La imposibilidad del glam
Acabamos de «inventarnos la Literatura Glam», Ruy Feben.
UN RÁPIDO EJERCICIO de asociación: ¿en quién pensamos si hablamos de literatura hippie? Allen Ginsberg, Timothy Leary, Ken Kesey. Muy bien. ¿Punk? Anthony Burgess. ¿Y si pensamos en literatura grunge, en las letras de la Generación X? Acaso vendrán nombres como Douglas Coupland o Chuck Palahniuk. Y así, si repasamos los movimientos musicales del siglo XX, a casi todos podremos asociarles sin demasiada dificultad una contraparte literaria. Desde el jazz hasta el brit pop y el hip hop, la música, que más que un arte es como una serie de enormes lagunas en cuyo interior siempre viven cardúmenes de colores extraños, suele hacerse siempre de playas literarias.
Hay excepciones, claro. Y entre ellas, acaso la más notoria es la del glam. Antes de continuar con esta suerte de diatriba, debería yo definir el glam, pero eso es complicado, puesto que nadie se pone de acuerdo: el glam puede comenzar a finales de los sesenta, con la caída del movimiento hippie y como una respuesta a éste; pero también el glam puede ser la parte naive o la versión banal del punk; si se le mira feo, el glam es solamente un montón de niños ricos estadounidenses que en algún momento de su primera adolescencia entendieron mal el heavy metal y no hicieron más que dejar fluir su lado transexual a través de la licra y el excesivo uso de glitter. En buena medida, a esto se debe la falta de una literatura glam: no hay una marca precisa que nos permita delimitar del todo al movimiento. Es más: ¿fue de verdad un movimiento? Es decir, en el fondo, ¿qué relación existe entre David Bowie (si es que de verdad podemos definirlo como piedra angular y centro gravitacional de ese algo que se llama glam) y Axl Rose (si es que de verdad podemos definirlo como piedra angular y centro gravitacional, etcétera)? De nuevo, dependerá del rigor con el que intentemos verlo (¿es que el glam admite algún rigor?), pero en realidad podemos hablar ya de cuatro décadas salpicadas de exponentes, canciones, discos, videos: Glitter Band, Elton John (a veces), Poison, The Darkness, todos sus amigos de la fiesta, todos sus imitadores y todas sus parodias. Como movimiento, el glam es bastante heterogéneo, de temporalidad más bien guanga, con adeptos más por coincidencia temporal y consumo etílico que por convicción. Sí, hubo quienes canturrearon las canciones de Twisted Sister allá en los ochenta, pero no sé si hoy exista todavía un club de fans de Dee Snider.
«Club de fans», dije, y quizá en eso radica que las olas del glam no toquen jamás tierra firme: más que un movimiento o siquiera un estilo musical (allende las chillonas guitarras eléctricas), es una pose. O eso nos parece: ¿en qué radica que Bowie, el Gran Rey Camaleón, pueda echarse a nadar en las mismas aguas turbias donde chapotean sin ton ni son esos fantoches de Kiss? Más que las coincidencias musicales (por supuesto, de posturas artísticas ni siquiera hablemos), lo que parece importar entre quienes en algún momento se llamaron glam (porque, ojo, todos abandonan la categoría tarde o temprano) es el establecimiento de una imagen poderosa, atractiva, seductora. Más que el logro de la perfección musical, más que la búsqueda de una voz generacional o una crítica de los tiempos, el glam busca, acaso, fans, hits, algún buen chiste. El propio Marc Bolan, a quien se le atribuye la creación de este movimiento, se echó para atrás cuando vio que la gente no veía la crítica de su propuesta, sino sólo la brillante vestimenta; «Glam Rock is dead!», le dijo a la Rolling Stone apenas dos años después de salir por vez primera con las mejillas empolvadas de chispitas tintineantes. Esta anti-impronta, claro, esta falta de seriedad, resulta ser demasiado vacía para la sesuda creación literaria. Pero también releva al glam de la obligación de llamarse movimiento musical o cultural, y se vuelve más bien un modo de creación; la existencia del glam rock y el glam punk revela que no se trata de hacer música glam, sino de hacer, con pose glam, la música que sea.
