus orígenes. De tal manera, con la anuencia y la complicidad de algunos gobiernos de los Estados, la represión a los movimientos sociales ha sido cada vez más evidente, con un crecimiento en las incidencias (presos, golpeados, asesinados, desaparecidos). Sólo por hacer un recuento: 1 de diciembre, desalojo del Zócalo de los profesores en contra de la reforma educativa, represión del gobierno de Guerrero en la manifestación de la Autopista del Sol, el asesinato de un menor de edad en Puebla… y Ayotzinapa.

El caso de Guerrero tiene particular importancia por una cuestión que entra en los terrenos de la antropología y la cultura: es cuna de hombres y mujeres en donde la violencia, la hombría y el no dejarse abusar conforman su identidad como colectivo. Los guerrerenses son altivos y dispuestos a defender hasta sus últimas consecuencias aquellas cosas en las cuales creen fervientemente. Una de esas causas es, sin duda, la justicia social. Es en Guerrero, en la montaña, donde se gestaron dos de los movimientos guerrilleros que, sobre todo durante los años setenta, intentaron oponerse a las medidas que el gobierno central tomaba en detrimento de sus libertades políticas. Ahí las guerrillas de Lucio Cabañas y Genaro Vázquez, a través del Partido de los Pobres, intentaron revertir los abusos que los gobiernos en turno realizaban en Guerrero. Ambos guerrilleros estuvieron ligados a la docencia, uno como profesor rural y otro, además, como dirigente sindical. El dato de esta coyuntura: los dos fueron egresados de la Escuela Normal de Ayotzinapa.

 

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A esta situación hay que añadir la presencia del crimen organizado como otra de las cuestiones normalizadas de la violencia en este país. A nadie extraña, y de hecho siempre se espera, que el crimen aparezca como uno de los elementos involucrados en acciones como matanzas, secuestros, torturas y desapariciones. Algo que también se prevé, de manera trágica para un país supuestamente democrático, es la complicidad de las autoridades con esos grupos. Las últimas investigaciones apuntan a que uno de los principales responsables de la desaparición de 43 estudiantes de la normal de Ayotzinapa es el presidente municipal, hoy con licencia y prófugo, y a quien ya se le había imputado, con anterioridad, el asesinato directo (vía un escopetazo) de un líder social asociado, paradoja cada vez más frecuente, a su propio partido.

El crimen organizado domina gran parte del territorio. Ya no solamente las zonas de tránsito y comercialización de sustancias prohibidas. Sino también el mundo rural en el cual las materias primas para la producción de esas sustancias se habían cultivado sin mayores contratiempos y sobresaltos a partir del auge del consumo de estupefacientes. A eso se añade la extorsión, el secuestro y el despojo de propiedades que proceden de actividades lícitas y que se convierten, de la noche a la mañana vía la coerción de las armas, en parte del aparato dirigido al lavado de dinero procedente de ese conjunto de actividades que hoy se identifican bajo el eufemismo de “crimen organizado”.

El gobierno de Felipe Calderón abrió la puerta a la proliferación y la radicalización de los métodos de estos criminales. El gobierno actual legitimó la presencia de otros factores que más allá de solucionar el problema lo vuelven más complejo: la anuencia con respecto de las autodefensas paramilitares en las cuales se sospecha de la presencia de elementos asociados a grupos del crimen; la centralización del poder policíaco, lo cual implica una administración vertical de la violencia del Estado, pero también la estratificación del reparto de las ganancias de sus complicidades. Y no es una cuestión de partidos: todos tienen metidas las manos, de manera directa o indirecta, en este cambalache.

 

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Ante todo este terror, la pregunta que muchos terminamos haciéndonos es ¿qué hacer? La opción más cómoda es quedarse quieto a ver cómo arde el mundo y consumirse en éste. La mayoría elegimos, en la derrota de nuestras capacidades, ese camino. También está la manifestación pública, el tomar las calles. Lo hemos hecho de manera frecuente y no ha pasado más allá de la euforia momentánea, del goce de la experiencia. Sin un plan real acerca de qué es lo que queremos hacer, con qué sustituir eso que no funciona, será muy complicado dar continuidad a la transformación de este purgatorio. La disciplina no es nuestro fuerte. El asumir responsabilidades tampoco. Siempre esperamos que los demás resuelvan todo. Y hay muchos dispuestos a hacerlo, pero no son ni suficientemente fuertes ni todos los que se requieren. Terminan devorados por el sistema u olvidados cuando la coyuntura muda de formas. La protesta de los politécnicos por su particular reforma educativa encubre el juicio por la ejecución sumaria de ciudadanos por parte de algunos miembros del Ejército en Tlatlaya, las protestas contra la destrucción del patrimonio arqueológico en Cholula encubre el juicio contra los responsables del asesinato de un adolescente en Chalchihuapan. No se nos da el atender varias cuestiones al mismo tiempo, mucho menos ver la urgencia de lo que dibuja todo ese conjunto de acciones reales y sobrepuestas. Ante todo este terror, nos queda preguntarnos ¿qué noticia será lo suficientemente grave o importante como para encubrir los crímenes llevados a cabo en contra de los estudiantes normalistas de Ayotzinapa?̴~

 

Fotografía ‘Marcha por los estudiantes’ Manu Ureste | Animal Político