Y a pesar de ello, el glam no sólo carece de su versión escrita, sino que la literatura suele odiar al glam. No vayamos aquí a la historia, sino a la actualidad, a los creadores contemporáneos. Es muy común que un escritor escuche y hasta se declare fanático de Lou Reed, de Leonard Cohen, de la parte más oscura de John Lennon, de Pearl Jam, de Kendrik Lamar, de ese único disco de Coldplay. Pero, ¿Bon Jovi? ¿Warrant? ¿Aerosmith? ¿Quiet Riot? Jamás (acaso en este rubro Mötley Crüe y algunas cosas de Van Halen se salvan, pero en silencio, escondidas como ilegales entre los contenedores del barco). La consigna parece ser el rechazo de la pose. Pero detengámonos un segundo: escribir es una tarea que requiere (en algunos casos) un ejercicio intelectual más o menos dedicado, una soledad en la que, en principio, lo que hace falta es desprenderse de la pose (¡Desnudarse de ataduras! ¡Romper el molde! ¡Dejar el cuerpo aparente! ¡Mamar del cosmos, maldita sea!), pero al mismo tiempo es observar el mundo nuestro cada vez con ojos nuevos para darnos un chapuzón a la eternamente ignota alma humana; sí, en principio, pero lo cierto es que escribir no siempre es tal cosa. Iba a decir que es así desde Cortázar y García Márquez, pero luego iba a decir que desde Rimbaud, pero luego que desde los Dumas y luego desde Christopher Marlowe; ahora no sé muy bien dónde precisar un comienzo para decir esto, así que me atendré al lugar común: la literatura es pose desde que el primer escritor intentó explicar de qué iban sus garabatos rupestres. Escribir es pose y exageración siempre porque, para hacerlo, un escritor debe asumirse como tal, y pensar como tal, y no hay modo de ver el mundo como escritor a menos que uno busque la literatura en el mundo. ¿Ven esas películas en las que la gente se habla a sí misma en segunda persona? Algo así, pero creyendo, con la fe del elasteno viejo, que lo que uno se dice a sí mismo es importante, sin moldes, desnudo de ataduras, vástago directo del cosmos. Posar que no hay pose que soporte nuestra pose.
[pullquote]A casi todos los movimientos musicales podremos asociarles sin demasiada dificultad una contraparte literaria. Hay excepciones, claro. Y entre ellas, acaso la más notoria es la del glam.[/pullquote]
A pesar de que a los escritores nos parece de algún modo violenta la idea de reflexionar en torno a esto, este dossier es una aproximación variopinta al tema del glam y la pose desde la escritura, ese espacio (no tan) alienígena para los guitarrazos chillones. Raquel Castro nos entrega un cuento que, justamente, se da un chapuzón al alma humana a través de un frontman maquillado. Ira Franco explora el glam desde la memoria personal, preguntándose un poco lo que esta introducción plantea desde mucho más lejos; Edgar Adrián Mora hace lo propio, pero desde la memoria social. Magali Velasco (la cuarta escritora de este dossier que nació en la década de los setenta, y que vivió o padeció en adolescencia propia la era dorada del glam) cruza el glitter con otras visiones generacionales y con la suya propia. Finalmente, Christina Soto van der Plas cierra el dossier con una puerta abierta: si bien la literatura glam no existe, es posible ver desde el glam a la literatura, a la Gran Literatura: a Borges.
El intento original de este dossier era rastrear en todo el interminable mar de la literatura a esos autores que pudieran clasificarse como glam; inventarnos la Literatura Glam, con mayúsculas, hacer una suerte de happening como el que hicieran Marc Bolan o David Bowie. El resultado fue más bien la confrontación entre nuestro «ente literario» (digamos, nuestra alma desnuda y creadora) y esa cosa brillante que amamos odiar. Un extraño chapuzón a un océano de peces refulgentes que son fantasmas, que somos todos los que alguna vez hemos intentado escribir.~
Ruy Feben,
A dos cuadras de un expendio de licra, marzo de 2016
Leave a Comment